Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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No era un impermeable, sino una muñeca hinchable. Aunque, examinada con detenimiento, carecía de las aberturas que la hubieran identificado como un objeto sexual.

Depositó en el suelo, junto al Spider, las dos maletas. Rodeó el vehículo para inspeccionar con cuidado la carrocería. Ahora se explicaba el enorme daño en la parte delantera. Tras ese accidente era un milagro que el coche aún circulase.

Antes de cargar el equipaje, examinó con absoluta meticulosidad el maletero. Dentro sólo estaban el botiquín y la palanqueta. Era inexplicable lo que podía haber hecho allí después de la colisión.

Revisó el kilometraje, comparando las cifras con las que había anotado la víspera en su cuaderno de notas. Coincidían.

En el piso de sus padres constató que tenía muy poco sitio. Su propio armario, donde había guardado su ropa de pequeño, había ido a parar años antes al vertedero. Tenía que dejar las maletas sin vaciar en la antigua habitación infantil hasta encontrar tiempo para conseguir otro armario, que también pretendía colocar al lado. Porque el cuarto de estar estaba ahora igual que en su infancia, y cualquier mueble extraño molestaría.

Recordó vagamente que antes habían guardado algunas cosas en el desván, porque ese edificio no disponía de trasteros en el sótano. La última vez que subió fue en su infancia.

Sacó de la vivienda el manojo de llaves que había dejado la familia Kästner, así como la linterna. También se llevó el fusil. No había ascensor. Cuando llegó al quinto piso apenas jadeaba. Al menos sus condiciones físicas no habían mermado. Todavía.

La pesada puerta crujió. Una fría corriente de aire salió a su encuentro. El interruptor de la luz estaba tan cubierto de polvo y telarañas, que Jonas sospechó que era el primero que subía al desván en muchos años. Echó un vistazo al resplandor de la bombilla que colgaba desnuda de una viga del techo.

No había compartimentos. A tres metros de altura había números pergeñados con pintura blanca en los travesaños del entramado del tejado, que adscribían el espacio situado debajo a la correspondiente vivienda. En un rincón se veía un bastidor de bicicleta sin ruedas y sin cadena. Unos metros más allá yacía un montón de sacos de yeso. En otra esquina se apoyaban listones rotos. También descubrió un televisor sin pantalla.

En el espacio situado bajo el número del piso de sus padres había un pesado arcón. Jonas supo en el acto que no había pertenecido a los Kästner, sino a su padre. Nada lo demostraba, no colgaba de él ningún letrero con el nombre, y él no lo reconoció. Pero lo sabía. Tenía la certeza de que había pertenecido a su padre.

Al intentar abrirlo, comprobó que no tenía cerradura ni asa alguna.

Buscó por todas partes. Se ensució las manos. Se las limpió golpeándose en las perneras del pantalón y torció el gesto. Después hizo un ademán desdeñoso.

Volvió abajo. En cualquier caso en el desván había espacio de sobra para las cajas. Pero antes de transportarlas arriba decidió examinar su contenido, así que de momento las almacenó en una de las viviendas vecinas.

Se le ocurrió dejarlas allí mismo. Estaba más limpio y no tenía que caminar mucho si necesitaba algo. Pero se atuvo a lo que se había propuesto. Poner orden hasta donde le fuera posible y preservar. Esas cajas no pertenecían a esa vivienda porque no encajaban en ella, pero sí en el espacio del desván reservado para la vivienda de sus padres.

Había vuelto a levantarse viento. En el mercado Karmelitermarkt se arrastraban susurrando por la plaza docenas de bolsas de plástico y de papel que debían haberse caído de uno de los puestos de verdura. A Jonas se le metió una mota de polvo en el ojo, que le empezó a llorar.

Tras prepararse un rápido refrigerio en un restaurante que parecía acogedor, volvió a recorrer las calles. El barrio había cambiado mucho desde su juventud. La mayoría de los locales y comercios le resultaban desconocidos. Sacó del bolsillo una de las notas escritas de su puño y letra. Azul , leyó en ella. No le servía de ayuda. Miró en torno. Por ninguna parte se distinguía nada azul.

El viento era tan fuerte que casi lo arrastraba. Jonas recorría una y otra vez unos cuantos metros en una carrera forzada. Miró a su alrededor. Realmente se trataba sólo del viento. Siguió andando. Se volvió de repente.

La calle estaba vacía. Ningún movimiento sospechoso, ningún ruido. Sólo el roce del papel y de la basura ligera que el viento arrastraba por la calle.

En Nestroygasse consultó el reloj: ni siquiera eran las seis. Tenía tiempo de sobra.

La vivienda no estaba cerrada con llave. Jonas gritó. Esperó unos segundos, al cabo de los cuales se atrevió a entrar.

Detrás de la puerta, a su izquierda, zumbaba algo. Jonas levantó el fusil, apuntó y propinó una patada al picaporte. La puerta se abrió de golpe. Disparó, cargó y disparó de nuevo. Esperó unos segundos, luego irrumpió en la habitación con un alarido.

No había nadie.

Estaba en el cuarto de baño acribillado, y lo que había oído era el termo de gas del agua caliente. Su mirada se posó sobre su imagen reflejada en el espejo de la pila. Apartó rápidamente la vista.

Caminó por el suelo crujiente de la vivienda. Del baño retrocedió a la entrada. De la entrada a la cocina. Vuelta a la entrada, desde allí al cuarto de estar. Como la mayoría de las edificaciones antiguas, la vivienda era sombría, de modo que encendió la luz.

Las cortinas del dormitorio estaban corridas. Apretó el interruptor de la luz e inmediatamente divisó el cuadro de la pared. Un chico de unos diez años con rostro inexpresivo. Ingo. Durante un momento, Jonas creyó que el chico sonreía. Algo más le irritaba, pero no sabía qué.

– ¿Hay alguien aquí? -se le quebró la voz.

En el cuarto de estar había álbumes de fotos en un estante. Cogió uno y lo hojeó sin separarse del fusil.

Fotos de la década de los setenta. La misma mala calidad cromática que había encontrado en las de Rüdigergasse. Los mismos peinados, los mismos pantalones, los mismos cuellos de camisa, los mismos coches pequeños…

Fuera oscureció de repente. Corrió hacia la ventana, el fusil se cayó con estrépito a su espalda. Pero sólo era una nube de tormenta que había tapado el sol.

Tuvo que sentarse. Contempló foto tras foto de los álbumes con aire distraído. Sentía ganas de llorar. Poco a poco los latidos de su corazón fueron apaciguándose.

En una de las fotos se reconoció a sí mismo.

Pasó las hojas. Fotos suyas y de Ingo. Y también en la página siguiente. No acertaba a recordar una amistad tan estrecha. Él sólo había estado allí una vez de visita. No lograba explicar cuándo se habían tomado esas fotografías. El fondo de la imagen no proporcionaba la menor información.

De uno de los álbumes cayó en su regazo una página de periódico arrancada, manchada, amarilleada por el tiempo y doblada por la mitad, dedicada en su mayor parte a las esquelas.

Nuestro Ingo. A los diez años. Un trágico accidente. Con profunda aflicción.

Afectado, apartó a un lado los álbumes. La imagen le vino de nuevo a la mente. Fue al dormitorio. Esta vez reparó en lo que antes había pasado por alto: el marco de la foto era negro.

Otra cosa le perturbó casi tanto como la noticia: no haberse enterado de la muerte del compañero de juegos hasta veinticinco años después. Ellos sólo se habían relacionado en Primaria. Para Jonas, Ingo había estado con vida durante todos esos años y se había preguntado a veces qué habría sido del chico rubio del vecindario. Por lo visto se había hablado poco de la desgracia. Sus padres y los de Ingo no podían haberse conocido, pues de lo contrario lo habrían comentado.

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