Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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25

En Linz se apartó ex profeso de la autopista para echar un vistazo al Spider. Por la puerta de cristal destrozada entró en la sala de exposición del concesionario de automóviles. El Spider estaba en su sitio, intacto. El kilometraje coincidía.

Se sentó al volante. Tocó la palanca de cambio, los botones de la calefacción, de la ventilación, el indicador de dirección. Pisó los pedales. Con los ojos cerrados, se abandonó al recuerdo.

Era extraño. Había creído que nunca consideraría ese vehículo propiedad suya y ahora pensaba en los viajes que había emprendido con ese coche, en el Jonas que conducía ese deportivo y recorría Viena con él.

Evocó el día que devolvió el Spider. Había cargado el Toyota sin pensar que regresaría a ese sitio. Durante todo el tiempo el Spider había permanecido allí solo, mientras Jonas visitaba otros lugares.

Abrió los ojos y tamborileó en su frente con las palmas de las manos. Si se quedaba sentado, se dormiría en pocos minutos. Esa mañana se había despertado tan cansado que durante el viaje precedente había mantenido el camión en el carril central por miedo a dormirse durante unos segundos.

Al partir, tocó el claxon y volvió a despedirse del Spider con la mano.

Poco después de Passau, se presentó una ocasión favorable para montar la siguiente cámara. De los muros ruinosos de un almacén del Servicio de Carreteras sobresalía un alero bajo cuya protección se apilaban en invierno sacos de sal. Apostó la cámara bajo dicho alero. Enfocó el objetivo hacia la dirección por la que había venido y programó la grabación para las 16 horas del día siguiente.

En un poste clavado en el suelo leyó la señalización de los kilómetros. Anotó el lugar en su cuaderno. Añadió el número 3 y trazó un círculo a su alrededor. El 2 de encima designaba un aparcamiento en Amstetten, el 1 un rótulo indicador entre Viena y St. Pölten. Ambas cámaras estaban a cielo abierto. Ojalá no lloviera hasta su vuelta. Y aunque eso sucediera, al menos las cintas no sufrirían daños.

Se echó una botella de agua por encima de la cabeza y se bebió una lata entera de la bebida energética cuya publicidad afirmaba que contenía tanta cafeína como nueve tazas de café espresso .

El aire estaba diáfano. Las temperaturas eran claramente inferiores a las que estaba acostumbrado en Viena. A su alrededor se extendían campos de maíz. En el camino que cruzaba el sembrado se veía un tractor abandonado.

– ¡Hola!

Cruzó la carretera y trepó por la mediana pasando a la calzada contraria. Ni coches abandonados, ni señales de vida. Nada.

– ¡Hola!

Por alto que gritase, su voz sonaba débil. En el momento que siguió a su grito parecía como si la voz humana no hubiera resonado allí desde hacía una eternidad.

A mediodía comió en Regensburg. Por suerte encontró en el restaurante del área de servicio cebollas, pasta y unas patatas, por lo que no necesitó recurrir a sus provisiones. Después de comer escribió en una de las pizarras del menú: Jonas, 10 de agosto .

Instaló la cuarta cámara en la gasolinera. Anotó el lugar y programó la cinta para el día siguiente a las 16 horas. Llenó el depósito. En la tienda encontró una taza de café que lucía su nombre. Se la llevó junto con unos cuantos refrescos fríos.

Estaba muerto de sueño. Le escocían los ojos, le dolían las mandíbulas y sentía la espalda como si hubiera acarreado sacos de cemento durante días y días. Al sentarse al volante, estuvo a punto de rendirse a la tentación de acostarse en la cabina situada detrás del asiento. Pero si ahora se tumbaba a dormir, el día siguiente tendría que conducir demasiado lejos y no le apetecía sentirse apremiado por el tiempo.

Colocó las cámaras siguientes en Núremberg, una antes y otra después. Instaló la número 7 en la salida a Ansbach y la número 8, en Schwäbisch Hall. Sin preocuparse por las eventuales lluvias, dispuso la novena en Heilbronn, en medio de la carretera. Y la décima, también desprotegida y sin trípode, antes de Heidelberg, sencillamente encima del asfalto.

Como en un duermevela, viajaba por regiones que nunca había visto ni despertaban en él el menor interés. A veces se daba cuenta de que viajaba por paisajes florecientes, con bosques y prados jugosos y pueblos con amables casitas cercanas a la autopista. Otras le parecía que el paisaje yermo no tenía fin, lo veía todo lúgubre, cobertizos caídos, campos quemados, fábricas horrendas, centrales eléctricas. Todo le parecía igual. Con ademanes precisos, siempre idénticos, apostaba sus cámaras y volvía a subir al camión.

En Saarbrücken no pudo continuar. Su destino del día era Reims, porque eso hubiera significado una tarea más cómoda para la siguiente jornada. Pero aun así había llegado lo bastante lejos como para no tener que preocuparse de no llegar a las cuatro de la tarde.

Deteniéndose en el carril central, se dirigió atrás con la cinta grabada la noche anterior. Tenía las piernas tan flojas que, en vez de subir de un salto a la caja, recurrió al mando a distancia. La plataforma elevadora lo subió con un zumbido.

Introdujo la cinta. De los estantes cogió cosas de picar y una tableta de chocolate. A pesar de que la herida de las muelas extraídas no le dolía, se tomó dos diclofenacos y se dejó caer en el sofá con un suspiro de alivio.

Cerró los ojos. Sólo pretendía hacerlo durante un segundo, pero le resultó difícil volver a abrirlos. Le escocían de sueño.

Encendió el televisor y eligió el canal de vídeo. La pantalla se puso azul. Todo estaba dispuesto. No obstante, Jonas vacilaba en poner en marcha la cinta. Algo no le gustaba.

Acechó a su alrededor. No halló nada. Se incorporó y echó otra ojeada.

Era la entrada. No podía verla porque el Toyota tapaba la vista. Para que entrase luz, estaba abierta la puerta trasera, pero así era imposible relajarse. Encendió todas las lámparas disponibles. Apretó el botón de la pared. Durante unos segundos creyó que caía hacia delante. Pero era en efecto la puerta que iba hacia él.

Una estancia vacía, sin muebles ni ventanas, de paredes blancas y suelo blanco. Todo era blanco.

La figura que yacía en el suelo estaba desnuda y era asimismo blanca. Blanca y tan inmóvil que durante un minuto Jonas creyó que estaba viendo una estancia realmente vacía. Pero al percibir movimiento se fijó mejor y poco a poco comenzó a distinguir contornos. Un codo, una rodilla, la cabeza.

A los diez minutos la figura se levantó y caminó de un lado a otro. Estaba cubierta de arriba abajo con pintura blanca, quizá también con una malla de ese color. No se le veía el pelo, como si estuviera calva. Todo era blanco, las cejas, los labios, las manos. Deambulaba por la habitación sin un objetivo concreto, como si estuviera sumida en sus pensamientos o esperase algo.

No se oía el menor ruido.

Al cabo de más de media hora se volvió despacio hacia la cámara. Cuando levantó la cabeza, Jonas vio sus ojos por primera vez. Su visión le fascinó. Al parecer los tenía cubiertos por lentes de contacto blancas. No distinguía el iris ni la pupila. La figura miraba fijamente por dos grumos blancos a la cámara. Inmóvil. Durante minutos. Al acecho.

Entonces levantó un brazo y golpeó la lente con el nudillo del dedo índice. Parecía como si golpease desde el fondo del televisor.

Golpeó. Y volvió a golpear. Miraba fijamente desde sus ojos como grumos mientras golpeaba en silencio la pantalla.

Jonas no sabía cómo presionar el mando a distancia. Quería apagar, pero pulsó el avance rápido. La cinta terminó al cabo de una hora.

Al abrir la puerta trasera, una bocanada de aire fresco penetró en aquel lugar sofocante. Jonas respiró y espiró profundamente. Saltó a la carretera con los prismáticos. Examinó largo rato la zona con el instrumento apoyado contra los ojos.

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