Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Volvió a escudriñar la habitación: la ropa de cama de cuadros rojos y blancos, el artesonado barroco, el crucifijo en un rincón… Él nunca había dormido allí. Casi siempre ocupaban ese cuarto el tío Reinhard y la tía Lena.

El tercer dormitorio era el más grande. Las persianas del balcón estaban bajadas. Cuando las subió, oyó un traqueteo familiar. Contempló el decorado. Recordaba a una sala de hospital. Había seis camas individuales colocadas de tres en tres, unas enfrente de otras. En las pieceras estaba sujeta una reja como las de colgar historias clínicas. Golpeó el metal con las uñas. En esa habitación había vivido a veces con sus padres.

Colocó las manos sobre la balaustrada del balcón. Bajo sus dedos la madera estaba caliente. En algunos lugares aún se veían adheridos excrementos solidificados de pájaro que la lluvia no había logrado arrastrar.

Debajo de él comenzaba el bosque. En lontananza se vislumbraban montañas y colinas, bosques y pastos alpinos. Recordaba bien esa vista. Allí se sentaba su padre en la tumbona con su crucigrama, y allí se escondía Jonas de su madre cuando pretendía enseñarle algo en el jardín. Ellos se apoyaban al principio, pero cuando la voz de ella se tornaba más estridente, su padre lo mandaba abajo.

Contempló el jardín desde la cocina americana. Los groselleros continuaban allí. El emparrado con los bancos y la tosca mesa de madera en la que jugaban al tresillo, la verja, los árboles frutales, la conejera abierta, todo estaba igual. La hierba necesitaba una siega y la verja, una reparación. Salvo eso, el jardín se encontraba en un estado aceptable.

Viéndolo, un recuerdo acudió a su memoria: hacía unos años había soñado con ese jardín. Allí entre los manzanos vio bailar a un tejón que caminaba erguido, de más de dos metros de altura. El animal, cuyo rostro recordaba al del abuelo Petz del programa infantil, saltaba por el jardín con extraños movimientos rítmicos. Era más un arriba y abajo que un bamboleo. Al cabo de un rato el propio Jonas bailaba con él. El tremendo animal le daba miedo, pues era el doble de corpulento que él, pero no demostraba hostilidad. Habían bailado juntos y Jonas se había sentido a gusto.

Trasladó el equipaje a la habitación de la cama usada. Quitó los cobertores y la sábana. Del dormitorio grande trajo ropa de cama limpia. Cuando terminó, encendió la luz. Sus movimientos denotaban cierta inquietud.

Después de haberse cerciorado de que todo lo importante estaba en la casa de vacaciones, anotó el kilometraje del camión y cerró con llave. Pasando junto a la antigua bolera, caminó hasta la entrada del mesón. En el aparcamiento se veía un Fiat desvencijado. Debía de pertenecer a los Löhneberger.

Al cerrar la puerta, la campanilla tintineó por segunda vez. Reconoció el sonido, la campanilla ya estaba allí por entonces. Esperó. Nada se movió.

Entró al restaurante por otra entrada. No se detuvo en reminiscencias, a pesar de que lo asaltaron numerosas imágenes. Calentó un paquete de guisantes que encontró en el congelador. Para darles un poco de sabor añadió vino y cubitos de sopa.

¿Debía subir la escalera que desembocaba en las habitaciones privadas de los Löhneberger? Nunca había estado arriba. Una ojeada por la ventana le recordó que el sol ya estaba bajo. Metió dos botellas de cerveza en una bolsa de plástico.

Todo parecía tranquilo.

Recorrió despacio el jardín. Con la mano agarraba tallos altos. Recolectó grosellas: eran insípidas y las escupió. Rodeó la casa y se topó con la puerta de la leñera. Ya no la recordaba.

Estaba en medio de la estancia en la que el sol sólo podía penetrar por un ventanuco situado encima del montón de leña, un ancho tocón servía para partir astillas con el hacha. También allí solía esconderse de su madre, obsesionada por el jardín. Con la navaja había tallado hombrecillos en trozos de madera, que a veces le salían bien. Al final de las vacaciones había dejado una bonita colección. A pesar de todo no le gustaba permanecer en aquel sótano oscuro. Pero mientras oía a alguien llamando sin parar, prefería la compañía de arañas y escarabajos a la de su airada madre.

Inspeccionó el rincón de detrás de la puerta. Apartó la vista y lo miró de nuevo. Había herramientas: una laya, una azada, una escoba, un bastón.

Lo examinó con más atención. Cogió el bastón, adornado con tallas.

Para observarlo mejor, Jonas lo sacó fuera. Reconoció los adornos. No había duda: era el bastón que el viejo le había regalado.

Se dirigió a la casa. Por suerte encontró la llave en un pequeño buzón al lado de la puerta. Cerró con llave. Tras una breve reflexión se guardó la llave. En la cocina americana abrió una botella de cerveza, después se sentó y contempló el bastón.

Veinte años.

Ese bastón era algo distinto al banco en el que estaba sentado o a la cama en la que se acostaría más tarde, o a la caja de madera colocada enfrente. Ese bastón había sido suyo veinte años antes, y en cierto modo nunca había dejado de pertenecerle. Había estado en un sucio rincón, nadie se había ocupado de él, en veinte ocasiones había habido personas celebrando cerca el último día del año y lanzado cohetes, y el bastón había permanecido apoyado en la leñera sin preocuparse de las navidades, ni de los fines de año, ni de los visitantes que cantaban. Ahora Jonas había vuelto y el bastón le pertenecía.

Desde que había visto el bastón por última vez las cosas habían cambiado mucho. Él había concluido el colegio, había hecho la mili, había conocido mujeres, su madre había muerto. Se había hecho adulto y había comenzado una vida propia. El Jonas que había tocado por última vez ese bastón había sido un niño. Alguien completamente distinto. Pero no. Porque cuando escuchaba a su interior, el Yo que encontraba no era distinto de aquel que recordaba. Cuando con ese bastón en la mano había pronunciado la palabra yo hacía veinte años, se había referido a la misma persona que hoy. Era él. Jonas. No se libraba. Lo sería siempre. Sucediera lo que sucediese. Nunca sería otro. Ni un Martin. Ni un Peter. Ni un Richard. Sólo Jonas.

No soportaba contemplar la noche mientras trabajaba. Bajó todas las persianas de la cocina. Conectó la cámara al televisor y puso la cinta de la noche anterior.

Se vio pasando delante de la cámara y metiéndose en la cama.

Al cabo de una hora el durmiente se revolvió por primera vez.

Al cabo de dos se puso de lado.

Durmió en esa postura hasta que terminó la cinta.

No había sucedido nada, nada en absoluto. Apagó. Medianoche. Tenía sed. Hacía mucho que había vaciado la segunda botella de cerveza. Su paquete de merienda de la gasolinera ya sólo contenía pan integral, dulces y limonada. Pero le apetecía una cerveza.

Salió al pasillo golpeando las paredes con los nudillos. Apagó la luz y miró por la ventana. Fuera la oscuridad era impenetrable. Las nubes ocultaban las estrellas. La luna tampoco alumbraba. Más que ver, intuía el camino que por delante, a la derecha, conducía hasta el mesón, pasando por delante de la pista de bolos.

Una noche su tío Reinhard le había propuesto una apuesta. Jonas tenía que ir a por limonada al mesón. Tenía que subir al mesón solo, sin linterna, envuelto en la oscuridad, y comprar una botella a los Löhneberger, que todavía despachaban a clientes tardíos. El billete que sacó del bolsillo hizo abrir los ojos de asombro a Jonas y lanzar un leve suspiro a sus padres.

Eso no era nada del otro mundo, declararon éstos animadamente. Arriba, delante del mesón, estaba el farol encendido. Oscuro lo que se dice oscuro sólo estaba cerca de la pista de bolos. Si no iba, sería un cagueta. No tenía que darle vueltas, en un abrir y cerrar de ojos habría terminado todo.

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