Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¿Quiénes sois? -preguntó Dragoncino después de echarse de buena gana al coleto un trago de la infame ratafía.

– Me llamo Kelus. Somos del partido de los venecianos y vamos a presentar batalla a los franceses que se acercan por los Alpes y atravesarán pronto la frontera.

Los ojos de Dragoncino se agrandaron y su corazón empezó a latir acelerado.

– ¿Me lleváis con vosotros? -les preguntó-. ¡Yo quiero ser soldado!

Esta declaración desencadenó las risas y las bromas. Kelus se frotó la barba rubia por la que corrían los piojos.

– ¿Qué edad tienes?

– Quince años, casi dieciséis.

– No es mala edad para batir el tambor o para portar un estandarte. Tampoco para frotar las armaduras o aceitar las espadas. ¿Cómo te llamas?

– Dragoncino. Dragoncino Galjero.

– ¿Cómo has dicho?

La voz de Kelus se había quebrado de repente. Tomó una antorcha y examinó al chico en silencio durante un minuto largo.

– ¡Santa María, madre de Dios! A fe que es verdad… te pareces a él -dijo al fin-. ¡Eres su hijo! Sin la menor duda, eres el hijo de Galjero.

– ¡Mi padre! -exclamó el muchacho, incrédulo-. ¿Vos conocisteis a mi padre?

– Yo fui uno de sus caballeros en la catedral de Santa María del Fiore. Aquel día sacamos a los Médicis de las garras de los hermanos Pazzi. Fue una bonita batalla. ¡Tendrías que haber visto cómo tu padre cortaba en pedazos al enemigo! Fue el mejor capitán al que he servido, nunca habrá otro como él.

El espíritu de Dragoncino se exaltó.

– Mi madre nunca me había contado eso. Ella siempre calla cuando le hago preguntas. Decidme, vos: mi padre, ¿era grande?, ¿era fuerte?, ¿de dónde venía?

Durante el resto de la noche, Kelus le contó a Dragoncino lo que sabía de Galjero. Cómo había formado una tropa con su propio dinero; cómo había cargado contra las baterías lucanas posicionadas en lo alto de una colina, y su extraño comportamiento el día que desposó a la bella Nuzia Oglieri.

– Todo el mundo decía que estaba enamorado de otra mujer que no era tu madre. Una mujer bella como el sol naciente, misteriosa como la noche. Una extranjera de su país. No sé por qué no se casó con ella. Se dice que él murió por su culpa, pero yo creo que eso es una fábula…

A la luz de la aurora, los hombres de la pequeña tropa se despertaron y ensillaron sus caballos. Kelus se esforzó en convencer a Dragoncino de que volviera a su casa, pero fue en vano. Fortificado con un nuevo orgullo, el niño quería mostrarse digno de su padre.

– La guerra es asunto feo, pequeño -murmuró Kelus en tono de prédica-. Los soldados no son muñecos de romanos a caballo. Si nos sigues, prepárate a sufrir, a conocer el hambre, el miedo y el asco de ti mismo, porque no podrás sobrevivir si muestras misericordia. La mayoría de las veces matarás por la espalda, y cuando veas extinguirse la vida en los ojos de tu enemigo ya nunca más podrás borrar esa imagen de tu memoria. Los fantasmas acompañan a quienes los han matado, debes saberlo, los atormentan y se vengan de mil maneras inimaginables. Si vienes con nosotros, echarás la maldición sobre ti. ¿Comprendes mis palabras?

Dragoncino hizo un gesto afirmativo, aunque ignoraba por completo las verdades que le había revelado Kelus en ese instante. Le dieron una daga y unos guantes demasiado grandes para él, que se deslizaban sin cesar en la punta de sus dedos. Después, el viejo guerrero lo subió a la grupa y, sin mirar atrás, sin ni siquiera pensar en su madre y en todo lo que dejaba atrás, Dragoncino rodeó con sus brazos el talle de Kelus. Por fin se sentía vivo.

Durante dos días, la banda siguió su ruta hacia Genova, donde cinco mil mercenarios aragoneses pagados por los venecianos acababan de desembarcar con la esperanza de cerrarle el paso al rey de Francia. Pero la batalla no se desarrolló por los cauces previstos y los españoles fueron dispersados antes que la banda llegara a unirse a ellos. Recibieron la mala noticia de boca de un posadero, no bien entraban en Liguria.

– Genova va a caer -predijo el hombre-. Sus defensas son más blandas que una pera pasada. Al parecer, los franceses llevan consigo setenta bocas de fuego, una caballería de mil quinientos lanceros y doce mil hombres de infantería… ¡Llegarán hasta Nápoles sin que nadie pueda detenerlos! Todas las ciudades cederán, y Florencia también.

Pese a la impaciencia de Dragoncino, que no veía la hora de entrar en combate, Kelus hizo volver grupas a sus hombres y los llevó a Bolonia, donde tenía noticias de que se estaba reuniendo un ejército de coalición. La primera mañana de octubre, bajo una lluvia espesa que dificultaba la visión a treinta pasos, se encontraron con los exploradores del ejército de Gian Galeazzo Sforza, duque de Milán, aliado de los franceses. El enfrentamiento arrancó sin preparativos y se desarrolló sin piedad. En cuanto entraron en contacto con el enemigo, Dragoncino se deslizó al suelo, se coló debajo del caballo del guerrero que atacaba a Kelus y cortó con tajos secos los corvejones de la bestia. Con un relincho de dolor y sorpresa, el animal se hundió en la hierba húmeda, levantando una lluvia de agua helada. Dragoncino saltó sobre el caballero desmontado, hundió su hoja en una rendija de la armadura y sintió la sangre cálida del hombre derramarse en su piel. Al levantar los ojos, vio que Kelus lo miraba riendo.

– ¡Galjero, eres tan valiente como tu padre! ¡Sigue, muchacho! ¡El combate no está ganado!

Galvanizado, presa de un frenesí inextinguible, el joven repitió su maniobra. Después, cansado de esa artimaña demasiado fácil, desarmó a su segundo muerto y blandió su espada para enfrentarse cara a cara con un milanés. Buscando su presa como un lobo joven en medio de una manada de ciervos, divisó a un soldado que, subido en un tocón, hacía girar un hacha de mango largo. Mondo yacía a sus pies con la cabeza medio arrancada del cuerpo. Dragoncino avanzó sin sentir ningún miedo. El deseo de matar lo animaba y sentía una voluptuosidad feroz, un placer salvaje que decuplicaba sus fuerzas y su habilidad. Evitando con un quiebro el gran hierro del hacha, lanzó una estocada bajo el mentón del hachero, que cayó hacia atrás arrastrándolo consigo, ya que no había soltado la empuñadura de la espada. Cuando se levantó para buscar una nueva víctima, Dragoncino constató que el combate había terminado. El último enemigo acababa de morir. Con el escudo perforado y la espada mellada, Kelus puso pie a tierra y tomó el arnés de un caballo sin dueño. Se acercó al hijo de su antiguo capitán y le tendió la brida.

– Los muertos no necesitan pertrechos, pequeño. Pasa tú primero y toma lo que te haga falta.

Con un cuidado de esteta, Dragoncino se compuso un atuendo de botas altas, calzas de malla y un peto de acero picado de óxido, pero de una hechura adecuada. Las piezas de su armadura eran demasiado grandes, y tuvo que rellenar su camisa y sus calzones con puñados de paja. Las briznas amarillas que sobresalían aquí y allá le daban un aire de espantapájaros que provocó las risas de sus compañeros. Pero Kelus mandó callar las malas lenguas recordándoles que el joven sire Galjero había dado muestras de un coraje excepcional en su primer combate, y que había vengado a su compañero Mondo al abatir de un golpe al verdugo milanés.

Desde aquel día, el avance de la tropa fue retrasado por tres heridos graves que dificultaban la marcha. A mediados de octubre, la compañía llegó a la Romagna, por donde el ejército francés había pasado antes. Una tarde muy ventosa penetraron en el burgo de Mordano, donde no quedaban más que piedras. Lo que allí vieron les hizo maldecir a sus enemigos para la eternidad. Los franceses no habían tenido misericordia con nadie. Las mujeres yacían desnudas en el barro. Los cadáveres de los soldados estaban amontonados sobre las barricadas y servían de pasto a las ratas y a los perros vagabundos. Echados unos contra otros, cuerpos de orondos burgueses desbordaban de un pozo donde los habían arrojado tras desnudarlos y torturarlos para hacerles confesar dónde habían escondido el oro. Kelus no había visto un horror semejante en su vida. Con el rostro descompuesto, ordenó a sus hombres cavar tumbas para sepultar a los muertos, pero era una labor demasiado pesada para una tropa de tan reducido número. Encontraron pez en los almacenes, rociaron los despojos con el combustible y los quemaron entre los muros derruidos de la iglesia.

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