Pero esas imágenes eran la prueba de que esos minutos habían existido, de que habían transcurrido. Si subiera en ese momento al puente, se toparía con un puente diferente, con un tiempo distinto al que veía allí. Pero ésos habían existido. También sin su presencia.
Introdujo la cinta número 4. Y luego la 5, la 6, la 1… Avanzaba con rapidez. A ratos se levantaba para servirse una copa, prepararse un tentempié o simplemente estirar las piernas. No se demoraba mucho. Cuando pasaba la cinta que mostraba la plaza Gaussplatz, ya había oscurecido.
El Spider rozó a un coche aparcado y comenzó a dar bandazos. Chocó contra un coche del otro lado de la calle antes de volver a patinar y atravesar la calzada hasta estrellarse de frente con un coche Van. La colisión fue tan violenta que Jonas se quedó petrificado delante de la pantalla. El Spider salió catapultado hacia la rotonda, donde giró varias veces alrededor de su propio eje hasta que finalmente se detuvo.
Durante un minuto no ocurrió nada. Transcurrió otro más. Después el conductor se apeó, fue hacia atrás, abrió el maletero, examinó algo y se sentó nuevamente al volante.
Al cabo de tres minutos, el coche prosiguió su marcha.
Jonas no había grabado la escena en el videocasete. Rebobinó, pero tampoco ahora pulsó la tecla de grabación. Contempló el accidente con incredulidad. Vio salir al conductor, acechar a su alrededor para comprobar si era observado y encaminarse hacia el maletero. ¿Por qué se comportaba así? ¿Qué tenía que hacer en el maletero?
¿Por qué Jonas no se acordaba de eso?
La cinta se terminó a las once y media. Después no había grabado la segunda vuelta. A lo mejor lo remediaba en otra ocasión, por el momento le bastaba con una vuelta. Ya la vería en otra ocasión más propicia.
Vagó por la vivienda con el vaso en la mano. Recordó los anos que había vivido allí. Comprobó que estaba cerrada con llave. Leyó los breves mensajes de Marie en su móvil. Movilizó los hombros tensos y contempló el cuchillo clavado en el muro del dormitorio.
Se lavó los dientes mientras se miraba en el espejo. Al ver sus ojos, se sobresaltó. Mientras el cepillo restregaba con un zumbido la pasta de dientes por su dentadura, se fijó en el suelo. Escupió. Hizo gárgaras.
Regresó al dormitorio. Agarró la empuñadura y tiró con todas sus fuerzas. El cuchillo no se movió ni un milímetro.
Se arrodilló para examinar la alfombra. Al cabo de un rato creyó que debajo del cuchillo el suelo estaba un poco más limpio que en los alrededores.
Sacó la aspiradora del armario del dormitorio, donde guardaba el voluminoso aparato por falta de espacio. Extrajo la bolsa, fue al baño y vació su contenido en la bañera. El polvo que se desprendió le hizo toser. Se tapó la cara con una mano. Con la otra rebuscó en el bloque compacto de pelusas de polvo, trocitos de papel y basura comprimida. No tardó en hallar un polvo blanco.
Procedía del muro.
A lo mejor la clave era el orden.
Se frotó los ojos, esforzándose por retener ese pensamiento. Orden. Modificar lo menos posible. Y allí donde fuera factible, restablecer la situación antigua.
Parpadeó. Había soñado, una pesadilla… ¿Cuál?
Miró a la pared. El cuchillo había desaparecido. Jonas se levantó de improviso. La cámara, el fusil, el ordenador, todo estaba en su sitio. Pero el cuchillo había desaparecido.
Mientras intentaba abrocharse la camisa con dedos temblorosos, su mirada examinaba el suelo. Nada. Corrió al cuarto de estar: ni rastro del cuchillo.
Notaba un terrible dolor de cabeza. Se tomó un paracetamol. Desayunó un bizcocho envasado en plástico. Tenía un sabor artificial. Bebió zumo vitaminado. Recordó su sueño.
Se encontraba en una habitación con muebles diminutos, como si hubieran encogido o hubieran sido construidos para enanos. Frente a él, en un sillón, se sentaba un cuerpo sin cabeza. No se movía.
Jonas contempló al descabezado. Lo tomó por muerto. Entonces se movió una mano. Poco después, el brazo. Jonas murmuró algo, pero no se entendían las palabras. El descabezado hizo un ademán despectivo. Jonas reparó en que el lugar entre los hombros donde se había asentado la cabeza era oscuro, con un círculo blanco en el centro.
Volvió a hablar con el descabezado, sin entender o saber lo que decía. El descabezado movía, rígido, el torso, como si quisiera girarse para mirar hacia un lado o hacia atrás. Llevaba vaqueros y una camisa de leñador con los botones superiores desabrochados. Tenía pelos grises encrespados en el pecho. Jonas dijo algo y entonces el descabezado comenzó a balancearse en su asiento. Con movimientos breves y veloces avanzaba y retrocedía, vibraba de un lado a otro. Mucho más deprisa de lo que permitían la habilidad y la fuerza normales.
Jonas apartó el bizcocho, terminó de beber el contenido del vaso y resumió el sueño en su cuaderno de notas con unas parcas frases.
En la caja de herramientas encontró solamente un martillito que a lo sumo le permitiría clavar una escarpia en una pared de contrachapado. Buscó en la caja de debajo del lavabo del cuarto de baño, donde guardaba herramientas cuando le daba demasiada pereza ir abajo. Vacía.
Bajó en ascensor. El trastero del sótano olía a goma. La caja de herramientas con los aparatos de mayor tamaño estaba detrás de las ruedas de invierno del Toyota.
Blandió el macho de fragua a modo de prueba. Podría con él. Abandonó deprisa el sótano y corrió escaleras arriba. Allí abajo oía cada vez más ruidos que le desagradaban y que, como es natural, se imaginaba. Pero no le apetecía exponerse a ellos demasiado tiempo.
Se situó delante de la pared. Meditó unos instantes si no sería preferible dejarlo todo como estaba. Tomando impulso, golpeó con todas sus fuerzas. El martillo alcanzó el lugar exacto en que se había clavado el cuchillo. El muro se desmoronó con un ruido sordo.
Golpeó por segunda vez. El martillazo abrió un tosco agujero en la pared, desprendiendo polvo rojo de ladrillos.
¿Ladrillos en un edificio de hormigón?
Golpeaba la pared una y otra vez. El agujero se agrandó y no tardó en alcanzar las dimensiones del armario de espejo situado encima de la pila del cuarto de baño. Entonces el martillo rebotó en los bordes.
Inspeccionó el agujero con las manos. En efecto, el muro se componía en ese lugar de ladrillos viejos y quebradizos. Los lugares de alrededor, sin embargo, eran mucho más difíciles de romper, pues el martillo golpeaba sobre hormigón.
Notó algo entre dos ladrillos.
Golpeó con cautela hasta sacar el ladrillo contiguo. Un trozo de plástico. Tiró de él. Parecía muy hundido en la pared.
Entretanto en el suelo se amontonaban tantos escombros que Jonas tuvo que recogerlos con el cepillo. Penetró más y más profundamente en el muro. Y como ese algo del que tiraba no le inspiraba confianza se puso guantes de trabajo. Tosía.
Después de haber despejado de un fuerte golpe una zona amplia, volvió a tirar. Y sostuvo el objeto en su mano. Lo llevó a la bañera con la punta de los dedos.
Antes de abrir el grifo, contempló con atención el hallazgo. Quería asegurarse de que la capa gris adherida a la superficie era pura suciedad y no, por ejemplo, potasio o polvo de magnesio, es decir materiales que desprendían gases inflamables al contacto con agua. Tampoco cabía descartar que se tratase incluso de un tipo de explosivo que detonase al entrar en contacto con el agua. No le quedó más remedio que arriesgarse.
Retiró con la ducha el polvo y la suciedad adheridos al objeto. Era efectivamente de plástico. Parecía un impermeable. Se limpió la frente. Utilizó el mismo paño para secar el plástico. Levantó en alto el objeto y lo extendió.
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