No culpo al agregado. No soy tampoco magnánima y hay un lugar en mí que no le ampara. Yo tenía que morir para que el agregado pudiera seguir soñando. Y al fin si no le culpo es sólo porque los sueños, los fragorosos, los providenciales, no son una elección sino algo imprescindible para sobrevivir. ¿Cómo, si no, soportaríamos la presión? ¿Cómo pueden vivir los hombres y mujeres de veinticinco años pensando que no subirán nunca, subir a una casa más amplia, a un trabajo en donde ser vistos, reconocidos, vale decir mejor pagados, a un futuro sereno y poderoso? ¿Cómo pueden vivir sin escapar del precio de ese ascenso a través de la literatura, la fuga, la trampa?
Algunos pueden, y no es que sean mejores, es que tienen más imaginación. Son capaces de ver lo que sería una sociedad en donde la escapatoria y el vuelo solitario y el sentimiento de admiración por uno mismo a solas, de vanidad herida, no hicieran falta a nadie. Se preguntan cuánta escasez pero también cuánto de extraordinario y bonancible habría en un tiempo sin miseria y sin lujo para todos. No son muchos y son raros, porque la imaginación es un bien colectivo, señor director, y ha sido saqueado en todo el mundo, y ha sido destrozado con insistencia y alevosía e iniquidad.
Kilos, los que resisten, encuentran pedazos de ese bien colectivo, pero yo ya no los encuentro, señor director. No sé cómo imaginar mi vida. He aquí mi incompetencia, el defecto de fábrica, lo que no está bien en mí o, tal vez, lo que no está bien fuera de mí. No sé cómo imaginar mi vida sin imaginarla contra los otros, o sin los otros. Y no me sirve pensar en los míos, mis padres o mis hermanos o mis hijos que no tuve, porque serían los míos contra los otros. Y no me sirve pensar en los amigos ni en la ambición, porque la ambición y los amigos se conquistan, también, contra los otros, porque ya no soy capaz de librarme de los cientos de miles y miles de historias de hombres solos, acompañados pero solos, corriendo contra todos siempre.
Yo pensé que el agregado era valiente, sus padres no se amaban y eso, al parecer, confiere profundidad y valentía. Pensé que el agregado era valiente y me defendería como tal vez yo, aun sin tener leyenda, podría protegerle. Pero por qué es preciso protegerse, por qué nos tenemos que defender.
Besa sus ojos,
Laura Bahía
Armando Cienfuegos fue el encargado de repatriar el cadáver de Laura Bahía. Sedal le ayudó a hacer los trámites, en el trato con las autoridades y en las visitas a la funeraria. No quiso, sin embargo, acompañarle al aeropuerto. No quiso ver tampoco a Miguel Arrieta. Habló con él por teléfono.
– Te veré en Cuba -le dijo.
– Lo siento, siento lo de esa chica más de lo que puedes imaginar.
– Gracias. -Y en la voz de Sedal hubo un quiebro-. Gracias por mucho, Miguel, gracias por todo.
Sedal acompañaba al hotel a Armando Cienfuegos iban andando. Armando debía pasar a recoger sus maletas y algunos papeles. Sedal se había negado a viajar en el coche que transportaba el ataúd. Armando insistía en que Sedal no se culpara. Sedal le escuchaba con las manos en la espalda.
– La entrené yo -decía Armando-. Ella era muy buena. De las mejores. No es que sea improbable, es que es imposible que Laura hubiera caído en una trampa así. Bajó porque ella quiso.
Sedal callaba y Armando seguía buscando nuevos argumentos.
– Si tú quieres puedes pensar que nos demoramos más de la cuenta. Yo lo he pensado. Quizás debimos sacar a Laura y a Miguel de aquí el mismo lunes. Pero si nosotros lo hubiéramos planeado así, Laura se habría negado. Me apuesto todo a que ella quiso que le pasara lo que le pasó.
Agustín no respondía. Armando guardó también silencio. Llegaron al hotel, Armando subió a su habitación, recogió las cosas, devolvió la llave en recepción. Ya sólo quedaba aguardar al coche fúnebre. Agustín le estrechó la mano para despedirse y entonces dijo:
– Dejó unas cartas, Armando. Me envió el reloj que le había regalado su padre y unas cartas. Sé que fue un suicido pero también fue un asesinare Y es el asesinato lo que tendría que haber podido evitar.
– Sólo si ella hubiera querido ayudarte a que lo evitaras. Tú sabes que Laura era la persona más obstinada del mundo.
– Sí, lo sé.
Aquella misma noche Agustín volvió a casa de Mateo Orellán. Se quedaron todo el tiempo en la cocina. Orellán le dijo que no cometiera el error de echarse la culpa.
– La culpa, la culpa. Armando y tú deberíais fiaros un poco más de mí.
Orellán le preguntó si quería cenar algo, eran casi las once de la noche. Sedal dijo que no. Orellán sacó un yogur de la nevera, le echó azúcar.
– La culpa es muy cómoda -dijo Sedal-, le autocompadeces, lloras, y te das permiso para ser un cerdo.
Mateo Orellán le hizo la pregunta que no se había atrevido a hacer nunca por pudor, porque Cuba no era su país y era difícil encontrar un sitio desde donde hacerla. Quizás intuía que ésa iba a ser la última vez que le viera y no sabía cómo calmarle, cómo hacer que durara la noche y Sedal sintiera un poco de calor.
– ¿Qué va a pasar -le dijo-, qué piensas que va a pasar cuando se muera Fidel?
– ¿Tú también crees -contestó Sedal- que Fidel es tan importante?
– Las historias necesitan un final. Y desde que cayó el muro, Cuba es también una historia. Necesita un final, cerrar el libro aunque sea para abrir otro a continuación. Fidel se ha convertido en ese final.
– Bueno. Hay mucha gente en Cuba queriendo que pase algo. Lo que sea, dicen, y seguramente no creen del todo lo que dicen. Que nieve, quieren despertar un día y que esté nevando.
Mateo Orellán terminó su yogur. Le ofreció una infusión con unas gotas de coñac. Esta vez Sedal aceptó. Mientras Orellán la preparaba, Agustín Sedal dijo:
– Lo que va a pasar, y ojalá me equivoque, escritor, es que, casi sin darnos cuenta, nos venderemos. Lentamente, con mucho cuidado, con la ilusión de que podemos controlarlo, pero llegará un momento en que no podamos.
– Eres muy duro.
– Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarle. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectara a muchas personas. Pero ellos no se dedicaban a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que les reportaban ganancias.
– No conocía la terminología -dijo Orellán-, aunque cualquiera puede verlo.
– A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.
– La eficacia no es mala -dijo Orellán.
– ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quien sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.
Mateo Orellán volvió a la mesa con dos tazas blancas en forma de vaso con asa. Sedal cerró las manos en torno a la suya.
– ¿Qué tú piensas? -dijo.
– Yo necesito vuestra revolución. Pero no puedo pedirle a nadie que resista por mí.
– ¿Para qué la necesitas? -dijo Sedal.
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