Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Porque mi progenitor, en su juventud, cuando aún tenía algo de dinero y su espíritu no estaba todo el día entre las brumas del alcohol, se había rebajado a las obras de la usura. Su matrimonio con la hija de un comerciante de pieles del burgo de Tárgosviste fue el beneficio más importante que obtuvo jamás de esa actividad. Creo que despojar, humillar, echar a la calle a los más desposeídos le divertía profundamente. Pero en la época de mi infancia ya no estaba en condiciones de prestar dinero a nadie. Era él quien se veía obligado a pedir abultadas sumas a los pocos conocidos que le quedaban.

Vivíamos en un barrio periférico, en una casa bastante grande que se arruinaba un poco más cada año por falta de mantenimiento. Hinchada de humedad en primavera y en otoño, dilatada por el calor en verano y contraída por el hielo en invierno, la casa se resquebrajaba: los parqués de las habitaciones y los salones se curvaban como las ondas en la superficie de un lago, los enlucidos se escamaban, las maderas se agrietaban, los barnices reventaban. Nada de todo eso alarmaba a mi padre, ciego a la decadencia que le rodeaba. Recibía a sus raros clientes de tres a seis de la tarde y nos dejaba al caer la noche para frecuentar los bares y los cabarets del barrio viejo. Al alba, volvía a casa como un caballo viejo regresa a la cuadra: por instinto. Apenas franqueada la puerta, se enroscaba en una otomana de muelles rotos que había a la entrada. Aún me parece estar viéndolo, eructando el schnaps y la mala comida, tirado delante de nosotros sin vergüenza. Con la ayuda de nuestra madre, mi hermana y yo debíamos llevarlo entonces a una habitación instalada a tal efecto cerca de su despacho, en la planta baja. Una operación harto incómoda de la que salíamos agotados y cubiertos de sus deyecciones. Cuando despertaba, los golpes llovían sobre Helena y sobre mí con el menor pretexto. Nos golpeaba con su cinturón o con un gato de nueve colas de mango corto que guardaba siempre en el bolsillo de su redingote.

Cuando yo tenía seis años, mi madre dio a luz a Huna y Saia, dos gemelas rubias de bonita tez. Las pobrecillas muy pronto recibieron igual trato que nosotros. Conforme pasaban los años, mi padre se abismaba en sus vicios. Sin embargo, creo que durante mucho tiempo Wanda y sus hijas lo absolvían. Sí, estoy seguro, las cuatro le perdonaban sus errores. La religión era un refugio fácil para aquellas mujeres sin educación, sin otra lectura que la de la Biblia, sin otra referencia que los sermones que exaltaban la mortificación y la humildad, pronunciados por el sacerdote cada domingo en la iglesia.

Este hombre, flaco, con los ojos enrojecidos por la vela y la disciplina que se imponía con el mismo placer que otros encuentran en comer pastelillos, solía visitar a menudo a Wanda Galjero. Desconozco con precisión qué le decía en esas ocasiones, pero con seguridad sus palabras no hacían sino confirmar a aquella pobre alma en su postura sumisa. Querían que yo me confesara con aquel hombre. Pero en el oscuro confesonario, yo no pronunciaba una palabra. Desde muy joven, y de forma completamente instintiva, he sido refractario a la religión cristiana. Me enseñaron un poco de catecismo, como a todos los niños de entonces, pero al contrario de otros muchachos, que se tragaban sin protestar las estupideces del Antiguo y el Nuevo Testamento, jamás sentí simpatía por la figura del carpintero crucificado, no más que por la de Moisés, ese falso príncipe egipcio que desgarró su túnica de seda para vestir el hábito piojoso del profeta. Todo aquello me parecían fantasías estúpidas, buenas para los rabinos. Ya podía mi padre infligirme todos los castigos, que yo me mantenía obstinadamente refractario a las enseñanzas del cristianismo: escupía la hostia cuando el cura me pinzaba la nariz para hacérmela tragar a la fuerza, y gritaba como un poseso cada vez que mi madre se empeñaba en que franqueara el umbral de una iglesia. Por fortuna, esta comedia no duró mucho y mi energía acabó con la paciencia de todos.

Antes de que cumpliera diez años me habían dejado en paz con esas sandeces y no me obligaron más a asistir al oficio con mis hermanas. Una vez conseguida esa tranquilidad, mi comportamiento de descreído no hizo sino reafirmarse con los años.

En aquella época, Bucarest no significaba nada en el mapa del mundo. Apenas era la ciudad más grande de la provincia semiautónoma de Valaquia. Obteníamos más inconvenientes que ventajas de nuestra independencia relativa frente a nuestros vecinos austríacos, rusos y otomanos. Nosotros, los rumanos, nunca habíamos poseído el poder de Polonia ni gozado de la posición central de Hungría a modo de protección. En primera línea de costa del mar Negro, muchos años antes de la caída de Bizancio, fuimos los primeros en sufrir las incursiones de los turcos. Nuestra historia nacional es la de un pueblo de campesinos perpetuamente obligados a la guerra, a huir a las montañas para sostener la guerrilla contra el invasor. Este último era romano en tiempos de los dacios; godo después; huno, húngaro, polaco, austríaco y por fin otomano.

A principios del siglo XIX, Bucarest estaba en el núcleo de un conflicto que enfrentaba a Rusia con la Sublime Puerta. Se habían producido furiosos combates entre cosacos y jenízaros y, por primera vez, los rusos parecían estar en condiciones de ganar. Eran tiempos convulsos, turbulentos. Bandas de soldados errantes surcaban los campos y tomaban los pueblos a sangre y fuego. Las cosechas eran quemadas, las reservas saqueadas, las poblaciones maltratadas, sin que nada ni nadie osara oponerse, y se debilitaba el poder declinante de los fanariotas, aquellos patricios griegos enviados por los turcos para gobernarnos. Todo apuntaba al final de una época, aquella en la que habíamos sido obligados a entregar nuestra soberanía a los sultanes de Topkapi. Muy pronto, Bucarest quedaría liberado de su alianza a la luna creciente del islam. Pero ¿qué porvenir les deparaba esto a los valacos? ¿Pasaríamos a estar bajo la férula del zar, o lograríamos por fin ganarnos la libertad después de siglos de servidumbre? Lo ignorábamos aún.

Yo era el único miembro de mi familia que se interesaba por estos acontecimientos. Había manifestado un temprano interés por la lectura, la historia y las ciencias. Mi madre me enseñó el alfabeto. Durante mis primeros años ella fue mi única maestra, ya que el dinero apenas llegaba para asegurarnos la subsistencia, y no teníamos medios para pagar a un preceptor. Pronto agoté los escasos saberes de la pobre mujer, llegué al límite de sus conocimientos y busqué instruirme por mí mismo. No había libros en casa. Los volúmenes que habían compuesto la biblioteca de mi padre habían sido vendidos hacía una eternidad a un precio irrisorio. Aparte de algunos misales y viejas biblias de tapas roídas por los ratones, no había ninguna obra disponible en casa de los Galjero. Esa situación me causaba un vivo desagrado, casi un sufrimiento. También sufría por las consecuencias que comportaba la degradación de la salud de nuestro padre. Cuando yo tenía catorce años, mi progenitor sufrió los primeros ataques de gota: sus piernas se hincharon y se pusieron rígidas. Su estado empeoró hasta el punto de que se vio obligado a limitar sus salidas a la ciudad, y finalmente a renunciar a ellas. Privado de su dosis habitual de alcohol y embrutecimiento, confinado en su habitación o instalado en un diván en su despacho, empezó a exudar todos los venenos acumulados en su carne. Aquellas semanas de purga fueron atroces. Yo le cuidaba sin la ayuda de nadie. Ya crecido, y sin otras obligaciones, era el único capaz de soportar los zarpazos que lanzaba a ciegas a su alrededor cuando se apoderaba de él una crisis de delirio. Detrás de la puerta, temblando, mi madre y mis hermanas nos oían forcejear. Yo intentaba dominarlo lo mejor que podía, procurando que no se tragara la lengua y se ahogara. La intensidad de sus convulsiones y de su fiebre eran tales que me vi obligado a atarlo a los montantes de su cama. Estuvimos diez días así, encerrados en la misma habitación, él gritando como un loco, mientras yo debía calmarlo, lavarlo, bañarlo. Cuando no estaba sacudido por los espasmos, pedía sollozando un vaso de absenta o un trago de mica. Mis reiteradas negativas me hacían objeto de un diluvio de juramentos e imprecaciones como los que recibían mi madre y mis hermanas. Sus palabras innobles me daban vergüenza ajena.

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