– ¿Vos creéis que Dios existe? -preguntó Dragoncino a Kelus mientras ambos contemplaban el humo negro de la hoguera, que velaba la luz de la última vidriera del edificio.
– Nunca me he hecho esa pregunta -reconoció el anciano-. Y te aconsejo por tu bien que sigas mi ejemplo. Uno vive mejor sin atontarse con esas cuestiones. Eso te vuelve melancólico, perezoso e inactivo.
Siguieron su camino y atravesaron otros burgos devastados por los franceses. Perdidos en los campos, los supervivientes erraban como sombras. Muchos habían perdido la razón y se cubrían de tierra en las zanjas como bestias en agonía. Los bosques eran entonces guarida de bandas de pobres diablos que lo habían perdido todo y que en pocos días se habían vuelto más salvajes que los osos, más sanguinarios que los buitres. La tropa tuvo que hacer frente al ataque de uno de estos grupos de desesperados, compuesto de antiguos notables, ahora famélicos, y de clérigos transidos de frío. Lo que ocurrió entonces no tuvo nada de combate. Fue algo triste y bárbaro, exento de toda piedad. Los soldados no sufrieron ninguna pérdida.
– Volvamos sobre nuestros pasos -dijo Kelus cuando atravesaban Carrara-. Ni siquiera sé dónde se encuentra nuestro ejército. A decir verdad, ignoro incluso si todavía tenemos ejército. Nadadetodo esto tiene sentido. Los franceses han ganado la partida y no será nuestra pandilla de lisiados la que los detenga. La primera manga de esta guerra está perdida, hay que rendirse a la evidencia. Tomemos el camino de Mantua. El marqués es un viejo enemigo de Carlos VIII.Allí sabrán decirnos qué hacer.
Kelus y sus hombres pasaron por las puertas de Mantua el mismo día en que Florencia, asediada por los franceses, se rendía sin presentar combate, entregada vergonzosamente al invasor por Pedro de Médicis, el muy mediocre hermano del difunto Lorenzo. El tiempo era curiosamente benigno para la estación. Los caminos se deshelaban en un barro pegajoso en el que los caballos se hundían hasta las cuartillas; los carros se enganchaban en las charcas viscosas y se necesitaban horas para desatascarlos. En el cuartel de los lansquenetes, donde los alojaron, Kelus supo que el marqués tenía intención de aguardar la llegada de la primavera para lanzar el ejército contra los franceses.
– ¡Hasta la primavera! -se indignó Dragoncino-. ¿Por qué hemos de esperar?
– Los franceses quieren Nápoles.¡Que les aproveche! Una vez que hayan instalado a su títere en el trono, se verán obligados a dejar fuerzas detrás de sí para protegerlo. Cuando el rey vuelva a París, su ejército será más débil y nosotros lo destruiremos más fácilmente.
Los meses de acuartelamiento en Mantua le dieron a Dragoncino la ocasión de entrenarse en el manejo de la espada como un verdadero mercenario. Kelus y sus hombres le enseñaron todo lo que sabían en materia de artes de la guerra. Durante ese tiempo le enseñó a mantenerse correctamente sobre el caballo; le explicó cómo había que apretar las piernas para hacer retroceder a su montura, obligarla a girar sobre el terreno, incitarla a dar coces a fin de deshacerse de enemigos demasiado persistentes, o encabritarse para hundirle el pecho a un piquero. Nicolo le dio una ballesta y le hizo tirar contra blancos de mimbre hasta desencajarse el hombro. Galmundo le explicó cómo sostener un escudo y usarlo tanto para parar los golpes como para darlos. Cuando los días volvieron a ser más largos que las noches, Dragoncino había ganado peso, se había musculado y sus mandíbulas eran más recias. Había traspasado, en fin, la línea que separa al hombre del niño.
– Cada día te pareces más a tu padre -solía decirle Kelus-. Tienes las mismas cualidades que él. Pero pareces un muchacho más feliz… ¿Te gustan las chicas?
Dragoncino aseguró que no tenía la menor idea y dijo que lo mejor para descubrirlo era probarlo. Por unas moneditas de cobre, compró durante una hora a una joven coima en un lupanar. La pupila no tenía remilgos y le enseñó todo lo que suelen hacer un hombre y una mujer cuando están juntos. Dragoncino salió de la buhardilla con una sonrisa en los labios, feliz de haber descubierto un nuevo apetito, aunque se reprochó su falta de vivacidad por no haberse iniciado antes en estos juegos. Volvió varios días seguidos a visitar a la muchacha, después se cansó de ella. Tomó a Luisa, una morenita, para reemplazarla. Mientras subían a la mansarda donde ella tenía su jergón, la jovenzuela le contó que ella no era de Mantua, sino que acababa de llegar de Florencia, donde había sido cardadora de lana.
– ¿De Florencia? -preguntó al punto Dragoncino-. ¿Has visto a los franceses?
– No se quedaron mucho tiempo, apenas diez días. Y no se portaron mal. Pero en cuanto se fueron, el Médicis fue destituido y huyó. Ahora gobierna un fraile, y es peor que si hubieran arrasado la ciudad.
– ¿Y eso por qué?
– Es un loco que ordena quemar los cuadros y las riquezas en hogueras que montan en las calles. Todo el mundo tiene que vestirse de negro y hacer penitencia. Está prohibido jugar a los dados, beber, cantar, llevar trenzas postizas en el pelo y anillos en los dedos. Los niños se encargan de hacer de policías. Denuncian a sus padres si esconden joyas o libros profanos. Yo he preferido marcharme antes que vivir en esa ciudad donde hay que poner cara de cuaresma para que no te apaleen en las calles.
– ¿Cómo dices que se llama ese fraile?
– Savonarola. Pero no quiero hablar más de eso. Eres muy guapo y tengo ganas de sentir tus manos sobre mí. ¡Ven!
Dragoncino comenzaba a encapricharse de Luisa cuando el duque de Mantua mandó reunir el ejército de la Liga de Venecia para atacar a los franceses, de regreso de Nápoles.
– Buenas noticias, pequeño -dijo Kelus, sonriente-. Las fuerzas enemigas están mermadas y fatigadas. Se cuenta que su rey sufre viruela y que apenas se tiene sobre su montura. Los franceses harán cualquier cosa para evitar la batalla, pero los obligaremos cortándoles el paso hacia Parma, a la salida de los Apeninos. Cuídate cuando entres en combate. Intentaremos mantenernos agrupados, pero si nos separa un ataque, cada uno tendrá que velar por su pellejo.
El ejército de la Liga hizo un alto a orillas de un torrente cuyas aguas estaban lo bastante bajas para ser atravesadas por hombres a pie, y se instaló a poca altura en la ladera de un cerro. Durante dos días, las fuerzas de la coalición esperaron al enemigo. Por fin, la mañana del tercer día, el emisario francés Philippe de Commynes se adelantó para negociar el derecho de paso sin combatir, pero el marqués no cedió. Ordenó el despliegue de sus tropas y las dividió en dos alas para atacar simultáneamente la vanguardia y la retaguardia. Los hombres de Kelus atravesaron el río con una gran partida de mercenarios españoles, y avanzaron contra el enemigo sin encontrar resistencia. En unos minutos, los soldados de fortuna deshicieron una delgada hilera de guardias y se lanzaron sobre los carros de avituallamiento, que se apresuraron a saquear. Kelus, que encabezaba el ataque, desmontó y saltó sobre un furgón para arramblar con unos cofres llenos de vajilla de oro grabados con la flor de lis. Era una ganga inesperada. Por su parte, Dragoncino se apoderó de pesadas colgaduras y sedas de Oriente, que sus camaradas se probaban entre risas. Tras dar la vuelta alrededor de los carros, se disponía a reunir la tropa y continuar el asalto. Demasiado tarde. En formación, y liderados por su soberano en persona, los jinetes franceses cargaron sobre ellos a galope tendido. El choque fue terrible. Sorprendidos en plena euforia y creyéndose a salvo, fueron pocos los que llegaron a sacar las espadas para defenderse. Dragoncino vio a Kelus saltar a su caballo y huir como un vulgar ladrón de gallinas, con sus amigos Nicolo y Galmundo a la zaga.
Читать дальше