Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Amanecía.

Algo había cambiado con respecto a minutos antes. Algo relacionado con él. Reparó en que le castañeteaban los dientes.

Poco después de Melk an der Donau, cuando el paisaje se abría ante él, se aproximó a un edificio que creyó que ya había visitado una vez. Desde lejos parecía necesitar una reforma. Faltaba el enfoscado. También eso le resultaba conocido. En esa casa había gato encerrado.

Un edificio grande con un amplio aparcamiento delantero ocupado por un solo coche. Un Mercedes de los años setenta color cáscara de huevo.

Jonas ladeó la motocicleta sobre su soporte. Atisbo por el cristal de la ventanilla. Sobre el asiento del copiloto tapizado en piel se veía una caja de bombones de frambuesa y una lata de cerveza. Del retrovisor colgaba un árbol perfumado. El cenicero estaba abierto, pero sólo contenía monedas.

Emprendió la búsqueda de la entrada de la casa. Al caminar sentía tan fuertes punzadas en sus tendones que parecía un pato. Se detuvo, frotándose la rodilla. Con ese gesto activó también la circulación de la sangre de sus dedos entumecidos. La niebla matutina flotaba sobre los campos de detrás de la casa. El viento rumoreaba en una lona que cubría un montón de leña.

Encima de la entrada destacaba un letrero: Merendero Landler-Pröll . El nombre le resultaba desconocido.

Se quitó el fusil de la espalda y dejó la mochila en el suelo. Allí había algo que no encajaba. Sabía con certeza que no había parado hasta Steyr y tenía asimismo la certidumbre de que no había vuelto a pasar por allí. Así que ¿de qué conocía ese merendero? ¿Sería una figuración suya?

Además le asombraba que se entrara por el lado opuesto a la carretera. Tampoco ningún cartel junto a la carretera avisaba de la existencia del local.

La puerta no estaba cerrada. En la entrada se veían diseminados sin orden ni concierto zapatillas y zapatos de calle con costras de barro. A la izquierda, por una puerta de vidrio opalino, captó los perfiles de una barra. A la derecha, una escalera parecía conducir a estancias particulares.

– ¿Hay alguien aquí?

La puerta del mesón crujió. Jonas pateó el suelo y carraspeó, pero permaneció en el sitio. No se oía nada. De vez en cuando el viento batía contra las ventanas.

Encendió la luz. Las bombillas, que colgaban desnudas del techo, deslumbraban. Apagó de nuevo. Entretanto el sol de la mañana sumergía la estancia en una penumbra irreal, aunque suficiente para orientarse.

El local estaba ordenado. Sobre los manteles de cuadros se veían ceniceros de bronce. Todas las mesas estaban adornadas con siemprevivas. Sobre los bancos había cojines de adorno con bordados. Un reloj de pared indicaba una hora errónea. El periódico superior del montón situado junto a la cafetera era del 3 de julio.

Conocía ese lugar. O al menos uno parecido.

Abandonó su plan de copiar exactamente el viaje de entonces y no detenerse hasta Steyr. Puso en marcha la cafetera exprés. En la nevera encontró huevos y tocino. Calentó una sartén.

Acompañó la comida con zumo de fruta y café y conectó la vieja radio colocada encima de la barra: ruidos. La apagó. Con un trapo borró la pizarra del menú y tomando un trozo de tiza escribió: Jonas, 25 de julio .

Subió con paso ruidoso por la escalera de madera, que como era de esperar lo condujo a una vivienda particular. Vio chaquetas en un perchero, zapatos, botellas de vino vacías.

– ¡Eeeeeh! -gritó con voz ronca-. ¡Eeeeeh!

Una cocina angosta. El tictac de un reloj de pared. Olía a rancio. El suelo estaba pegajoso bajo sus pies, con lo que cada paso producía un sonido similar al de los chasquidos de la lengua al comer.

Fue al cuarto contiguo. Un dormitorio. Con una sola cama. Revuelta. En el suelo, un calzoncillo tirado.

Otra habitación, al parecer se usaba como trastero. Contenía, en un enloquecido revoltijo, escaleras, cajas de cervezas, botes de pintura de paredes, pinceles, sacos de cemento, un aspirador, periódicos viejos, papel higiénico, guantes de trabajo manchados de aceite, un jergón agujereado… Al cabo de un rato se dio cuenta de que el suelo no estaba embaldosado, sino encementado.

En la ventana reposaba una taza de café medio llena. Olió: agua, quizá también aguardiente cuyo alcohol se hubiera evaporado.

El cuarto de estar, también sin ordenar. El aire estaba húmedo. La temperatura era varios grados más baja que la de los demás cuartos. Miró a su alrededor en busca de una explicación. Los cuadros de la pared mostraban bodegones y paisajes. Había una cornamenta de ciervo colgada encima de la televisión. En ese momento se dio cuenta de que todos los muebles eran rojos: un sofá rojo, un armario forrado de terciopelo rojo, una alfombra de color carmín. Hasta la vieja mesa de madera tenía tapete rojo, amén de patas rojas.

Jonas ascendió por la escalera que conducía al desván. Crujía. Llegó a una puerta de metal ligero abollada. No estaba cerrada.

Un aire frío y claro lo envolvió. Primero pensó que las ventanas estaban abiertas, pero después vio los cristales rotos.

En el centro de la estancia, una silla de madera con el respaldo roto. Por encima, colgada de una viga, se bamboleaba una soga con un lazo.

Tras haber conseguido en el pueblo de Attersee una pequeña tienda de campaña y una colchoneta, llegó al lago Mondsee. Dos rodeos lo llevaron por caminos vecinales, pero al final descubrió el lugar en el que había acampado por entonces. Distaba treinta metros de la orilla del lago Mondsee, antaño rodeado de matorral, ahora por una pradera que conformaba la zona de baño pública. Jonas dejó el equipaje en el suelo e investigó la zona con la motocicleta.

Había hecho su entrada la modernidad. La zona de baño se componía de una pradera orlada de árboles del tamaño de un campo de fútbol. Además de casetas para cambiarse y retretes, el lugar disponía de duchas al aire libre, un parque de juegos infantiles, un alquiler de botes y un kiosco. Al otro lado del aparcamiento se veía la terraza de un mesón.

Montó la tienda. Las instrucciones de manejo eran incomprensibles. Muy cansado, trastabilló por el prado con lonas y barras. Al final la obra concluyó bien, y arrojó la colchoneta dentro de la tienda. Colocó el resto del equipaje junto a la entrada y se dejó caer en la hierba.

No llevaba reloj. El sol estaba alto, debía ser después de mediodía. Se quitó la camiseta, los zapatos y los calcetines y contempló el lago.

El paraje era hermoso: los árboles, cuyo follaje rumoreaba suavemente al viento, la pradera de un verde intenso, los arbustos de la orilla, el lago, en cuya superficie refulgían rayos de sol, las montañas que se alzaban en lontananza hacia un cielo azul oscuro… A pesar de todo tuvo que convencerse de que estaba disfrutando de una panorámica encantadora. Seguramente padecía falta de sueño.

Se acordó de una idea a la que antes daba vueltas a menudo, con la que jugaba y a la que se entregaba en las formas más diversas, sobre todo en lugares idílicos como éste. Pensaba que cualquier personaje histórico, Goethe por ejemplo, ya no era testigo del día que Jonas estaba viviendo. Porque había desaparecido.

También antes habían existido días como ése. Goethe paseaba por los prados, veía el sol, contemplaba las montañas y se bañaba en el lago, y no existía un Jonas, pero para Goethe todo aquello era el presente. Tal vez pensase en los que vendrían tras él. Seguramente se imaginaba qué es lo que cambiaría. Goethe había vivido un día como éste sin que existiese un Jonas. A pesar de todo ese día había existido, con Jonas o sin él. Y ahora transcurría el día con Jonas, pero sin Goethe. Goethe estaba ausente. O mejor dicho: no estaba allí. Al igual que Jonas no había estado en el día de Goethe, ahora Jonas veía lo que Goethe había visto, el paisaje y el sol, y para el lago y el aire carecía de importancia que Goethe estuviera allí o no. El paisaje era el mismo. El día era el mismo. Y seguiría siéndolo dentro de cien años. Pero ya sin Jonas.

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