Allí no se produjo explosión alguna. Todo estaba en silencio.
Pensaba que ya tenía que haber llegado a su destino. ¿Habría dado la vuelta en sueños, eligiendo la dirección equivocada?
¿O había despertado en otro lugar? ¿Acaso el túnel en el que estaba metido no conducía a ninguna parte? ¿Seguiría caminando por allí indefinidamente?
– ¡Eh! ¡Hola! ¡Eh!
Pensar en algo bello.
Antes, sus sueños diurnos más agradables lo trasladaban a países lejanos. Se imaginaba sosteniendo un vaso y mirando al mar en un paseo marítimo. Le daba igual que fuera desde una tienda de campaña o desde un hotel de cuatro estrellas, llegar en coche o en la suite acristalada de un vapor de lujo. En su fantasía olía la sal, el sol perfumaba su piel, y nada le agobiaba. No tenía la menor obligación hacia otras personas o hacia sí mismo. Su única tarea consistía en preservar su paz interior y disfrutar del mar.
O se trasladaba a la Antártida. En ella, según su imaginación, jamás reinaba un frío desagradable. Él caminaba por los hielos eternos alumbrados por el sol. Llegaba al Polo, abrazaba a investigadores barbudos que pasaban el invierno en la estación polar, tocaba el letrero mientras pensaba en su hogar.
Antes, cuando le iba mal, en tiempos de desdicha personal o insatisfacción profesional, sus ensoñaciones lo trasladaban al extranjero, que en las últimas semanas le había importado un rábano. La lejanía significaba pérdida de control. Y además, cuando uno tenía la impresión de que se le escapaba todo, no se lanzaba a correr aventuras.
Como él en ese momento.
Estaba loco, completamente chiflado. Tambaleándose en medio de una absoluta oscuridad. ¿Qué es lo que…?
Pensar en la Antártida .
Veía montañas heladas, azul y blanco. El hielo por el que arrastraba su mochila era blanco, de una blancura inmaculada. Por encima de él, el cielo azul.
Una vez vio en un documental televisivo cómo unos investigadores perforaban y extraían un cilindro de hielo en la Antártida a kilómetros de profundidad. El trozo de hielo extraído tenía que ayudarles a aprender a comprender el cambio climático. A Jonas le había fascinado menos esa perspectiva que el cilindro de hielo mismo.
Un trozo de hielo, de medio metro de longitud y diez centímetros de diámetro. Hasta unos minutos antes estaba enterrado bajo millones de metros cúbicos de hielo. Por primera vez desde… sí, ¿desde cuándo?…desde hacía centenares de miles de años veía la luz. Esa agua se había congelado hacía una eternidad, y después se había despedido poco a poco de este mundo. Cinco centímetros de profundidad. Cincuenta. Dos metros. Diez. Cuán largo tiempo había transcurrido ya entre el día en que había abandonado la superficie y aquel en el que llegó a diez metros de profundidad. Un período de tiempo que él no lograba imaginarse. Y sin embargo un parpadeo comparado con el tiempo transcurrido entre diez metros y un kilómetro.
Ahora ese trozo de hielo estaba allí. Volvía a ver el sol.
Buenos días, sol. Aquí estoy de nuevo. ¿Qué has vivido tú?
¿Qué pasaría en su interior? ¿Comprendería lo que sucedía? ¿Se alegraría? ¿Estaría afligido? ¿Pensaría en la época en la que descendió? ¿Compararía las épocas?
Tuvo que pensar en el hielo que todavía estaba abajo. En los vecinos directos del trozo sacado a la superficie. ¿Lo echarían de menos? ¿Sentirían envidia, lo lamentarían? Y tuvo que pensar en el otro hielo, a dos kilómetros de profundidad, a tres. En cómo había llegado allí. En si regresaría y cuándo, y en el aspecto que tendría la Tierra en ese momento. En lo que pensaría y sentiría abajo, en la oscuridad.
Creyó oír un ruido: rumor de agua.
Se detuvo. No se engañaba. Delante de él corría agua.
Se volvió y corrió. Tropezó y cayó al suelo, sintiendo un estremecimiento de dolor en su rodilla.
Allí tirado creyó percibir que las vías se inclinaban suavemente hacia abajo. Al momento siguiente creyó que era al revés. Se levantó y dio unos pasos. De ese modo no se notaba si iba cuesta arriba o cuesta abajo. En un segundo el camino se inclinaba, al siguiente ascendía. Pero Jonas se dio cuenta de que le costaba más caminar en la dirección original.
Siguió andando. El rumor aumentó en intensidad. Corrió. Bajo sus pies, se oía salpicar el agua. El rumor era cada vez más poderoso. Retumbó un trueno. Segundos después Jonas salió al aire libre.
Era de noche. Encima de él, los relámpagos a los que seguía un trueno salvaje cruzaban el cielo. La lluvia caía impetuosa sobre su cabeza. El viento soplaba en ráfagas tan fuertes que casi derribaban a Jonas. No se veían luces encendidas por ninguna parte.
A pesar de la tormenta se apresuró a abandonar el trazado de la vía. Al cabo de un momento encontró una puerta abierta en la valla. Se dirigió hacia la izquierda, donde esperaba encontrar casas. Aunque también habría podido optar por la dirección opuesta, estaba oscuro como boca de lobo y no tenía la menor idea de adónde se dirigía. Confiaba en no caerse de cabeza al mar, cuyo oleaje creía escuchar en medio del retumbar del trueno.
Cruzó un prado de hierba alta. A unos metros vio brillar algo. Era una motocicleta. Al lado, el viento sacudía la lona de una tienda de campaña.
En la extensión de la tienda Jonas encontró mochilas empapadas, tropezó con zapatos, se golpeó el pie contra una piedra que sujetaba una estera. Como los dedos le temblaban de frío y agotamiento, le costó un rato abrir la cremallera de la entrada de la tienda. Penetró en el interior, pero sólo cerró la mosquitera para poder ver el exterior.
Tanteó con la mano. Palpó un saco de dormir. Una pequeña almohada. Un despertador. Otro saco de dormir. Debajo de la segunda almohada había una linterna. La encendió. En ese preciso instante un trueno retumbó por encima de él, mejor dicho a su alrededor. Del susto se le cayó la linterna de la mano.
Intuyó que estaba a punto de quedarse dormido.
Iluminó la tienda con la linterna. En un rincón había latas de conservas y un hornillo de gas. Al otro lado un discman, junto a un montón de CDs. En la esquina próxima a la entrada encontró artículos de aseo: maquinilla de afeitar, espuma, crema para la piel, un estuche de lentes de contacto, artículos de limpieza, cepillos de dientes. Entre las mochilas había un periódico bosnio del 28 de junio y una revista erótica.
Tuvo la impresión de que había algo desconocido cerca. Figuraciones, se dijo.
Apagó la linterna. Se despojó de las ropas empapadas en la oscuridad y, tras abrir la mosquitera, las escurrió fuera. Colocó camisa, pantalón y calcetines al otro lado de la tienda, en un rincón. Se metió desnudo en un saco de dormir y utilizó el segundo a modo de manta. Volvió la cabeza hacia la entrada. Tiritaba.
Mientras escuchaba la tormenta bajo la lluvia, se preguntó si habría cerca un punto más alto o si podía caer un rayo sobre la tienda. Al momento relampagueó, de forma que la tienda se iluminó como si fuera de día. Jonas cerró los ojos, sin pensar en nada. Luego, unos segundos más tarde de lo esperado, llegó el trueno.
Jonas dio vueltas de un lado a otro. Estaba tan cansado que le castañeteaban los dientes, pero no conseguía relajarse. La tormenta se alejaba despacio. La lluvia siguió azotando el techo de la tienda, empapando el prado, chapoteando en los charcos. El viento sacudía los palos de la tienda, y más de una vez Jonas creyó que quedaría enterrado debajo de las lonas.
Le parecía que alguien pasaba la mano por el exterior de la tienda. Levantó la cabeza. Escuchó pasos. Atisbo fuera. Oscuridad pura. Ni siquiera se veía la motocicleta.
– ¡Lárgate!
Ningún paso. Sólo el viento.
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