Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Su madre no había comprendido esa asociación de ideas.

El agua estaba tibia. El elefante, deshecho.

Jonas se puso el albornoz sin aclararse. En la nevera encontró tres plátanos con la cáscara de color pardo oscuro. Los peló, los aplastó en una fuente, añadió una pizca de azúcar moreno, y se los comió sentado ante el televisor.

El durmiente pasó delante de la cámara, se acostó y se tapó.

El durmiente roncaba.

Jonas recordó con cuánta frecuencia le había reprochado Marie sus ronquidos. Roncaba toda la noche, impidiéndole conciliar el sueño. Él lo había negado. Todo el mundo negaba que roncase. A pesar de que nadie era consciente de lo que hacía mientras dormía.

El durmiente se dio la vuelta. Sin dejar de roncar.

Jonas oteó el exterior a través de las persianas. La ventana del piso que había visitado semanas antes estaba iluminada. Dio un trago de zumo de naranja, hizo un brindis a la ventana. Se frotó la cara.

El durmiente se incorporó. Sin abrir los ojos, agarró la manta y la lanzó a la cámara. La pantalla se oscureció.

Jonas rebobinó y apretó la tecla de reproducción.

La cinta llevaba pasando una hora y cincuenta y un minutos cuando el durmiente asomó de debajo de la manta. Mantenía los ojos cerrados y la expresión relajada. No obstante, Jonas no podía desembarazarse de la sensación de que el durmiente sabía perfectamente lo que hacía. De que era consciente de sus actos en cada segundo, y que Jonas estaba viendo algo, aunque no lo esencial. Seguía un acontecer que no entendía, pero en el que subyacía una respuesta.

El durmiente se incorporó por tercera, cuarta, quinta vez, agarró la manta, plantó el pie derecho en el suelo y tiró.

Jonas fue a la habitación contigua. Contempló la cama. Se acostó en ella. Se levantó, agarró la manta, la arrojó.

No sintió nada. Tuvo la impresión de que lo hacía por primera vez. No percibió nada extraño. Una manta. La arrojaba. Pero ¿por qué?

Se acercó a la pared y contempló el lugar que había empujado el durmiente. Lo golpeó con los nudillos. Un ruido sordo. No había ningún espacio hueco.

Se apoyó en la pared. Con las manos hundidas en las mangas de tejido de rizo del albornoz, los brazos cruzados delante del pecho, reflexionó.

El comportamiento del durmiente era raro. ¿Había algo más oculto detrás? ¿No había padecido frecuentes episodios de sonambulismo en la infancia? ¿No era comprensible que en esa situación extraordinaria volviera a empezar con eso? A lo mejor anteriormente había emprendido excursiones extrañas mientras dormía, sin que Marie se diera cuenta.

Alguien gritó en el cuarto de estar.

Lo que le estremeció no fue el pánico, sino la incredulidad, el asombro. Una sensación de impotencia ante una ley física de nuevo cuño que no comprendía y ante la que se sentía indefenso.

Resonó otro grito.

Se dirigió hacia allí.

Al principio no comprendía de dónde procedían los gritos.

Brotaban del televisor. La pantalla estaba oscura.

Los gritos eran agudos, revelaban miedo y dolor, como si torturasen a alguien con agujas, sometiendo su cuerpo a un breve tormento y después lo tratasen bien de nuevo durante unos segundos.

El siguiente grito, alto y estridente, no traslucía broma sino espanto.

Avanzó. Gritos. Siguió pasando la cinta. Más gritos. Avanzó hasta el final. Estertores, gemidos, de vez en cuando un grito.

Rebobinó la cinta hasta el lugar en que el durmiente se levantaba y arrojaba la manta a la cámara. Escudriñó su rostro, intentando descubrir en él algún indicio de lo que se avecinaba. No captó nada. El durmiente lanzó la manta, la cámara se cayó y la pantalla se oscureció.

Se oscureció, no se ennegreció, según se percató en ese instante. La cinta había seguido funcionando, pero cegada. Jonas había visto cómo se oscurecía la pantalla y automáticamente había descartado la posibilidad de que la cinta siguiera grabando.

Los primeros gritos resonaban diez minutos después de la caída de la cámara. Antes no se oía el menor ruido: ni pasos, ni golpes, ni voces extrañas.

A los diez minutos, el primero. Como si un hierro aguzado se hundiese en la carne de la víctima. Era un grito repentino que revelaba que estaba motivado por el espanto más que por el dolor.

Corrió al dormitorio y se despojó del albornoz. Giró ante el espejo de pared, hizo contorsiones, levantó los pies para revisar las plantas. Sus articulaciones crujían. No percibió heridas, ni cortes, ni suturas, ni quemaduras. Ni siquiera un simple cardenal.

Se acercó mucho al espejo y sacó la lengua. No estaba sucia ni se descubría lesión alguna. Se bajó los párpados inferiores: tenía los ojos enrojecidos.

Se permitió unos minutos en el sofá con los bailes mudos de la Love Parade de Berlín. Comió helado. Se sirvió whisky. No mucho. Debía permanecer sobrio. Y lúcido.

Preparó la cámara para la noche. Con la excitación había olvidado la forma de activar el temporizador. Estaba demasiado cansado para releer las instrucciones esa noche. Se conformó con la grabación normal de tres horas.

Apretó el picaporte de la puerta de la vivienda. Cerrada.

11

La cámara estaba en su sitio.

Miró a su alrededor. Nada parecía haber cambiado.

Echó la manta hacia atrás. Estaba incólume.

Corrió al espejo. También su rostro parecía intacto.

Ya conocía bien el mercado de materiales de construcción de la calle Adalbert Stifter. Condujo el Spider dentro de la nave hasta que el pasillo se tornó demasiado estrecho. Emprendió la búsqueda a pie. No tardó en encontrar linterna y guantes. El carro portamuebles requirió más tiempo. Recorrió con paso enérgico la nave silenciosa. Media hora después se le ocurrió la idea de intentarlo en el almacén trasero y no en la zona de venta. Había docenas de carritos. Cargó uno en el maletero.

Recorrió de cabo a rabo el distrito 20, guió el coche por las calles estrechas del barrio de Karmeliten en el distrito 2. Luego pasó al 3, dio media vuelta en la carretera y registró de nuevo el distrito 2. Intuía que era allí donde antes hallaría lo que buscaba.

Casi nunca tenía que apearse para comprobar que el vehículo aparcado al borde de la calle no le servía. No le valía para nada una Vespa, tampoco una motocicleta de pequeña cilindrada, ni siquiera una Honda Goldwing. Jonas quería una Puch DS de los años sesenta, de 50 centímetros cúbicos y 40 km/h de velocidad máxima.

Descubrió una en la calle Nestroygasse, pero sin la llave puesta. Vio otra en Franz-Hochedlinger-Gasse. También sin llave. En Lilienbrunngasse había otro aficionado a las motocicletas antiguas. Sin llave.

Pasó por delante de la casa de Hollandstrasse. Inspeccionó el piso: todo igual. Examinó el patio trasero por la ventana del dormitorio. Parecía un vertedero.

Recordó el sueño de la noche anterior.

Se componía de una sola imagen. Un esqueleto atado yacía de espaldas en el suelo, los dos pies metidos en una vieja bota de cuero de tamaño descomunal. El esqueleto era arrastrado despacio por un prado de un lazo sujeto a la silla de un caballo cuya cabeza no se distinguía. Del jinete únicamente se veían las piernas.

Vio con nitidez el esqueleto, en cuyo torso se enrollaba una gruesa cuerda de la que tiraba el caballo. Los pies metidos en la bota. El esqueleto se movía despacio por la hierba.

Condujo por Obere Augartengasse, donde volvió a ver una. Justo lo que buscaba. Una DS 50, con la llave puesta. De color azul claro, como la que había conducido antaño. Calculó su año de fabricación: 1968 o 1969.

Giró la llave de la gasolina, se subió al sillín y pisó el pedal de arranque. Primero dio poco gas, luego mucho. Al tercer intento el motor petardeó, con mucho más estruendo del esperado. Recorrió vacilante los primeros metros, pero cuando pasó por la puerta de entrada del parque Augarten ya controlaba la motocicleta.

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