Pocos meses después de aquellas vacaciones se tropezó al señor Fuchs en el trayecto al colegio. Le saludó. El señor Fuchs no contestó. De su sonrisa amable no quedaba ni rastro. No había reconocido a Jonas.
Cuando introdujo la cinta de vídeo se le contrajo el estómago.
El durmiente pasó por delante de la cámara, se acostó en la cama y se durmió.
¿Desde cuándo se quedaba dormido con tanta facilidad? Antes solía pasarse una hora con los ojos abiertos en medio de la oscuridad. Daba tantas vueltas que sobresaltaba a Marie, tras lo cual también ella tomaba leche caliente, o se lavaba los pies, o contaba ovejas. Y ahora él se acostaba y se quedaba traspuesto como si lo hubieran narcotizado.
El durmiente se cambió de lado. Jonas se sirvió un zumo de pomelo. Contempló absorto la fecha de caducidad. Sirvió pistachos en una fuente que colocó sobre la mesa del tresillo y tomó las instrucciones de uso de la cámara del estante inferior.
No era complicado. Girar un conmutador hasta la posición A, apretar una tecla, después introducir la hora deseada del comienzo de la grabación. Para no tener que volver a consultarlo, resumió al dorso el proceso.
– Vaya, parece que nos espera una noche agitada -dijo en dirección a la pantalla cuando el durmiente se dio la vuelta por tercera vez.
Tomó un sorbo y se reclinó en el asiento. Al colocar las piernas encima de la mesa, volcó la fuente de pistachos. En un primer momento quiso recogerlos, pero después esbozó un gesto de desdén. Se frotó el hombro, dolorido de cargar con el fusil.
El durmiente se incorporó, tapándose la cara con las manos. De espaldas a la cámara, alzó los brazos. Los índices estirados señalaban sus sienes.
Se quedó quieto en esa postura.
Hasta que terminó la cinta.
Jonas tenía que ir al baño, pero creía estar soldado al sofá. Ni siquiera alcanzaba su vaso. Rebobinó con el mando a distancia en la mano como un peso pesado. Se fijó por segunda vez en el cogote del durmiente. Y por tercera.
Le invadió el deseo de arrojar todas las cámaras por la ventana. Sólo se lo impidió el reconocimiento de que eso no cambiaría nada, y encima le privaría de cualquier posibilidad de comprender la situación.
En alguna parte existía una respuesta, tenía que haberla. El mundo exterior era grande. Él sólo era él. Quizá no consiguiese encontrar fuera la respuesta. Sin embargo, tenía que buscar la que competía a su persona, la que llevaba en su interior. Sin prisa, pero sin pausa.
Poco a poco recuperó el control de sus miembros.
Fue al dormitorio sin pasar por el cuarto de baño y preparó una nueva cinta. Puso el despertador. Eran las nueve. Esa noche no necesitaba ningún temporizador.
Apretó la tecla de grabación. Fue al baño, se lavó los dientes y se duchó. Pasó desnudo ante la cámara, que producía un zumbido sordo. Se envolvió en la manta. No se había secado a fondo. La sábana se humedeció debajo de él.
El zumbido monótono de la cámara llegaba hasta sus oídos. Tenía sueño, pero sus pensamientos corrían desbocados.
Se oyó el sonido lejano del despertador, un ruido lacerante que irrumpió lentamente en su conciencia. Tanteó a derecha e izquierda. Tocó el vacío. Abrió los ojos.
Yacía en la cocina comedor, sobre el suelo desnudo.
Tenía frío. Estaba sin manta. Una mirada al indicador del microondas le reveló que eran las tres de la mañana. Había puesto el despertador a esa hora. Sus persistentes pitidos resonaban por toda la vivienda.
Se encaminó al dormitorio. Sobre la cama yacía su manta, echada hacia atrás, como si acabase de ir al baño. La cámara estaba allí. Sobre el suelo, ropa usada. Golpeó el despertador, que enmudeció al fin.
Se miró en el espejo de pared, desnudo. Durante unos instantes creyó que había menguado.
Se volvió, apoyándose en la pared. Entornó los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Lo último que recordaba eran imágenes y pensamientos poco antes de quedarse dormido. No acertaba a explicarse cómo había ido a parar al cuarto de estar.
Cuando abandonó la ciudad en dirección oeste sobre la petardeante DS, recordó la noche de dieciocho años antes en la que había iniciado el mismo viaje. Estaba igual de oscuro, hacía idéntico frío. Sin embargo, por entonces se cruzaba con regularidad con dos luces paralelas que pasaban, disparadas, a su lado. Esa mañana viajaba por carreteras solitarias. Sólo llevaba una mochila a la espalda, no había cogido el fusil. Y un casco protegía su cabeza.
Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero, lamentando no haberse puesto una bufanda. Todavía recordaba el tremendo frío que había pasado durante todo el trayecto de aquel primer viaje, y no le apetecía culminar las similitudes.
La luna era gigantesca.
Nunca la había visto tan grande. Una esfera completa en el cielo, inmaculada, brillante, de una cercanía casi ominosa. Como si se hubiera aproximado más a la Tierra.
Ya no volvió a mirar arriba.
La motocicleta ronroneaba por la carretera a velocidad uniforme. Su vehículo de entonces casi se quedaba parado en las cuestas. Éste dominaba cualquier elevación sin perder velocidad. Había pillado un modelo tan trucado por su anterior propietario, que en un control policial lo habrían retirado en el acto de la circulación.
Se inclinaba en las curvas. La DS subía la montaña a una velocidad impresionante. Los ojos le lloraban tanto, que tuvo que ponerse sus viejas gafas de esquí.
En los descensos prolongados, desembragaba, apagaba el motor y rodaba en silencio a través de la noche. Se quitó de la cabeza las dos gorras que llevaba superpuestas para protegerse del frío. Sólo oía el silbido del viento alrededor de sus oídos. Como el faro sólo alumbraba cuando estaba encendido el motor, la carretera ante él permanecía a oscuras. No desistió de esas locuras hasta que estuvo a punto de comerse una curva y salirse al arcén.
En St. Pölten tenía los dedos tan helados que le costó unos cuantos intentos abrir la tapa del depósito. Le apetecía descansar en un lugar caliente, con una taza de café. Bebió una botella de agua mineral en la tienda de la gasolinera. Cogió chicles y una chocolatina. En el expositor de la prensa estaban colgados los diarios del 3 de julio. El arcón congelador zumbaba. En la parte trasera de la tienda parpadeaba una luz de neón evidentemente defectuosa. También allí hacía frío.
Yo he viajado por esta carretera, se dijo al montar de nuevo en la motocicleta. El que fue por aquí era yo.
Pensó en el chico que era dieciocho años antes. No se reconoció. Las células corporales se renovaban en su totalidad cada siete años, decían, con lo que cada siete años te convertías físicamente en una persona nueva. Y aunque la evolución intelectual no generaba otra persona, sí la transformaba hasta el punto de que después de tantos años cabía hablar de una persona diferente.
¿Qué era entonces el Yo? Porque el Yo que había sido era todavía él.
Allí estaba de nuevo. En una motocicleta como aquélla, encima del mismo asfalto. Con los mismos árboles y casas alrededor, las mismas señales de tráfico y los mismos letreros de localidades. Sus ojos ya habían presenciado todo eso una vez. Los suyos, aunque en el ínterin se hubieran renovado ya dos veces. El manzano al borde de la carretera ya estaba allí la última vez. Jonas había visto ya aquella manzana. Ahora volvía a pasar junto a uno, justamente ahora. ¡A toda velocidad! Aunque en la oscuridad no lo percibía, el árbol estaba allí y la imagen de la manzana se perfilaba ante sus ojos.
Algunos acontecimientos acaecidos años atrás se le antojaban tan actuales que en modo alguno podían remontarse a diez o quince años antes, tan cercanos y reales le parecían. Como si el tiempo describiera curvas, se retorciera, de forma que momentos que distaban años estaban de repente apenas a un paso de distancia. Como si el tiempo tuviera una constante espacial que se pudiera ver y sentir.
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