Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Era una sensación extraña viajar encima de una DS por los senderos polvorientos del parque. A los dieciséis años llevaba un casco integral y nunca sentía el viento en la cara, al menos tanto. Y nunca el petardeo del motor había roto un silencio semejante.

Recorrió a toda velocidad la larga recta que a la sombra de árboles corpulentos pasaba junto al café del parque. La aguja del tacómetro marcaba 40 kilómetros por hora. La motocicleta iba como mínimo a 65. Su dueño había sido más hábil que Jonas en su día en la tarea de aumentar las prestaciones de la máquina. A él por entonces sólo se le ocurrió quitar las arandelas del tubo de escape, lo que incrementó muy poco la velocidad de la motocicleta y mucho el ruido.

Tras dar una vuelta a la torre de la batería antiaérea, se apartó de los senderos y condujo por las praderas haciendo eses. Evitaba las zonas de setos altos. No le gustaban los setos. Sobre todo cuando estaban cuidados con mimo. Y eso todavía se les notaba. Árbol, arbusto, seto, todos correctamente recortados y podados.

Estoy justo encima de ti, apenas a un par de kilómetros .

Entró en el café. Después de echar un vistazo al pequeño local, se preparó un café y se sentó en la terraza con la taza en la mano.

A pesar de que el parque Augarten no le entusiasmaba, lo había visitado en alguna ocasión con Marie, a la que tenía que acompañar al «Cine bajo las estrellas». Una serie de funciones al aire libre en las que durante las noches de verano proyectaban en una pantalla grande películas en las que él bostezaba a escondidas y se escurría en su silla. Asistía por amor a Marie. Tomaba cerveza, o té, cenaba en el bufé multicultural, sometiéndose a la tortura de los mosquitos. No le habían picado nunca, pero su zumbido lo había sacado de quicio más de una vez.

Allí, en el café, a cien metros de distancia del cine y del bufé, que sólo se montaba durante las semanas de proyecciones, había esperado a Marie. Había contemplado a los gorriones que se posaban con descaro en las mesas para picotear todo lo comestible. Había espantado avispas y dirigido miradas hostiles a los perros ladradores de señoras ancianas. Pero en realidad no había sentido auténtico enfado, porque sabía que Marie apoyaría enseguida su bicicleta en uno de los castaños que crecían delante de la terraza y se sentaría sonriente a su lado para hablarle de los días transcurridos en la playa de Antalya.

Condujo la motocicleta hasta Brigittenauer Lände. Sabía que ningún coche de los alrededores tendría la llave puesta, así que sacó del sótano la bicicleta de Marie. Recorrió el trecho de vuelta al Spider en cinco minutos. No estaba en mala forma. Se dirigió a Hollandstrasse a trabajar, aguijoneado por la sensación de que había perdido el tiempo.

Por la tarde comió en un mesón de Pressgasse famoso por su barra de ciento cincuenta años de antigüedad. Tras borrar las bebidas y precios escritos en la pizarra, anotó con tiza: Jonas, 24 de julio .

Trasladó al sótano el fusil y la linterna. Encendió ésta y a continuación la luz del sótano.

– ¿Hay alguien aquí? -gritó con voz profunda.

El grifo de agua gorgoteaba.

Apuntando con el fusil y apretando la linterna contra el cañón, caminó con torpeza hacia el trastero de su padre. De nuevo llegó a su nariz un intenso olor a gasoil y a material aislante. Podía equivocarse, pero le dio la impresión de que el olor se había intensificado en las veinticuatro horas transcurridas.

¿Por qué estaba abierta la puerta del trastero? ¿Había olvidado cerrarla?

Recordó que la luz se había averiado y que había abandonado el sótano a tientas, sin ocuparse del trastero. Lo de la puerta abierta debía de ser cierto.

Sujetó la linterna a un gancho de la pared situado a la altura de su cabeza, para que iluminase todo el trastero cuando hubieran transcurrido los quince minutos del temporizador. Antes de dejar el fusil en un rincón, echó una ojeada por encima del hombro.

– ¿Hola?

El grifo del agua hizo pling . La luz del sótano oscilaba en la pared. Las motas de polvo y las telarañas de alrededor de la lámpara temblaban, debido a una corriente de aire.

Sacó un montón de fotos de la primera caja. Eran imágenes en blanco y negro, por lo visto de los años cincuenta.

Sus padres en el campo. De excursión. En casa. En fiestas de la empresa. Mamá disfrazada de bruja, papá de jeque. Algunas estaban pegadas entre sí, como si hubieran derramado zumo encima.

Se vio a sí mismo en una foto que extrajo de la segunda caja. Debía de tener cinco o seis años, disfrazado de cowboy. Le habían pintado bigote. A su alrededor otros tres niños sonreían a la cámara. Uno de ellos, sin los incisivos superiores, empuñaba, risueño, una espada. Jonas se acordaba de él. Había ido con Robert al jardín de infancia. En consecuencia esa foto contaba treinta años.

Más fotos de la época del jardín de infancia. En algunas, con su madre, rara vez con su padre. En éstas casi siempre había una cabeza o unas piernas cortadas. A su madre no le gustaba hacer fotos.

Una fotografía de su primer día de colegio, en color, amarilleada por el tiempo: Jonas sostenía entre los brazos una bolsa de golosinas casi del mismo tamaño que él.

La luz del pasillo se apagó.

Jonas se incorporó. Aguzó el oído con la cara medio girada hacia el pasillo. Sacudió la cabeza. Si ahora oía ruidos, los ignoraría. No eran nada, no significaban nada.

Otra foto suya sosteniendo en brazos a un cachorro de tigre con una sonrisa forzada a la cámara: vacaciones junto al mar.

Aún recordaba las vacaciones anuales en las playas del norte de Italia, en el Adriático. Toda la familia tenía que levantarse en plena noche, porque el autocar salía a las tres. Jonas, al mirar el reloj de pared que tenía delante, que marcaba las doce y media, recordaba la sensación de aventura y felicidad con la que había llenado su pequeña mochila de cuadros.

Un amigo de su padre que tenía coche los trasladaba a la estación de autobuses. Las vacaciones junto al mar afectaban a toda la familia y por eso saludaba en el andén a la tía Olga y al tío Richard, a la tía Lena y al tío Reinhard, a quienes reconocía en la oscuridad por la voz. Los cigarrillos brillaban, alguien se sonaba la nariz, crujían los cierres de las latas de cerveza y hombres desconocidos cruzaban apuestas sobre la hora a la que estaría listo el autobús.

El viaje. Las voces de los demás viajeros. Los ronquidos de algunos. Rumor de papel. Poco a poco amanecía, permitiéndole reconocer algunos rostros.

Un descanso en un aparcamiento, en un entorno que no le resultaba familiar, colinas en las que la hierba brillaba por el rocío. Trinos de pájaros. Luz chillona y profundas voces extranjeras en un retrete. El conductor, que se había presentado como el señor Fuchs, bromeaba con él. A Jonas le gustaba el señor Fuchs. Éste los trasladaba a un lugar donde todo olía distinto, el sol brillaba de otro modo, el cielo se mostraba un ápice más denso y el aire era más pegajoso.

Las dos semanas junto al mar eran maravillosas. Jonas amaba las olas, las conchas, la arena, la comida en el hotel y los zumos de frutas. Podía montar en patín acuático y trabar amistad con chicos de otros países. Mientras paseaba por el Corso fue fotografiado con un cachorro de tigre en brazos, igual que el resto de los niños turistas. Le regalaban pistolas de juguete y helicópteros. Viajar con toda la familia era divertido. Nadie estaba de mal humor, ni discutía, y por las noches se hacía tan tarde tomando un Lambrusco que no le obligaban a irse demasiado pronto a la cama. Eran unas vacaciones maravillosas. Y sin embargo su recuerdo preferido eran las escasas horas anteriores a la partida. La llegada era hermosa, las vacaciones también. Pero no tan hermosa como la sensación de que todo estaba a punto de comenzar. De que ahora podía suceder todo.

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