Tatiana Rosnay - La casa que amé

Здесь есть возможность читать онлайн «Tatiana Rosnay - La casa que amé» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La casa que amé: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La casa que amé»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

París, década de 1860. La ciudad está en pleno proceso de cambio, abandonando el París medieval para dar paso al París moderno y urbano. El barón Haussmann, prefecto de la ciudad, por encargo del emperador Napoleón III llevará a cabo las grandes ideas y estrategias de esta radical reforma.
Cuando Rose se casó con Armand Bazelet sabía que se unía al hombre de su vida. Su larga unión fue algo hermoso e inquebrantable. Pero hace diez años que Armand ya no está. Y a Rose tan solo le queda la casa, la casa donde nació Armand, y su padre, y el padre de su padre. La casa de la calle Childebert, antigua y robusta, solo habitada por generaciones de Bazelet, que ha albergado mucha felicidad y también tristezas, y un terrible secreto jamás confesado. Y le quedan sus vecinos, entre ellos la joven Alexandrine, capaz de aturdir y reavivar a Rose con su fuerte personalidad, sus maneras modernas y rotundas y su sincero afecto.
Por eso, cuando una carta con remite “Prefectura de París. Ayuntamiento” le anuncia que su casa y todas las de la calle serán expropiadas y derribadas para continuar la prolongación del bulevar Saint-Germain, siguiendo los planes de remodelación de la ciudad de París del barón Haussmann, Rose solo sabe una cosa: tal como prometió a su marido, jamás abandonará la casa.
Con el telón de fondo de la convulsa Francia del siglo XIX, Tatiana de Rosnay desarrolla un delicioso y conmovedor retrato de un mundo que ya no existe, de calles a la medida del hombre que albergan a personas que se relacionan, que desempeñan sus oficios unos cerca de otros, que se enfrentan y que se apoyan. Un libro inestimable que hace reflexionar sobre lo que la modernidad, en su necesario avance de progreso y mejoras, arrolla y relega al olvido. Poco estaremos avanzando si, en el camino, ignoramos el alma de las cosas.

La casa que amé — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La casa que amé», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

El Armand al que echo de menos no es la persona mayor y perdida en la que se convirtió a los cincuenta y ocho años, cuando vino la muerte a llevarlo. El Armand con el que ardo en deseos de encontrarme es el joven de la sonrisa dulce, vigoroso, que usaba pantalón. Estuvimos casados treinta años, mi amor. Quiero restablecer los primeros días de pasión, sus manos en mi cuerpo, el placer secreto que me daba. Nadie leerá estas líneas jamás, así que puedo tranquilamente decirle cuánto me satisfacía, qué ardiente esposo era. En esa habitación de la primera planta, nos amamos como deberían hacerlo un hombre y una mujer. Luego, cuando la enfermedad empezó a roerlo, sus caricias amantes se hicieron más escasas y, con el tiempo, desaparecieron lentamente. Yo pensaba que ya no despertaba su deseo. ¿Habría otra mujer? Se disiparon mis temores pero nació una nueva angustia cuando comprendí que ya no sentía deseo, ni por otra mujer ni por mí. Estaba enfermo y el deseo se había marchitado para siempre.

Hacia el final, vivimos el espantoso día en el que me recibió Germaine, deshecha en lágrimas, en la calle, cuando volvía del mercado con Mariette. Usted se había ido. La chica encontró el salón vacío, además habían desaparecido el bastón y el sombrero. ¿Cómo había podido ocurrir? Detestaba salir de casa. Jamás lo hacía. Buscamos por todo el barrio. Entramos en cada uno de los establecimientos, desde el hotel de la señora Paccard hasta la tienda de la señora Godfin, pero nadie lo había visto esa mañana, ni el señor Horace, que pasaba mucho rato en el umbral de la puerta, ni el personal de la imprenta cuando hizo un descanso. No había ni rastro de usted. Fui corriendo a la comisaría, que estaba cerca de Saint-Thomas-d'Aquin, y expuse la situación. Mi esposo, un señor mayor un poco turbado, había desaparecido tres horas antes. Yo odiaba describir el mal que lo aquejaba, decirles que había perdido la cabeza, que, en ocasiones, podía mostrarse temible cuando su confusión tomaba las riendas. Les confesé que a menudo olvidaba su nombre. ¿Cómo podría regresar a casa si tampoco recordaba la dirección? El comisario era un buen hombre. Me pidió que lo describiera con detalle. Envió una patrulla a buscarlo y me dijo que no me preocupara; lo que hice, pese a todo.

A la tarde estalló una tormenta terrible. La lluvia martilleaba el tejado con una fuerza espantosa y los truenos rugían hasta hacer temblar los cimientos. Pensaba en usted, enloquecida. ¿Qué estaría haciendo en ese momento?, ¿habría encontrado refugio en alguna parte?, ¿lo habría cobijado alguien? ¿O algún abyecto desconocido, aprovechándose de su confusión, habría cometido una fechoría odiosa?

Llovía a cántaros, yo estaba de pie junto a la ventana, mientras Germaine y Mariette lloraban a mi espalda. No pude más. Salí, pronto el paraguas no sirvió para nada y me empapé hasta los huesos. A duras penas llegué a los jardines inundados de agua, que se extendía delante de mí como un mar de barro amarillo. Me esforcé por adivinar adonde podría haber ido. ¿A la tumba de su madre y de su hijo? ¿A alguna iglesia? ¿A un café? Se hacía de noche y ni rastro de usted. Regresé a casa titubeante, afligida. Germaine me había preparado un baño muy caliente. Los minutos desfilaban lentamente. Ya habían pasado más de doce horas desde que se había ido. El comisario se presentó con cara seria. Había enviado a sus hombres a todos los hospitales del vecindario, para comprobar si había ingresado en alguno. Sin resultado. Antes de irse me conminó a mantener la esperanza. Nos sentamos a la mesa, frente a la puerta, en silencio. La noche avanzaba. No pudimos comer ni beber. A Mariette le jugaron una mala pasada los nervios y la envié a acostarse; apenas se tenía en pie.

En plena noche, llamaron a la puerta. Germaine corrió a abrir. Se presentó un desconocido, un joven elegante, vestido con chaqueta y pantalón de caza. Y usted estaba a su lado, macilento pero sonriente, sujeto del brazo del padre Levasque. El desconocido nos explicó que había ido de caza al bosque de Fontainebleau con unos amigos, al atardecer, y que se encontró con aquel desconocido que parecía perdido. Al principio, no pudo decir su identidad, pero, más tarde, empezó a hablar de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, de tal forma que el joven cazador lo llevó allí en su calesa. El padre Levasque añadió que se habían presentado en la iglesia y que, claro está, había reconocido a Armand Bazelet inmediatamente. Tenía usted una expresión de sorpresa, amable. Yo estaba impresionada. El bosque se encontraba a kilómetros de distancia. Había ido una vez de niña, y el viaje duró toda la mañana. ¿Cómo diantre habría llegado hasta allí? ¿Quién lo había llevado y cómo?

Di las gracias efusivamente al joven y al padre Levasque, y a usted lo hice entrar despacito. Comprendí que era inútil preguntarle, no tendría ninguna respuesta que dar. Lo sentamos y examinamos minuciosamente. Tenía la ropa manchada, llena de barro y polvo. Había briznas de hierba y espinas en sus zapatos. Me fijé en unas manchas oscuras en el chaleco, pero me preocupaba más el corte profundo que le atravesaba la cara y los arañazos en las manos. Germaine me sugirió que avisáramos al doctor Nonant, aunque fuera muy tarde. Consentí. Se puso el abrigo y salió en busca del médico en plena noche. Cuando llegó, al fin, usted dormía como un niño, con su mano sobre la mía, respirando apaciblemente. Yo lloraba en silencio de alivio y de miedo, apretándole los dedos, y pensaba en los acontecimientos del día. Nunca sabríamos qué había ocurrido, cómo y por qué lo habían encontrado a horas de la ciudad, vagando por el bosque, con la frente ensangrentada. Usted jamás nos lo diría.

El doctor me había preparado para su muerte, pero cuando sobrevino el golpe fue tremendo. Después de cincuenta años, tenía la sensación de que se me había acabado la vida. Estaba sola. Pasaba las noches tumbada en nuestra cama, sin dormir, escuchando el silencio. Ya no podía oír su respiración, ni el roce de las sábanas cuando se movía. Sin usted, nuestra cama era como una tumba húmeda y fría. Me parecía que hasta la propia casa se preguntaba dónde estaba. Allí seguía todo: su sillón, cruelmente vacío, sus tarjetas, los papeles, los libros, su pluma y la tinta, pero usted no. Su sitio en la mesa del comedor gritaba su ausencia. Allí estaba la caracola rosa que compró en la tienda de antigüedades de la calle Ciseaux. Cuando se acercaba la oreja, se podía oír el mar. ¿Qué se puede hacer cuando un ser querido nos deja para siempre, y uno se encuentra solo con las cosas banales de su vida diaria? ¿Cómo plantarles cara? Su peine y la brocha me hacían llorar, igual que sus sombreros, el ajedrez, su reloj de bolsillo de plata.

Nuestra hija se había instalado en Tours, vivía allí desde hacía ocho años y tenía dos hijos. Mi madre había muerto hacía ya mucho tiempo y mi hermano Émile se había marchado. Solo me quedaban los vecinos; su compañía y apoyo resultaron de un valor incalculable. Todos me mimaban. El señor Horace me dejaba botellitas de licor de fresa y el señor Monthier me regalaba sabrosos chocolates. La señora Paccard me invitaba a comer todos los jueves en su hotel y el señor Helder me convidaba a cenar en Chez Paulette los lunes por la noche, temprano. La señora Barou me visitaba una vez por semana. Los sábados por la mañana, daba un paseo hasta los jardines de Luxemburgo con el padre Levasque. Pero eso no podía llenar el enorme y doloroso vacío que dejó su marcha en mi vida. Usted era un hombre discreto, pero ocupaba un inmenso espacio hecho de silencio, y me faltaban usted, su solidez y su fuerza.

Oigo que Gilbert golpea en la puerta la contraseña y me levanto para abrirle. Es una mañana especialmente glacial y tengo la piel violeta de frío. Gilbert entra cojeando, da palmas con las manos y golpea con las suelas. Con él entra una borrasca que me hace temblar de pies a cabeza. Se dirige directamente a la cocina y reaviva las brasas con energía.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La casa que amé»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La casa que amé» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La casa que amé»

Обсуждение, отзывы о книге «La casa que amé» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x