Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Avanzó más deprisa de lo esperado. A las doce y media culminó los preparativos junto al edificio Rossauer Kaserne; a la una menos cuarto volvió a cruzar el canal del Danubio y poco antes de la una y media estaba delante de su casa. Le quedaba más de una hora. Tenía hambre. Reflexionó. Su ganso no estaría listo hasta última hora de la tarde.

En la cantina de la piscina cubierta Brigittenauer olía a grasa rancia y a humo frío. Buscó en la cocina una ventana a la calle, para ventilar, pero en vano. Introdujo dos envases de conservas en el microondas.

Mientras comía hojeó el Kronen Zeitung del 3 de julio. En él crujían migas de pan y algunas páginas estaban manchadas de salsa. El crucigrama estaba a medio hacer, en el pasatiempo «Descubra los errores» los cinco errores estaban tachados. Por lo demás esa edición no se diferenciaba en nada de las que había tenido entre las manos en otros lugares. En la sección internacional, un informe sobre el Papa. En nacional, especulaciones sobre una inminente reorganización del gobierno. El deporte se dedicaba al campeonato de fútbol. En las páginas de televisión aparecía un presentador muy popular. Había estudiado docenas de veces todos esos artículos sin encontrar la menor alusión a acontecimientos especiales.

Cuando leyó el artículo sobre el Papa le vino a la mente una profecía mencionada desde finales de los años setenta en distintas revistas y emisiones, a veces en serio, otras con ironía: el Papa actual sería el penúltimo. Ese vaticinio le había atemorizado desde pequeño. Había intentado desentrañar su significado. ¿Se acabaría el mundo? ¿Estallaría una guerra nuclear? Más tarde, de adulto, había especulado con que quizá se acometiese una reforma a fondo de la Iglesia católica, que renunciaría a la cabeza elegida… si el oráculo era cierto, tenía que acordarse.

No había sido cierto.

Porque Jonas estaba seguro de que la plaza de San Pedro en Roma tenía el mismo aspecto que la Heldenplatz de Viena o la Bahnhofsplatz de Salzburgo o la Hauptplatz de Domzale.

Apartó el plato vacío y apuró el agua. Contempló la pileta por la ventana que daba a la piscina. Un chapoteo regular llegó, amortiguado, a sus oídos. La última vez que estuvo allí fue con Marie. Justo enfrente. Allí habían nadado juntos.

Tras limpiarse la boca con la servilleta, escribió en la pizarra del menú: Jonas, 31 de julio .

A las 14:55 detuvo el Spider en mitad del cruce de Brigittenauer Lände con Stifterstrasse. Quería entrar en la imagen conduciendo. Para no ser filmado al arrancar había programado la cámara en ese cruce para las 15:02 horas. Dos minutos le bastaban.

Caminó despacio alrededor del coche con las manos en los bolsillos, golpeó las ruedas con la punta de los zapatos, se apoyó en el capó. El viento soplaba con fuerza. Por encima de él una contraventana chocó contra una pared. Alzó la vista hacia el cielo. Habían vuelto a levantarse nubes, pero estaban lo bastante lejanas como para confiar en que le diera tiempo a retirar las cámaras. Con tal de que no las volcase el viento…

14:57 horas. Marcó su teléfono fijo.

Saltó el contestador automático.

14:58 horas. Marcó el móvil de Marie.

Nada.

14:59 horas. Marcó un número imaginario de veinte cifras.

No hay conexión .

15:00 horas. Pisó a fondo el acelerador.

Entre Döblinger Steg y el puente Heiligenstädter Brücke alcanzó más de 120 kilómetros por hora. Tuvo que frenar bruscamente para tomar la curva del puente. Con un chirrido de los neumáticos bajó hacia Heiligenstädter Lände. Aceleraba, cambiaba de marcha, aceleraba, cambiaba, aceleraba, cambiaba. A pesar de que tenía que concentrarse en la calle, durante un instante captó la cámara encima del paso elevado peatonal bajo el que pasó lanzado un segundo después.

A la altura del puente Friedensbrücke la aguja del tacómetro marcaba 170, poco antes del edificio Rossauer Kaserne, 200. Los edificios al borde de la calle eran apenas sombras. Aparecían, estaban allí, pero no era consciente de ellos hasta haberlos dejado atrás.

En Schottenring tuvo que aminorar la velocidad para no salirse volando en la curva al canal del Danubio. Viajó a 140 hacia Schwedenplatz, frenó en el último momento y condujo el coche por encima del puente. Su corazón bombeaba la sangre tan salvajemente por el cuerpo, que comenzó a atormentarle un dolor punzante detrás de la frente. Su estómago se contrajo, le temblaban los brazos. Tenía la cara empapada de sudor y jadeaba.

Más curvas, de manera que reduce la velocidad, le aconsejaba la parte sensata de su subconsciente.

Cambió a una marcha más alta y pisó el acelerador.

Estuvo a punto de perder el control del coche en dos ocasiones. Tenía la sensación de que todo transcurría a cámara lenta. Y no sentía nada. Momentos después, cuando recuperó el control del vehículo, pareció que algo se desgarraba dentro de él. Desesperado, pisaba aún más el acelerador. Era plenamente consciente de que había cruzado un límite, pero se sentía impotente. Era un simple espectador, muerto de curiosidad por enterarse de sus próximos pasos.

Se había ocupado con detalle del lugar en el que se separaban Lände y Obere Donaustrasse. Para no arriesgarse a sufrir un accidente debido al tráfico de la plaza Gaussplatz, no podía circular a más de 100 en el cruce anterior. Cuando pasó el semáforo echó un vistazo al tacómetro: 120.

Durante un segundo pisó el acelerador a fondo. Después apoyó el pie con todas sus fuerzas contra el pedal del freno. Según el curso de conducción que había realizado en el ejército, ahora tenía que «bombear», es decir levantar el pie y volver a pisar con fuerza el pedal, y repetir esta maniobra con la mayor frecuencia posible. La fuerza centrífuga y una contracción muscular le impidieron doblar la pierna. Rozó un coche aparcado. El Spider se balanceó. Jonas dio un volantazo, sintió un fuerte golpe y oyó un estruendo. El coche derrapó.

Jonas se limpió la cara.

Miró a izquierda y derecha.

Tosió y tiró del freno de mano. Se soltó el cinturón de seguridad. Apretó el botón del cierre de puertas. Intentó apearse, pero la puerta estaba cerrada.

Inclinándose hacia delante comprobó que estaba encima de las vías del tranvía. El reloj del salpicadero marcaba las tres y doce.

Sus dedos temblaban cuando rascó del pantalón una mancha de salsa seca. Se puso el cinturón de seguridad y se adentró en Klosterneuburger Strasse.

Cuando pasó por la piscina cubierta Brigittenauer, decidió repetir el trayecto. Aceleró, pero no consiguió alcanzar la velocidad con la que había pasado por primera vez por los respectivos lugares. La culpa no fue del coche. Su agresividad había desaparecido, se sentía mareado. Ir lanzado no le complacía, 100 era suficiente, pensó.

Después de haber dado una segunda vuelta a velocidad más moderada por el canal del Danubio entre Heiligenstadt y el centro, comenzó a recoger las cámaras numeradas, para no hacerse después un lío con las cintas. Al bajar en Brigittenauer Lände, donde deseaba recoger las dos cámaras de la vivienda del balcón, tropezó. Sólo un contenedor de basura en el que se apoyó en el último momento impidió una caída.

Rodeó el coche. Tenía rota la luz trasera derecha y la aleta izquierda abollada. Los peores daños los había sufrido delante. Parte del capó estaba arrancada y los faros destrozados.

Se arrastró hasta la puerta del edificio con las piernas temblorosas. Tomó el ascensor. Renunció a inspeccionar las cámaras. Apretó la tecla de stop y desconectó el aparato.

Cuando levantó de la fuente el ganso que goteaba y lo colocó sobre la tabla de cortar, cayó en la cuenta de que en el accidente no había saltado el airbag. No estaba seguro de recordar correctamente todos los detalles, pero el estado del coche era muy ilustrativo. Con toda seguridad había chocado y el choque hubiera debido activar el airbag.

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