– Me temo que estoy pagando mis excesos -le confió a Tewp con una voz de niña que pide perdón.
– Iré yo solo a encontrarme con Gärensen. Quédese a descansar, creo que será lo mejor.
– No se deshará de mí tan fácilmente, querido coronel. Me he tomado una tableta de pervitina que hará su efecto en unos minutos. Es un estimulante notable. Vamos, muéstreme el camino.
La vieja señora y el hombre de nariz cortada se hicieron conducir hasta las inmediaciones de la antigua residencia de Dalibor Galjero, a través de las calles de un Estambul tomado por la bruma del crepúsculo. El edificio estaba en sombras y ninguna luz brillaba en las ventanas. La puerta principal permanecía ligeramente entreabierta y David Tewp sólo tuvo que empujarla para entrar. De repente sonó un chasquido seco a su espalda que le hizo dar un salto.
– Lo lamento -se excusó de inmediato Garance, que acababa de empujar la culata de uno de sus Colt para montar una bala en el cañón.
Entre sus manos arrugadas, el objeto negro y engrasado parecía tan incongruente como una porcelana de Sajonia entre los guantes de un boxeador.
– Creo que se está precipitando, madame… -dijo Tewp en un murmullo.
– Si no hay peligro, ¿por qué habla usted en susurros, muchacho?
Exasperado, Tewp apretó las mandíbulas antes de entrar en el palacio. Conocía mal el lugar, en el que sólo había pasado una breve temporada. Era el palacio que Galjero había elegido para refugiarse, solo, sin Laüme, después de la guerra. El mismo sitio donde Thörun y él mismo habían conducido a Ruben Hezner después de capturarlo en el puente sobre el Cuerno de Oro.
– ¡Gärensen! -llamó Tewp-. ¡Gärensen!, ¿está usted ahí?
La voz del ingles rebotó haciendo eco en las paredes sin suscitar respuesta alguna. Con paso vacilante, desorientado en la oscuridad, el coronel sintió el deseo de calmar su angustia sosteniendo su Webley en la mano. A regañadientes, sacó el arma de su cintura sin mirar a madame de Réault.
– Por lo menos esta enorme choza estará conectada al tendido eléctrico…
– Sí…
A tientas, Tewp presionó un interruptor. Un halo rojizo parpadeó débilmente en la penumbra.
– Iluminémoslo todo -aconsejó madame de Réault-. Si hay unos matones esperándonos, quiero verlos con claridad.
El inglés encendió las luces una a una a medida que fueron avanzando. Caminaban despacio de pieza en pieza, llamando a Gärensen, siempre en vano. En el primer piso descubrieron una vasta biblioteca que había sido saqueada. Innumerables obras cubrían el suelo. Otras estaban abiertas encima de una gran mesa, formando un revoltijo, cerca de un escritorio en el que se amontonaban hojas sueltas garabateadas con tinta negra. Madame de Réault recogió algunas para examinarlas.
– Se diría que son notas que ha dejado su amigo. No conozco el noruego, pero sé qué aspecto tiene el alfabeto escandinavo. Tome.
David Tewp tomó los papeles y los hojeó antes de asentir.
– Es evidente. Seguramente es la letra de Gärensen… pero nuestra incapacidad para descifrar estas líneas nos impide saber por qué ha desaparecido.
– Ni dónde se encuentra su señor Hezner. ¿Por qué no proseguimos con la visita? Está claro que nos hemos hecho ilusiones al entrar aquí. Estamos solos. Si hubieran querido abalanzarse sobre nosotros, ya hace rato que se habrían desencadenado las hostilidades.
Madame de Réault metió su Colt 45 en su bolso de mano y el coronel guardó su Webley. Continuaron recorriendo las salas vacías hasta encontrar la habitación que se había asignado Gärensen. Había restos de un cigarro en el cenicero, y una de las camisas del noruego colgada de una percha suspendida en la manilla del armario. Sobre la cama deshecha, en un desorden comparable al de la biblioteca, se veían ropas y toda una panoplia de efectos femeninos extendidos o arrugados. Tewp no se atrevió a tocar las ropas, pero Garance se las llevó a la cara para aspirar su olor. Todas, sin excepción.
– Un solo perfume. Una sola talla… Y un estilo lo bastante refinado para que usted y yo pensemos lo mismo, ¿verdad?
– Esta ropa la ha llevado Laüme Galjero. ¿Es eso lo que tiene en mente?
– Sí, con toda evidencia. En cuanto a los motivos por los que están en la cama de Gärensen…
– Es otra historia, ¿no?
– Una historia que no me hace mucha gracia. Pero dejemos eso para más tarde y ocupémonos de lo más urgente. ¿No me había dicho que tenían a su señor Hezner encerrado en la buhardilla de esta casa?
– En la buhardilla, no -corrigió Tewp-. En el sótano. Gärensen y yo lo encerramos allí después de interrogarlo.
– Bueno, pues vamos a hacerle una visita. Si es que sigue ahí, claro.
Tewp se sobresaltó. Obnubilado por la desaparición inexplicable de Thörun, no se le había ocurrido la idea de que Hezner hubiera podido desaparecer también.
– Antes de seguir adelante, ¿en qué está pensando? -preguntó madame de Réault siguiendo con dificultad a Tewp, que caminaba a paso rápido.
– Los esbirros de Hezner han debido de encontrar su pista y rescatarlo. Pisos cazadores de nazis están bien organizados, tienen contactos por todas partes. Nunca debí haber dejado solo a Gärensen. Ha sido una imprudencia. ¡Si le ha pasado algo nunca me lo perdonaré!
Bajando las escaleras de cuatro en cuatro, Tewp llegó a toda prisa al nivel inferior y se precipitó por el pasillo que daba a la pieza donde, unas semanas atrás, Thörun y él mismo habían sometido a Hezner a un interrogatorio con pentotal. Cuando entró en el reducto, Tewp no pudo contenerse y soltó un juramento. En el suelo yacía el cadáver desnudo de Ruben Hezner. El cuerpo no era un espectáculo agradable, con la carne gris, la mejillas hundidas, la nariz afilada. Tenía la boca abierta y de ella salía una lengua enorme, hinchada y violácea, síntoma inequívoco de la muerte por estrangulamiento. Dos grandes equimosis parduscas estriaban la garganta del doctor Hezner.
– Según la descripción que me hizo usted, es evidente que no s trata de su amigo Gärensen -dedujo Garance de Réault.
Tewp se pegó a la pared y se quedó inmóvil por un instante, con los ojos fijos en el muerto.
– No sé qué pensar -dijo al fin-. Todo esto me resulta incomprensible.
– Cada problema tiene su solución. Sólo hay que razonar. Usted dejó a Hezner y a Gärensen solos en esta casa cuando se marchó de Turquía para ir a Londres. ¿Es exacto?
– Exacto.
– De sus palabras, deduzco que Hezner y Gärensen mantenían una rivalidad constante…
– Rivalidad no es el término adecuado. No conozco las razones profundas de su conflicto, pero en Argentina Hezner obligó a Gärensen a matar a uno de sus viejos conocidos de juventud.
– En tal caso es lógico que haya querido vengarse. ¿Su amigo es colérico?
– Nunca lo he visto desde esa perspectiva. El me salvó la vida frente a Ostara Keller. No puedo creer que su naturaleza sea malvada. Me parece imposible que se haya rebajado a asesinar a sangre fría a Ruben Hezner.
– Quizás medió provocación, ¿qué sabemos nosotros? Sea como fuere, es inútil quedarnos aquí de charla. Ruben Hezner está muerto, Gärensen se ha volatilizado. Guardemos esas dos informaciones y pasemos a la etapa siguiente.
– ¿A la etapa siguiente? ¿A qué se refiere?
– A volver al Pera Palace y abrir una de las botellas que compramos en Francia. El borgoña siempre me ha ayudado a reflexionar.
Tewp cerró el cubículo dejando a Hezner sin sepultura e insistió en regresar a la biblioteca para recoger las notas tomadas por Gärensen.
– Las enviaré a Londres para que las traduzcan -dijo, mientras deslizaba las hojas en un maletín de cuero-. Estoy seguro de que nos aportarán alguna información.
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