Desayunó, después empaquetó la cámara. Cuando salió el sol, dijo en voz alta:
– ¡Adiós! ¡Que pase un buen día!
Además de cerrar la puerta con llave, la cubrió por completo con cinta adhesiva de forma que fuera imposible entrar sin dejar huellas.
En la autopista reflexionó sobre el último vídeo.
¿Cómo se explicaba que el durmiente extrajese sin esfuerzo el cuchillo de la pared cuando Jonas había fracasado varias veces en el intento? Seguro, la cinta comenzaba cuando el durmiente ya no yacía en la cama, antes podía haber manipulado el muro y el cuchillo. Pero ¿cómo? La pared permanecía intacta.
Cuando la autopista tenía tres carriles, Jonas conducía por el central; cuando había dos, por el de la derecha. De vez en cuando, tocaba el claxon. Su tono poderoso, trompeteante, le infundía seguridad. Había encendido el radioteléfono. Se oía un ligero zumbido. También en la radio.
En Linz intentó buscar el restaurante en el que había comido durante la tormenta, pero no recordaba la dirección. Durante un rato recorrió el distrito en el que suponía que se ubicaba, pero no halló ni siquiera la farmacia en la que se había aprovisionado de remedios contra el resfriado. Con un gesto despectivo regresó a la calle principal. Lo importante era encontrar el camino de vuelta al concesionario de coches.
El Toyota estaba delante de la sala de exposición, tal como él lo había dejado. A pesar de que parecía que llevaba bastante tiempo sin llover, el coche estaba limpio. Era evidente que el aire estaba menos sucio que antes.
– Hola, chico -dijo, tamborileando sobre el techo.
Antes el coche no despertaba en él ningún tipo de sentimientos. Pero ahora era suyo, era su coche, el de los viejos tiempos. El Spider jamás lo sería. Por esa misma razón Jonas no se procuraba nueva ropa, ni siquiera camisas o zapatos, porque no consideraba nada de eso como su propiedad. Ahora le pertenecía lo que le había pertenecido antes del 4 de julio. No se enriquecería más.
Sacó del camión el todoterreno y el Spider. El Toyota arrancó en el acto. Lo condujo hasta la superficie de carga. A pesar de que el Spider era más pequeño, aún quedó sitio para el todoterreno.
En Laakirchen, abandonó la autopista. El trayecto a Attnang-Puchheim estaba bien señalizado. Le resultó mucho más difícil reconstruir el camino hasta la casa donde se había refugiado. No había contado con regresar, por lo que no había concedido el menor valor a su sentido de la orientación. Al final recordó que había hallado la casa de las pocas ventanas en las proximidades de la estación de ferrocarril.
Eso limitó la búsqueda. Cinco minutos más tarde descubrió la DS al borde de la calle.
Pisó el pedal: el motor se encendió. Jonas lo dejó petardear un rato, después condujo la motocicleta hasta la caja del camión y la ató al gancho lateral. Calculó los días. Era increíble, pero la cuenta estaba bien hecha. Su visita allí se remontaba a ocho días atrás. A él se le antojaban meses.
Ignoraba si al abandonar la casa había apagado todas las luces; en cualquier caso tuvo que volver a encenderlas. Se encaminó al dormitorio con el haz de ropa debajo del brazo. Al ver su propia imagen acercándose a él en el espejo del armario, bajó la mirada. Devolvió a su sitio camisa y pantalón. -Gracias.
Abandonó la habitación sin volverse. Con la espalda rígida se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de la calle. Quería caminar más deprisa, pero algo lo frenaba. No prestó la menor atención a los extraños cuadros del pasillo. Colgó la llave del coche en el gancho.
En ese instante fue consciente de que había un cuadro más que la última vez.
Cerró la puerta por fuera. Recorrió el estrecho sendero hasta la calle como si fuera una marioneta. Por nada del mundo hubiera vuelto a entrar en la casa.
No se equivocaba. Uno de los cuadros no estaba colgado allí una semana antes. No sabía cuál. Eran siete. Y ahora se habían convertido en ocho.
No, tenía que haberse confundido al contar. No había otra posibilidad. Estaba cansado, empapado y nervioso. Sus recuerdos le traicionaban.
De camino a Salzburgo le entró hambre. Desenvolvió los dulces que estaban detrás de él, en la cabina, y los acompañó con limonada. El tiempo empeoró. Poco antes de la salida de Mondsee se desató una terrible tormenta. Los recuerdos de su estancia allí no eran agradables e intentó proseguir viaje, pero en el último momento frenó y condujo el vehículo por el carril derecho. Los potentes limpiaparabrisas pasaban zumbando por el cristal, hacía calor, tenía comida y bebida. Casi se sentía seguro. A su lado reposaba su fusil. No podía sucederle nada.
Cuando pasaba el control de altura de la zona de baño, se oyó un estruendo. El listón voló a un lado, pero él no sintió golpe alguno.
En el aparcamiento los senderos eran estrechos y estaban separados entre sí por bandas de hierba. Sin preocuparse porque segaba hileras de árboles jóvenes, tomó el camino directo hacia el césped. Con un sentimiento maligno embistió al coche húngaro que seguía, como siempre, en su sitio. Apretó el acelerador a fondo. Una barrera metálica voló por el aire. Jonas soltó una risita. La hierba estaba resbaladiza. Frenó para no hundir el camión en el lago.
Inspeccionó la pradera sin apearse, incluso sin detenerse. Se mantuvo lejos de la orilla. La lluvia crepitaba con tal violencia contra el techo de la cabina que no habría necesitado que su voz interior le recomendase no poner los pies en el césped.
Ni rastro de su tienda. Dio la vuelta, se dirigió hasta las casetas de playa. Después condujo el camión al aparcamiento, sembrado de ramas y restos de vehículos. Bajó la ventanilla y sacó el brazo. Señalando con el índice a un paseante invisible, vociferó al pasar unas frases incoherentes cuyo contenido ni siquiera él mismo comprendió.
No le costó encontrar de nuevo el Marriott en Salzburgo, entre otras razones porque la lluvia había cesado. Descendió delante del hotel, asustado y regocijado al mismo tiempo.
Ya no se oía la música.
Era obvio que el CD con sinfonías de Mozart que debía atraer a la gente había sido desconectado. O se había desconectado solo. O se había producido un cortocircuito.
¿Había estado alguien allí? ¿Había alguien todavía?
Pronto lo averiguaría.
Muy pronto.
Entró en el vestíbulo con el fusil listo para disparar. Tanto la nota en la puerta como la de la recepción habían desaparecido. En cambio en mitad del pasillo había una cámara. Con el objetivo dirigido hacia la puerta de entrada.
– ¿Quién es? -gritó.
Disparó contra la pantalla de una lámpara y el cristal explotó. El eco resonó durante unos segundos. Corrió a la calle sin saber por qué. Escudriñó a su alrededor. No se veía ni un alma. Respiró hondo.
Metro a metro, poniéndose a cubierto detrás de muros y columnas, se atrevió a entrar en el hotel sin dejar de tragar saliva.
Llegó hasta la cámara. El pasillo de detrás, que conducía al restaurante, no estaba iluminado. Jonas aprestó el fusil para disparar a la oscuridad. Intentó cargar, pero algo se atascó. Arrojó lejos el fusil. Recordó el cuchillo desaparecido.
– ¿Qué pasa, eh? ¿Qué pasa? ¡Atrévete de una vez!
Gritaba a la oscuridad, pero a su alrededor todo permanecía en silencio.
– ¡Espera! ¡Vuelvo en seguida!
Agarró la cámara y salió corriendo. La tiró a la cabina junto con el trípode, cerró la puerta con llave y se puso en marcha.
En la siguiente área de descanso se detuvo. Había un televisor. Examinó la cámara. Era el modelo que él usaba.
Sacó del coche el cable de conexión. Después de haber conectado entre sí la cámara y el televisor, alargó la mano hacia el estante de las bebidas. El dolor de muelas le asediaba de nuevo.
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