Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Encontró las bolsas con monedas y las letras de cambio tomadas a la reina Caterina en la maleza donde las había escondido. A la hora en que la guardia abría las puertas de la villa, entró en Nápolesal mismo tiempo que los granjeros con sus cestas cargadas de huevos y los leñadores doblados bajo el peso de sus gavillas. En la calle de los sastres pagó para que le cortaran al momento un vestido y una capa de viaje. En el barrio de los zapateros se compró unas botas y un cinturón. En las caballerizas, escogió un bonito alazán de pecho poderoso. Cuando supo que pensaba viajar sola por un país extranjero, el dueño de las caballerizas intentó venderle una carroza con conductores y con una escolta bien armada, pero Laüme contestó que no estaba de humor para llevar compañía. Dejó al buen hombre desconcertado, hizo ensillar su animal y dejó la ciudad a toda prisa. Quería encontrar a Calmine antes de que diera a luz. Espoleando su montura por las pistas, tomó la dirección de Venecia y pasó, después de Trieste, las montañas donde se halla el paso al país de los eslavos. En el campo, cerca de Emona, sedujo a un joven pastor que guardaba su rebaño en un valle apartado.

– ¿Te gustaría contemplar y tocar mi cuerpo? -le preguntó al mozo para seducirlo y atraerlo a un bosque cercano.

En la sangre de aquel ingenuo, Laüme leyó que Calmine acababa de dar a luz a la nueva generación de Galjero. Igual que Nuzia y Alessia antes, la bohemia había concebido un varón. Laüme volvió a montar, atravesó Estiria y se internó en la llanura de Hungría. Había confeccionado con sus manos dos estatuillas para protegerse de los merodeadores y los curiosos, y ya no tenía necesidad de ocultarse ni de viajar de noche. Los talismanes eran tan poderosos como para permitirle cabalgar en medio de un ejército de saqueadores sin que ninguno de ellos pusiera los ojos en ella. Mejor que invisible, estaba presente en el mundo, pero el mundo no la veía.

En un paisaje árido de tierras baldías y tocones, donde no se veía ni una cabaña en diez leguas a la redonda, percibió al fin unas siluetas minúsculas que avanzaban por el polvo no sin grandes dificultades. Eran Calmine y Lobo. La muchacha no tenía buen aspecto. El parto la había despojado de su belleza de joven raposa. Su rostro estaba demacrado y sus ojos hundidos y rodeados de grandes ojeras de color humo. Iba encorvada, con un chal en los hombros. El hombre que la acompañaba la sostenía como bien podía mientras llevaba en un brazo doblado sobre el pecho al recién nacido envuelto en pañales. Aunque no era pesado, el fardo entorpecía su marcha. Laüme hizo dar la vuelta a su caballo alrededor de ellos antes de tirar de las bridas.

– ¡El niño! -ordenó escuetamente-. ¡Dame al niño!

Calmine había sonreído al principio al reconocer a Laüme, pero su expresión se había ensombrecido cuando percibió el tono altanero y despreciativo de la amazona.

– Enséñaselo -le dijo a Lobo.

Vacilante, pero deseoso de no disgustar a Calmine, a quien amaba, el hombre le tendió el bebé a Laüme. Sin bajar de su montura, ésta deshizo las telas que envolvían al niño y profirió un grito de disgusto al descubrir en su cara los rasgos de un retrasado.

– ¡Unmonstruo! ¡Tuvientre ha fabricado un monstruo! -gritó-. ¿Qué quieres que haga con esto?

Como para deshacerse de la basura más repugnante, arrojó al bebé a tierra y, de un golpe de fusta en la grupa del caballo, encabritó al animal para que lo aplastara. Pero Lobo se precipitó para rescatar al niño y protegerlo con su cuerpo. Los cascos retumbaron pesadamente sobre el bohemio, que resistió el choque, se apartó a unlado con el pequeño y escapó. Calmine aferró la brida para impedir a Laüme que lo persiguiera.

– ¡Es Dragoncino! -gritó ella-. ¡Estaba enfermo! ¡Él me puso esa mala semilla en el vientre! Es culpa suya, no mía. ¡Piedad! ¡No mates al niño! ¡No mates al niño!

Exasperada, humillada, traicionada, Laüme levantó su fusta. Una vez, dos veces, otra, y otra más, La muchacha chillaba pero no cedía. Cuanto más resistiera, más lejos conseguiría huir Lobo. Con el rostro ensangrentado, acabó por caer al suelo. Laüme apretó las piernas y tiró de las riendas. El alazán cayó con todo su peso sobre Calmine y le abrió la cabeza como un martillo rompe una cáscara de nuez.

– ¡Quédate con tu monstruo, amigo! -chilló para que la oyera Lobo, oculto en la maleza-. Te ganarás la vida con él… Se llama Galjero y habría podido ser el rey del mundo. ¡Acuérdate de su nombre! ¡Galjero! ¡Galjero!

Laüme espoleó su montura, que tenía el pecho cubierto de espuma, y la lanzó como una flecha hacia la lejanía por la inmensa llanura.

Novena tumba de las Quimeras

¿Tres o cuatro?

Con los labios apretados y los brazos cruzados, David Tewp elevó los ojos al cielo y exhaló un hondo suspiro. Hacía al menos una hora que Garance de Réault se divertía encadenando pasos de fox trot y lambeth walk en compañía de un bailarín mundano, engominado a la moda de los años treinta. ¿Cómo diablos tenía energía para entregarse a tales diversiones aquella mujer, a la que había visto agonizar unos días antes?

– ¿Le parezco ridícula, coronel?

Con su bonito rostro enrojecido por la excitación, la francesa se había sentado junto al inglés.

– Jamás me permitiría semejante observación, madame.

– No sea tan bien educado, David. Sé que mi comportamiento le sorprende, pero éste es mi último crucero, ya ve usted. Todo el tiempo que dure nuestra travesía hasta Estambul, pienso jugar a despreocuparme. Ya tendremos bastantes problemas en cuanto pongamos pie en tierra. ¿Y usted? ¿Por qué no baila? La orquesta es bastante buena, y hay una decena de damas hermosas que lo devoran con los ojos. No todas son unas aventureras, ya sabe…

Tewp arrugó los ojos y se ruborizó un poco. Para disimular, se llevó a los labios la taza de café, que estaba vacía desde hacía un buen rato; esto hizo reír a Garance. Desde que habían subido a bordo de aquel barco de lujo en Marsella, Tewp se había vuelto más torpe que nunca. Vacilante, a veces hasta soñador. Decididamente, aquel hombre no era más que un niño grande. Por eso se entendía tan bien con los niños y se desenvolvía tan mal en el mundo de los adultos.

– Es usted un corazón puro, David Tewp. ¿Cuándo se decidirá a crecer?

– Si crecer significa aceptar demasiados compromisos, nunca, madame de Réault. Creo que nunca… igual que usted.

– ¡Bien dicho! ¿Quiere que le enseñe a bailar el tango?

Garance de Réault y David Tewp desembarcaron en Estambul bajo un cielo plomizo. Hacía frío y los muelles estaban abarrotados. Tewp buscaba la alta figura de Thörun Gärensen entre los curiosos llegados para presenciar las maniobras de atraque, pero no veía al noruego por ninguna parte.

– Es curioso -dijo el inglés-. Gärensen ha recibido aviso de nuestra llegada. Debería estar aquí para recibirnos. No lo entiendo.

– No es nada grave, por cierto. No se preocupe. Vamos a instalarnos y después le avisaremos.

Un rutilante taxi Lincoln los condujo al Pera Palace, donde Garance solía hospedarse. Más lujoso aún que el Harnett de Calcuta, el hotel había estado reservado en otra época al uso de los pasajeros del Orient Express por la Compañía de coches cama.

– Dispone usted de su habitación de costumbre, la 103, madame de Réault- anunció el conserje en un francés impecable-. El señor ocupará la 105, como usted había pedido.

– La 103 es la habitación de Greta Garbo, y la 105, la de Mata Hari -especificó Garance guiñando el ojo con la gracia de un pilluelo parisino-. He pensado que nos convendrían.

Con su viejo Webley embutido entre los riñones, Tewp esperó largo tiempo en el bar art nouveau del hotel hasta que su compañera se dignó aparecer. Ya estaba a punto de ir a llamar a su puerta cuando ella se presentó al fin a la entrada del gran salón de paredes esmaltadas de azul claro y oro suave. Tenía los ojos fatigados y caminaba despacio.

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