Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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No, contestó Jonas.

El tío Reinhard se acercó y agitó el billete delante de sus narices. Estaban abajo, junto a la puerta. Jonas miraba el sendero hasta la pista de bolos mientras observaba a un adulto tras otro.

No, repitió.

Y no cedió, a pesar de que su madre le hacía gestos y muecas furiosas a espaldas del tío Reinhard. Éste, riendo, le dio una palmada en el hombro y dijo que ya se daría cuenta de que los fantasmas no existían. Sus padres se habían apartado y durante dos días sólo le hablaron con monosílabos.

– No te engañes -dijo Jonas mientras intentaba en vano percibir al menos contornos en la oscuridad.

Giró la cabeza de repente. No se libraba de la visión de que al volverse se toparía con la bestia lobuna. Estaría allí y él habría sabido que vendría.

Fue abajo. Sin la escopeta. Abriendo la puerta de casa, pisó las desgastadas baldosas de piedra con las que estaba pavimentada la explanada delantera.

Hacía frío y estaba completamente oscuro. No corría el aire ni se oía el canto de los grillos. El único sonido procedía de las piedrecitas que debajo de sus zapatos rozaban las baldosas. No lograba acostumbrarse a tener que renunciar a los sonidos de los seres vivos. Avispas, abejas, abejorros, moscas eran criaturas molestas, y había maldecido mil veces su obstinado zumbido. El ladrido de los perros le había parecido a veces aullidos infernales, e incluso entre los trinos de los pájaros había algunos tan penetrantes que superaban cualquier asomo de dulzura. Sin embargo, habría preferido el zumbido de los mosquitos al silencio implacable que reinaba allí. Y seguramente incluso los rugidos de un león suelto.

Sabía que ahora tenía que ir.

– Pues sí, así es.

Hizo como si sostuviera algo en la mano, que tenía que proteger de miradas extrañas. Mientras tanto emprendió en su mente la inminente excursión. Se imaginó abriendo la puerta del jardín, pasando junto a la pista de bolos y finalmente llegando a la terraza del mesón. Una vez allí abría la puerta, encendía la luz, sacaba dos botellas de cerveza del bar, apagaba de nuevo y regresaba por el mismo camino.

– Ha estado realmente bien -dijo a media voz, rascándose la palma de la mano con un dedo.

Echaría a andar dentro de treinta segundos. Cinco minutos más tarde como mucho estaría de vuelta, lo habría superado. Dentro de cinco minutos dispondría de dos botellas de cerveza y además habría demostrado algo. Los cinco minutos eran soportables, cinco minutos eran una minucia. Mientras tanto podía ir contando los segundos hacia atrás y pensar en otra cosa.

Con las piernas entumecidas, permaneció inmóvil sobre las baldosas, la puerta abierta de la casa a su espalda. Transcurrían los minutos.

Así que no había sido verdad. Al pensar que cinco minutos después habría pasado todo, se equivocaba. Sin duda había creído que echaría a andar tan sólo unos minutos más tarde. El momento que él había tomado por el final de su tormento, era en realidad el principio.

Echó a andar, intentando dejar la mente en blanco.

Sin pensar en nada, se repitió tres veces, y después echó a andar.

Chocó con la puerta del jardín. La abrió. La pista de bolos, en medio de la oscuridad. Fue tanteando las tablas que la delimitaban.

La gravilla que chirriaba bajo sus zapatos le indicó que se había adentrado en el aparcamiento. Creyó percibir la terraza. Se apresuró. Te mataré, pensaba.

La campanilla repiqueteó. Creyó que no era capaz de resistirlo. Su mano encontró el interruptor de la luz. Cerró los ojos y los abrió con cuidado, acechando en torno. No pensar. Adelante.

– ¡Buenas noches! ¡Vengo a por las bebidas!

Encendió todas las lámparas entre roncas carcajadas. Cogió dos botellas de cerveza. No volvió a apagar las luces. Cruzó la terraza para bajar al aparcamiento. El resplandor de luz que salía de las ventas del mesón bastaba: ahora Jonas veía por dónde pisaba, pero también dónde terminaba la luz y le esperaba la oscuridad, igual que el mar.

Cuando se sumergió en la negrura, sintió que no lo conseguiría. Enseguida comenzaría a pensar y entonces habría terminado todo.

Echó a correr. Tropezó, pero recuperó el equilibrio en el último momento. Abriendo de una patada la puerta del jardín, saltó hacia la casa y cerró la puerta con llave. Con la espalda contra la puerta se deslizó hasta el suelo, las botellas frías en las manos.

A las dos de la mañana yacía en su cama calculando cuánto le quedaba todavía de la segunda botella. La cámara permanecía delante del lecho, aún sin conectar. Lo hizo y se tumbó de lado.

Al despertarse, consultó el reloj: eran las tres. Debió quedarse dormido en seguida.

La cámara zumbaba.

Creyó escuchar otros ruidos por encima de él: el rodar de una bola de hierro, crujir de pasos. Pero al mismo tiempo no dudaba que esos ruidos eran producto de su imaginación.

Tuvo que pensar que la cámara lo estaba filmando en ese momento. A él, y no al durmiente. ¿Repararía en la diferencia cuando lo viese? ¿Se acordaría?

Le entraron ganas de orinar. Apartó a un lado la manta. Cuando pasó ante la cámara, saludó, esbozó una sonrisa torcida y dijo:

– Soy yo, no el durmiente.

Se deslizó, descalzo, hasta el baño. Al regresar, saludó de nuevo. Se limpió con la mano las plantas de los pies manchadas de polvo antes de meterse nuevamente en la cama y estirar la manta por encima de las orejas.

20

Parpadeó mirando a la cámara, que seguía allí, inmóvil. Tampoco parecía haber otros cambios.

Era 4 de agosto. Ya hacía un mes. Un mes desde que había esperado por la mañana inútilmente en la parada al autobús. Así había comenzado.

Abrió las contraventanas. Un día soleado. No se movía ninguna rama, ningún tallo. Jonas se vistió. Notó el cuaderno de notas en el bolsillo. Abrió la primera página libre y escribió:

Me pregunto dónde estarás el 4 de septiembre y cómo te irá. Y cómo te habrá ido las cuatro semanas anteriores. Jonas, 4 de agosto, Kanzelstein, dormitorio, junto a la mesa, vestido, cansado .

Contempló el cuadro de la pared. A juzgar por el marco envejecido y los colores ya era algo viejo. Mostraba a una única oveja en un prado. La parte trasera del animal lucía unos vaqueros, la delantera estaba cubierta por un jersey rojo. En las patas llevaba calcetines, en la cabeza un sombrero ladeado con descaro. Esa curiosa visión le recordó lo que había soñado.

Estaba mirando por la ventana en Brigittenauer Lände. Llegó un pájaro y se posó en el respaldo de una silla colocada en un balcón que Jonas no tenía. Se alegró por el pájaro. ¡Al fin animales de nuevo!

De repente la cabeza del pájaro cambió. Se hizo más ancha y más larga, parecía feo y furioso, como si culpase a Jonas de lo que le estaba ocurriendo. Mientras Jonas lo contemplaba, petrificado, el pájaro volvió a cambiar de aspecto. Ahora tenía cabeza de erizo. Inmediatamente después su cuerpo creció. Jonas veía una cabeza de erizo asentada sobre el tronco de un ciempiés de metro y medio de longitud. El ciempiés se enroscó, arañándose la cara, que adquirió apariencia humana. La persona jadeaba intentando respirar. Sacó la lengua como si la estuvieran estrangulando. Pataleaba con sus mil piececitos, resollaba, y de los orificios de su nariz brotaba una espuma rosácea.

La cabeza se transformó de nuevo, convirtiéndose en la de un águila y después en la de un perro. Ni el águila ni el perro tenían el aspecto que debían tener. Todos los animales le miraban. Él había leído en sus ojos que lo conocían a fondo desde hacía mucho tiempo. Y él a ellos.

Desayunó pan integral y café soluble. Después de abrir todas las ventanas, recorrió la casa.

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