La otra cosa eran los perros. Más grandes, más resistentes, más dispuestos a la lucha, era más fácil volverlos agresivos. En la época en que lo conocí, Forasco poseía una cincuentena: bestias de guerra, monstruos que entrenaba en persona con métodos inventados por él mismo.
– No te enseñaré cómo lo hago -me advirtió el primer día-. Todavía no. Quizá más adelante, si creo que lo mereces. Los perros obedecen a un solo amo, no a dos. ¡El jefe de la jauría soy yo! Nunca lo olvides. Tú les darás de comer, limpiarás su mierda y me ayudarás a curarlos después de los combates. Eso es todo, pero da trabajo. ¡Ah! Y también están las ratas. Empezarás por ellas para ir aprendiendo.
¡Las ratas! Miles de ratas, criadas en un granero aislado para que su olor no hiciera enloquecer a los perros. Eran de suma utilidad en el sistema ideado por Forasco. En primer lugar, constituían un calentamiento para los perros, justo antes de que empezaran los verdaderos duelos. Después, aumentaban la excitación del público y hacían subir las apuestas al demostrar de lo que eran capaces los canes. En cada sesión, las pérdidas en ratas eran enormes: las grandes veladas, hasta mil quinientas o dos mil. Yo debía asegurarme de que la banda de roedores era siempre lo bastante numerosa para abastecer semejante cantidad de sacrificios, y cuidarlas era en realidad el aspecto esencial de mi trabajo, que me ocupaba casi toda la jornada.
El granero, muy alto, y tan grande que Forasco lo llamaba en broma la «catedral», debía mantenerse muy limpio para minimizar los riesgos de posibles epidemias. Contrariamente a lo que se piensa, las ratas no son animales a los que les guste la basura. Como los gatos, dedican largas horas al aseo; pero la promiscuidad a la que estaban obligados aquellos animales propiciaba, evidentemente, todo tipo de enfermedades. Cuando Forasco me hizo penetrar por primera vez en medio de las ratas, creí que me desmayaría. El espectáculo de miles de roedores bullendo en sus jaulas de hierro podía hacer retroceder al hombre más endurecido. Forasco me puso un cepillo y un cubo en las manos y me explicó rápidamente cómo alimentarlas, limpiar sus deyecciones, aislar a las madres parturientas… Cuando hubo terminado, me dejó allí, con la advertencia de que no dudaría en sacudirme la badana si hacía mal mi trabajo, por mucho que yo fuera el retoño de Isztvan Galjero. Resignado, casi llorando, me quité el abrigo, me arremangué y, mal que bien, empecé mi primera jornada de trabajo. Al caer la noche, estaba exhausto de fatiga, tras haber sacado del pozo decenas de litros de agua, cargado sacos de grano a la espalda y barrido varias veces toda la superficie del granero. El regreso a mi casa fue largo, y cuando por fin pude hacerme un ovillo en la cama mi sueño estuvo agitado por pesadillas en las que veía mi piel cubrirse de pelos lustrosos y mis ojos se volvían rojos como los de un roedor.
La mañana del cuarto día, al abrir la puerta de la «catedral», descubrí que una de las cajas estaba llena de cadáveres. Todos sus ocupantes sin excepción habían muerto durante la noche. Temblando ante la idea de que aquello fuera el presagio de una hecatombe, enterré los despojos deprisa y corriendo al lado de un montón de estiércol y redoblé mis esfuerzos para limpiar el sitio. Estuve revisando las ratas hasta la tarde, y aislé a los individuos cuyo comportamiento me parecía que pudiera mostrar signos de infección. Pero esas medidas no surtieron ningún efecto. Al día siguiente descubrí, no una, sino tres cajas llenas de ratas muertas. Me asaltó una angustia terrible. Como el día anterior, hice desaparecer los cadáveres, limpié las jaulas con estropajo metálico y puse otros roedores en su interior para que Forasco no advirtiese las pérdidas. Esperaba con toda mi alma que los animales resistieran a la misteriosa enfermedad que los azotaba. Pero no sirvió de nada. Cada día descubría nuevas carroñas. Una mañana, algún tiempo después de que se desatara la epidemia, y cuando mis redistribuciones de las ratas estaban a punto de no bastar para ocultar la sangría, un niño vestido de harapos me interpeló desde unos metros de distancia de la granja.
– Entonces ¿tú eres el nuevo? -siseó con arrogancia.
El niño debía de tener once o doce años, es decir, tres o cuatro menos que yo. Sus rasgos, morenos como los de todos los gitanos, estaban aún más oscurecidos por la impresionante capa de grasa que cubría su carita puntiaguda.
– ¿El nuevo qué? -pregunté encogiéndome de hombros y sin detenerme.
– ¡El nuevo criado de las ratas, claro! ¿Están bien? ¿Sabes cuidarlas, al menos?
Desconcertado, miré mejor al niño. Sus pies desnudos, que sobresalían de unos pantalones demasiado largos, pisaban los charcos, y los cabellos de color carbón le caían sobre los hombros en rizos desordenados.
– Soy Raya -dijo-. Forasco me pagaba a mí antes por cuidar de las ratas.
– ¿Antes de qué?
El niño sonrió con todos los dientes y extendió el brazo derecho a la altura de mi cara. De su manga salió un muñón reciente, con la carne todavía rosada.
– ¡Los perros! Se comieron mi mano. Ten cuidado cuando Forasco te permita cuidar a los chuchos. Yo me descuidé apenas un segundo… y, bueno, ellos se aprovecharon. Entonces, las ratas ¿están bien?
Desesperado por la enfermedad que estaba haciendo estragos, le confesé a Raya los problemas que tenía con los roedores.
– Me lo figuraba. He hecho bien en esperarte.
– ¿Te lo figurabas? ¿Cómo es eso? ¿Te ha pasado esto mismo a ti también?
– A mí, no… Pero las cosas son diferentes ahora. Escucha: no se trata de una enfermedad, sino de una prueba que él te envía.
– ¿Una prueba? ¿Para qué? ¿Y quién la envía?
– ¡El rey de las ratas, hombre! Cuando yo empecé con Forasco aún no había nacido. Yo lo encontré; lo protegí y lo alimenté. Debe de echarme de menos. Se está vengando, o puede que intente saber quién eres.
– ¿El rey de las ratas? -exclamé yo, incrédulo-. ¿Qué cuento es ése?
– ¿No me crees? Aún no lo has visto, ¿verdad? Seguro que has pasado por delante de él al menos diez veces sin darte cuenta. ¡Ésa es su fuerza! Ven conmigo, te lo enseñaré.
Con discreción, ya que no quería que Forasco lo viera rondando por la granja, Raya entró conmigo en la «catedral». En cuanto franqueamos el umbral, las ratas empezaron a agitarse en sus jaulas y a proferir chillidos agudos que nunca les había oído antes.
– ¡Escucha! ¡Me reconocen! Están contentas. Mi olor es lo que las excita.
El muchacho avanzó entre las filas lanzando ojeadas de petimetre inquieto a su alrededor.
– ¿Cuántas dices que han muerto hasta ahora?
– Casi trescientas. Y el ritmo se acelera cada día.
– No te preocupes. Vamos a parar esto.
Quise preguntarle qué método pensaba emplear pero, con un gesto brusco, puso su muñón sobre mis labios para hacerme callar. Enseguida, emitió entre sus dientes un largo silbido, cada vez más fuerte y con extrañas modulaciones, que tuvo por efecto calmar, e incluso detener, la agitación de las ratas. Cuando el silencio fue completo, Raya modificó la tonalidad de su canto. Más dulce, más envolvente, pronto me pareció que la melodía se doblaba… ¡Sí! Era eso: ¡alguien o algo respondía al niño! Guiándose por el oído, Raya avanzó lentamente entre las filas y se detuvo frente a una jaula grisácea que en nada parecía diferenciarse de las demás.
– Aquí está -dijo el gitano, inclinándose hacia la quincena de animalejos que nos miraban a través de los barrotes-. ¡Te presento al rey de las ratas! Debes rendirle homenaje. Arrodíllate.
Ante mis ojos abiertos por la sorpresa, Raya hizo saltar el cierre de la jaula y hundió su mano izquierda en medio de los animales. Fue sacándolos con la mano y depositándolos en el suelo. Retrocedí instintivamente. Unidas por sus colas rojas entrelazadas, las quince ratas negras formaban un rosetón en movimiento.
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