Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Otra habitación. Muebles, plantas. Algo desconocido, irritante. Desorden.

Habitación siguiente. Ducha, bañera, tendedero.

Con la mirada fija y movimientos enérgicos exploró la casa, apagó la alarma, caminó pesadamente por encima de la moqueta, tocó objetos, bajó al sótano y subió al desván. De vez en cuando la parte sensata de su conciencia le enviaba un aviso que le obligaba a retirar la mano o a retroceder.

Cuando se situó frente a la casa y se reencontró poco a poco consigo mismo, estaba convencido de que nada podía ayudarle a continuar en esa casa. No quería saber más.

Al subir al coche, se dio cuenta de que olía a sudor: el olor penetrante que emanaba cuando estaba muy tenso. Se enfadó. No tenía motivos para asustarse. Lo había demostrado en Kanzelstein, aquella noche.

De repente se le ocurrió la idea de ponerse las gafas con anteojeras y entrar de nuevo en la casa. Sin fusil.

– De ninguna manera -exclamó antes de virar con el automóvil.

Contemplaba la catedral desde la terraza del Sky Bar. Su taza de café estaba intacta a su lado, sobre la mesa. Se tomó dos diclofenacos sin ser demasiado consciente de lo que hacía. Algo le molestaba. Apenas unos minutos más tarde comprendió que se le habían quedado en la garganta. Eso le sucedía continuamente y le irritaba cada vez más. Los deglutió con un trago de agua.

Deambuló por la terraza rodeándose el cuerpo con los brazos. Escupió por encima de la barandilla comprobando cómo los salivazos chocaban contra el alero de debajo.

Bien. Estaba preparado. Tenía que irse. A ser posible, ese mismo día. No lo conseguiría, pero tal vez al día siguiente concluyese todos los preparativos.

Visto con desapasionamiento, al menos un tercio del mundo era inalcanzable para él. Podía viajar a Berlín, a París, a Praga, a Moscú o visitar la muralla china; tenía abierto el camino hacia los campos petrolíferos de Arabia Saudí, podía visitar el campamento base del Everest, siempre que aguantase una marcha a pie de dos semanas y se acostumbrase a la altura. Adonde no llegaría era a América. Ni a Australia, ni a la Antártida.

Recordó su sueño de juventud con un sentimiento de envidia. Se había jurado a sí mismo que una vez en la vida estaría en medio del hielo tocando el letrero en el que se leía Geographic South Pole . Llegase como llegase, ya fuera en una expedición clásica que se emprendía en contadas ocasiones y que seguramente no lo admitiría, o en un avión militar ruso alquilado, ansiaba tocar ese cartel. Mientras, cerraba los ojos y pensaba en su hogar. En Marie haciendo recados en ese preciso momento, en su padre contemplando en el parque a los jugadores de ajedrez, en Martina rechazando un proyecto en la oficina. En su piso con el despertador haciendo tictac. Sin ser visto, porque allí no había nadie. Al despertador le importaba un pimiento que Jonas estuviese en el Polo Sur o al lado, en la cocina. El despertador había desaparecido. Estaba solo.

Tocar ese cartel, en medio de la nada blanca, que no distaba de la civilización un paseo o un breve viaje en coche, sino quince horas de vuelo. Ése había sido su sueño. Llegar lo más lejos posible al sur. Arrolladora nostalgia.

Jamás vería el Polo.

Volvió a sentarse y puso los pies encima de la barandilla. Dejó resbalar su mirada por los tejados. ¿Cuántos años tendrían esos edificios? ¿Ciento cincuenta? ¿Trescientos? ¿Cuántas personas habrían albergado en su interior? El mundo sólo cambiaba a pequeña escala, al menos el que Jonas conocía, pero esos cambios eran continuos y permanentes. Cada segundo nacía o moría alguien.

Austria. ¿Qué era Austria? Las personas que vivían en ese país. La muerte de una no entrañaría un cambio sustancial. Al menos para el país. Sólo para el propio afectado. Y para sus deudos. Austria no era distinta cuando moría alguien. Pero si se comparaba la Austria de unas semanas antes con la de hacía cien años, resultaría imposible afirmar que no existían diferencias. Nadie que hubiera vivido antaño en esos edificios vivía ya. Todos habían muerto. Todos se habían marchado uno a uno. Una diferencia abismal para ellos, pero nula para el país.

«Austria.» «Alemania.» «Estados Unidos.» «Francia.»

Las personas vivían en casas que habían heredado y caminaban por calles que otros habían asfaltado mucho tiempo antes que ellos. Después se acostaban en la cama, condenados a morir. Había que hacer sitio a otra «Austria».

Cada cual moría solo. Estadísticas, conciudadanos, comunidad, nosotros, televisión, estadio de fútbol, periódico… Todos leían lo que uno escribía en el periódico. Cuando él moría, todos leían lo que escribía su sucesor. Todos pensaban, ajá, ése es, escribe esto y aquello. Y si estaba bajo tierra decían: vaya, el que escribe esto es nuevo. Iban a casa y seguían siendo aún parte del todo. Se tumbaban en la cama y morían y de repente dejaban de formar parte del todo. Ya no eran miembros del club alpino, ni de la Academia de Ciencias, ni del sindicato de periodistas, ni del club de fútbol. Ni tampoco clientes del mejor peluquero, ni pacientes de la doctora más simpática. Habían dejado de ser conciudadanos para convertirse en muertos.

Para las personas desaparecidas eso entrañaba una diferencia. ¿O no? ¿Sólo constituía una diferencia para el que había quedado atrás?

Vació completamente la caja del camión. Barrió y fregó suelo y paredes hasta que la chapa casi recuperó su color original. Después cubrió la zona del fondo con una moqueta autoadhesiva sobre la que no resbalaría fácilmente nada de lo que colocase encima.

De una tienda de muebles de Lerchenfelder Gürtel sacó un tresillo y un sofá adicional. Lo metió todo al fondo del camión. Añadió una mesa baja de madera maciza, un armario para televisión con llave en el que encerró una televisión y un vídeo, dos lámparas de pie con amplia base y otro sillón. Tiró mantas y cojines encima del sofá. Al lado colocó un montón atado de ejemplares de Clever & Smart. Situó una nevera junto a la pared. Enchufó el cable a un generador que había cogido en el Parque Sur de Maquinaria. Se llevó además otros dos generadores.

Llenó la nevera de agua mineral, zumos de fruta, cerveza, limonada, pepinillos en vinagre y otros alimentos que sabían mejor fríos. Colocó al lado cajas llenas de latas de conserva, pan integral, bizcocho, pan de molde tostado, leche uperisada y cosas por el estilo. No olvidó los condimentos: sal, pimienta, vinagre, aceite, harina y azúcar.

Necesitaba más cajas. Una para los cubiertos y la vajilla, otra para pilas, hornillo de gas y bombonas. Varias para las cámaras, que fue a recoger a Brigittenauer Lände y desenroscó de los trípodes. Éstos los depositó en el suelo, donde encontró sitio. En las paredes libres alineó paquetes de seis botellas de agua mineral.

Revisó la estabilidad de su carga. Sujetó con cinta adhesiva de seguridad lo que corría peligro de caerse.

Ató la DS con una cadena a la barra de transporte vertical. A la horizontal, situada enfrente, sujetó una Kawasaki Ninja que se había llevado desde la sala de exposición del vendedor a la gasolinera contigua y después a la plataforma elevadora, y cuyo cuentakilómetros marcaba un recorrido de 400 metros. Finalmente subió también a la caja el Toyota con el depósito lleno. El espacio se ajustaba como si hubiera trabajado con una cinta métrica.

Después de haber metido los platos en el lavavajillas, encendió la luz y se dirigió hacia la ventana. El sol se había hundido detrás de los edificios. Las nubes brillaban con diferentes tonos rojizos. Tras lanzar una postrera mirada al camión preparado, cerró la ventana.

Presentía que con el viaje que se avecinaba comenzaba el último acto. De repente todo estaba claro. Viajaría en busca de Marie. Después regresaría con o sin ella. Seguramente sin ella.

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