Lo miro, le hablo de los hombres de la prefectura que intentaron entrar. Refunfuña y responde:
– No se preocupe, señora Rose, esta mañana no vendrán a trabajar, hace demasiado frío. Podemos tener la estufa encendida todo el día, nadie se fijará en el humo. Los alrededores están completamente desiertos. Creo que se interrumpirán las obras unos días.
Me acurruco cerca del fuego, se funde el hielo que ha empezado a ceñir todo mi organismo. Gilbert calienta algo en una cazuela grasienta. El olor apetitoso me cosquillea en la nariz y me cruje el estómago. ¿Por qué hará todo esto por mí? Cuando se lo pregunto, delicadamente, se limita a sonreír.
Después de comer, me entrega una carta haciendo una mueca. El cartero deambulaba por el barrio, perplejo, y no sabía qué hacer con el pliego, porque la calle está cerrada y desahuciada. ¿Cómo habrá conseguido hacerse con mi correo? Ni idea. Gilbert es un personaje lleno de misterio y le encanta sorprenderme.
Como temía, es una carta de nuestra hija, que escribió hace más de una semana.
Querida mamá:
Nos preocupa su ausencia. Germaine está convencida de que algo le ha ocurrido y yo rezo para que se equivoque.
Tenía que haber llegado a principios de mes. Todos sus efectos personales están aquí y los muebles más grandes en un guardamuebles.
Laurent ha oído hablar de una casita muy linda cerca del río, a dos pasos de la nuestra y aun precio asequible, donde pensamos que se encontraría cómoda. Me dice que le gustará saber que no es húmeda. Por supuesto, hay suficiente espacio para Germaine. Una anciana encantadora que conocemos vive al lado. Ahora bien, si prefiere quedarse con nosotros, evidentemente es posible. Los niños se portan bien y esperan con impaciencia su estancia entre nosotros. Clémence toca el piano magníficamente y Léon aprende a leer.
Tenga a bien hacernos llegar los más amplios detalles sobre su llegada. No entendemos dónde puede estar.
Mi marido está convencido de que es más sano para usted abandonar el faubourg Saint-Germain y que nos permita ocuparnos de usted. A su edad, después de todo tiene casi sesenta años, es lo único que puede hacer. No debe seguir viviendo en el pasado ni dejarse embargar por la pena.
Esperamos sus noticias con impaciencia. Su hija,
Violette
Hasta su escritura me hace rechinar los dientes por lo dura e implacable que es. ¿Qué haré? Debo de tener un aspecto perplejo porque Gilbert me pregunta qué es lo que no marcha bien. Le explico de quién es la carta y lo que quiere Violette. Él se encoge de hombros.
– Señora Rose, respóndale. Dígale que está en casa de unos amigos. Que se tomará algún tiempo antes de ir a verla. Gane tiempo.
– ¿Y cómo conseguiré que le llegue la carta? -pregunto.
De nuevo hace un gesto de despreocupación con los hombros.
– La llevaré a correos.
Me dirige una sonrisa paternal, luciendo sus dientes horribles.
Así que he ido a buscar una hoja de papel, luego me he sentado y he escrito a mi hija la siguiente carta.
Queridísima Violette:
Siento muchísimo haberos causado tanta preocupación a tu marido y a ti. Estoy pasando una temporada en casa de mi amiga la baronesa de Vresse, en la calle Taranne. Creo que te he hablado de ella. Es una dama encantadora de la alta sociedad, a la que conocí a través de la florista del bajo, la señorita Walcker. Sí, es muy joven, podría ser mi nieta, pero me ha cogido mucho cariño. Nos gusta hacernos compañía mutuamente.
Se ha ofrecido, muy generosamente, a alojarme antes de que vaya con vosotros. Tiene una extraordinaria casa en la calle Taranne. De manera que no me afecta en absoluto la destrucción de nuestro barrio, ni siquiera la veo.
Vamos de compras al Bon Marché y me lleva a Casa Worth, el gran modisto que le hace la ropa. Disfruto de unos días encantadores: voy al teatro, a la ópera y al baile. Son cosas, te lo aseguro, que aún puede hacer una anciana de casi sesenta años.
Te informaré sobre la fecha de mi llegada, pero, de momento, no cuentes conmigo, porque pienso quedarme el mayor tiempo posible en casa de la baronesa de Vresse.
Transmite mis saludos más afectuosos a tu marido y a tus hijos, y a mi querida Germaine. Dile que Mariette ha encontrado un buen trabajo en casa de una familia acomodada, cerca del parque Monceau.
Tu madre, que te quiere
No puedo evitar sonreír pensando en la ironía de unas cuantas palabras: bailes, teatros, Worth, ¡vamos, anda! No me cabe la menor duda de que mi hija, una esposa provinciana típica y aburrida, sentirá un poco de envidia al enterarse de que llevo una vida social tan extraordinaria como ficticia.
Carraspeo y leo la carta a Gilbert. Este lanza un gruñido.
– ¿Por qué no le dice la verdad? -pregunta bruscamente.
– ¿Sobre qué? -digo.
– Respecto a los motivos que la llevan a quedarse aquí.
Hago una breve pausa antes de responderle.
– Porque mi hija no lo entendería.
Mi pequeño se me aparece en sueños. Lo veo correr por la escalera y luego sus zapatos golpeteando en el pavimento, fuera. Oigo su voz y sus carcajadas. El color azul le favorecía, así que le hice todas las camisas en distintos tonos de azules, igual que las chaquetas, los abrigos, hasta el gorro. Mi príncipe azul y de oro.
Cuando era un bebé, se quedaba muy formal en mi regazo y contemplaba el mundo a su alrededor. Imagino que lo primero que vio fueron los grabados del salón y los retratos de encima de la chimenea. Observaba el mundo con el pulgar en la boca y unos ojos muy abiertos, llenos de curiosidad. Respiraba tranquilo apoyado en mí, con su cuerpecito cálido sobre el mío.
En aquellos momentos, yo sentía una felicidad inmensa. Tenía la sensación de ser una auténtica madre, una sensación que no había vivido con Violette, mi primera hija. Sí, ese niñito era mío, a mí me incumbía protegerlo y quererlo. Se dice que las madres prefieren a los hijos, ¿no será esa la gran verdad oculta? ¿No hemos nacido para traer al mundo hijos? Sé que usted quería a su hija. Ella había establecido lazos con usted que yo jamás tuve con ella.
Cuando sueño con Baptiste, lo veo echando la siesta, arriba, en la habitación de los niños. Me fascinaban sus párpados de nácar, el aleteo de sus pestañas, la dulce redondez de sus mofletes, los labios entreabiertos, la respiración lenta, apacible. Pasaba horas contemplando a ese niño, mientras Violette jugaba abajo con sus amigas, vigiladas por la niñera.
Cuando era bebé, no me gustaba que la niñera lo tocara. Sabía que no era adecuado pasar tanto tiempo con él, pero no podía evitarlo. A mí me correspondía darle de comer y mimarlo. Era el centro de mi vida y usted observaba todo eso con benevolencia. No creo que sintiera celos. Así había sido mamá Odette con usted. No le sorprendía. Yo lo llevaba a todas partes que podía. Si tenía que elegir un sombrero o un chal, él estaba conmigo. Todos los tenderos conocían a nuestro hijo y los vendedores del mercado lo llamaban por su nombre. Nunca alardeó de su popularidad, ni se aprovechó de ella.
Cuando sueño con él, lo cual ocurre desde hace veinte años, me despierto con lágrimas en los ojos. Y mi corazón no es sino dolor. Resultaba más fácil cuando usted estaba conmigo, porque por la noche podía estirar la mano y sentir su hombro apaciguante.
Hoy ya nadie está conmigo, únicamente el silencio, frío y mortal. Lloro en soledad. Eso es algo que sé hacer muy bien.
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