Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¿Sorprendido de volverme a encontrar, hermanito? -susurró Maddox-. ¡Qué cara tan rara pones! Estoy contento de volver a verte… me recuerdas los buenos tiempos, cuando los dos estábamos prometidos a la silla eléctrica.

Monti escrutó con la mirada al hombre que tenía enfrente. Era el propio Maddox Green. Ni un sosias, ni su hijo, ni su hermano: Green en persona. Y Monti no sentía angustia ni sorpresa. Había trascendido los límites del miedo.

– Puedes tocarme, Monti -dijo Green, divertido-. Estoy bien vivo. No soy un fantasma… ¡Vamos! ¡Venga!

La gran zarpa de Maddox aferró la muñeca del siciliano y colocó con autoridad la mano de éste sobre su torso. Bajo el jersey de lana manchado, Lewis percibió el calor del cuerpo y el lento latir del corazón.

– Ya lo ves, hermanito, las balas de los guardianes de Blackwell no me hicieron tanto daño. Me abrieron el camino hacia el país de los muertos, eso sí, pero no cerraron la puerta detrás de ellas. He vuelto, hermanito, guiado por una luz, una bonita luz… Y ahora estoy vivo otra vez. Como antes. ¡Mejor que antes!

– ¿Qué quieres de mí, Green? -chilló bruscamente Monti.

La pregunta provocó una sonrisa burlona en los labios del otro. Monti se estremeció. Ya había visto antes ese rictus inmundo formarse en el rostro de Green: cada día, en la penitenciaría, a la hora del paseo común. Sabía que presagiaba los delirios del antiguo prisionero de Blackewll's Island y sus palabras envenenadas.

– Quiero hacerte ver la luz, hermanito… Quiero que la absorbas, que se convierta en parte de ti y tú en parte de ella. Y no soy el único que quiere esto para ti. ¡Mira quién viene a reunirse con nosotros!

Con la barbilla, Green señaló una figura que se abría paso entre el gentío. Era un hombre corpulento, con rostro asiático y caminar lento. Tomó asiento al lado de Monti y cerró los ojos para recitar:

– «Oh, semejante, tú estás en mí… Temes a un demonio invisible. El nos tiende el espejo que fascina y que cautiva… ¡Ah! Siento que cedes: ahora estás atrapado y me has abandonado. Ahora tú me miras: ése eres tú, y yo me reconozco…»

– Sé lo que está pensando, señor Monti -dijo el recién llegado abriendo los párpados-. Usted se pregunta: «¿Son éstas las sombras de los muertos que vienen de repente a profanar el suelo de los vivos?, ¿o soy yo quien, sin saberlo, he descendido hacia ellas?».

Preston Ware no se equivocaba: Monti había matado a aquel hombre treinta y ocho años antes. Le había disparado a bocajarro, una noche, en la oficina que el abogado ocupaba entonces cerca de la Quinta Avenida. Monti había visto el cadáver de Ware vaciarse de sangre por las balas, lo mismo que el de Green.

– Mis heridas se han cerrado, señor Monti -continuó Ware-. Una mano las ha curado. Ya lo ve, yo no estaba loco. Conocía la verdad de lo que me había sido prometido después de la muerte que usted me dio. Y Green también conocía esta verdad.

– ¡Exacto!

Maddox estalló en una carcajada, golpeándose las piernas, y vació su vaso de un trago.

– Ya lo ve, señor Monti; yo adoré mucho tiempo al diablo en mi juventud. Le dediqué un culto sincero, una devoción constante, ingenua pero fuerte. He sido un practicante obstinado. He hecho el mal, lo reconozco, sin remordimientos y hasta con placer…

– ¡Ésa es la condición! -puntualizó Green al tiempo que tomaba un mondadientes que había en el mostrador.

– Green ha hecho lo mismo, evidentemente -prosiguió Ware-. A su manera un poco más brutal, como puede imaginar…

– No he leído libros ni he perdido el tiempo en estudiar lenguas muertas hace treinta siglos como usted, Ware. No me ha hecho falta irme al fin del mundo a interrogar a viejos sacos de piojos delirantes… No. Yo he experimentado en vivo. ¡Por instinto! El camino de lo negro por lo negro. El horror en todas sus dimensiones, sin cursiladas.

– Es un camino difícil -admitió Ware con un dejo de admiración en la voz-. Yo mismo no lo he recorrido hasta el final.

– Demasiadas reflexiones, Ware -observó Maddox-. El pensamiento pudre la vida, lo sabes muy bien.

– Sí, ahora lo sé -concedió Ware-. Pero he necesitado tiempo para llegar a esta conclusión. Por fortuna, acabé por hacerla mía el día en que me di cuenta de que me equivocaba al poner mi fe en Satán.

– ¡Es que el diablo no existe, Monti! -dijo Green, divertido.

– Nuestro amigo está en lo cierto otra vez, Monti. Satán no es nada, porque adorarlo a él sigue siendo adorar a Dios.

– No hay que interesarse por el Enemigo, Luigi, hermano, ¡sino por el Diferente!

– Maddox por su lado, yo por el mío, los dos estábamos en un error. La verdadera rebelión contra Dios no consiste en echarse en brazos de su inverso, sino en renegar de los dos, para descubrir al fin la verdad.

– ¿Qué verdad? -se aventuró a preguntar Monti.

– ¡«Esta» verdad, hermano!

Y Green desgarró con las manos la lana de su jersey para revelar el tatuaje que tenía en el pecho. Sobre la piel blanca, Monti vio el dibujo de una Virgen pagana rodeada de serpientes de cuyos colmillos goteaban gotas verdes, lágrimas de veneno.

– Isis la Negra -cacareó Preston Ware-. Labartu, Astarté, Durga, Proserpina… poco importa el nombre que se le dé en cada época, siempre es la misma. Resplandeciente y salvaje bajo la luna creciente. Es la matriz de todo, el crisol de lo posible. Usted la conoce: yace en el fondo de su corazón desde su infancia. Ella ha levantado su templo en sus huesos. ¡Es su señora, Monti! Ella le dará todo lo que quiera si usted se convierte en su aliado, en su caballero…

– Ella te ha elegido, hermanito -añadió Maddox-. Te ha distinguido entre todos. Te conoce desde hace mucho tiempo. En otra época, cuando ni siquiera había visto aún tu cara, ella sentía tu presencia en la noche del mundo. Ella te olfateaba, ella te buscaba. A veces pasaba su lengua al azar sobre ti sin que lo supieras y sin que ella misma fuera consciente. Y después, por fin, se cruzó en tu camino. Te reconoció. Y hoy, ha llegado la noche solemne en la que nos ha designado para conducirte a su presencia.

Monti sintió caer las manos de Green sobre sus hombros como dos pesas de hierro. Quiso liberarse de su abrazo, pero los músculos de sus brazos estaban desprovistos de fuerza. Su cuerpo entero parecía no ser más que un envoltorio flácido, incapaz de iniciar un amago de resistencia. Buscó su pistola en la funda, pero cuando su mano encontró la culata de la automática Green le arrebató el arma sin dificultad y la hizo desaparecer en el bolsillo de su abrigo. Monti aún intentó debatirse, gritar. Un sonido agudo salió de su boca, pero nadie lo escuchó ni se movió. La última cosa que vio fue el vaso vacío en el que había bebido el licor rojo, abandonado en el mostrador. El fondo y los bordes del vaso estaban cubiertos de una podredumbre gris, y tres moscas verdes zumbaban a su alrededor. Alzado por Green de su taburete, Monti fue llevado como un gato al que se agarra por la piel del dorso del cuello. Tenía náuseas y una migraña horrible le subía a las sienes. Sus ojos se cerraron sin que se diera cuenta. Sintió que le hacían pasar a una cámara, y como después apartaban una cortina para llevarlo a otra sala. Allí no había música ni rumores de gente, sino un silencio de iglesia e incluso un ligero olor a incienso. Green lo dejó caer al suelo y le asestó una fuerte patada en un costado.

– Basta de dormir, hermanito… ¡Despierta!

El dolor agudo que corría por sus riñones reactivó la energía del siciliano. A costa de un gran esfuerzo, abrió los ojos y logró ponerse de rodillas. La pieza estaba bañada en vapores púrpura que surgían en espesas volutas de incensarios colocados en el suelo. No lejos, a pocos metros de él, Monti creyó ver el movimiento de unas sombras. Green se acercó a él por detrás y lo levantó brutalmente. Con su mano de gigante apretó la laringe de Monti hasta el límite de la asfixia. Paralizado por el dolor y la falta de oxígeno, el prisionero vio acercarse a Ware blandiendo una hoja brillante, y sintió la daga cortar el tejido de sus ropas. Con mil precauciones, tomándose su tiempo para no herirle, Ware hendió una a una sus vestiduras mientras que Green reía a carcajadas. Despojado, desnudo, Monti fue dejado en el suelo en medio de los pedazos de su ropa. Tenía la garganta ardiendo y los pulmones a punto de estallar. Sus captores le dejaron recuperar el aliento antes de que Maddox le atara las manos a la espalda y le pasara una cuerda de cáñamo alrededor del cuello. Obligado a avanzar a tirones de la cuerda, como un perro, Luigi. Monti fue colocado en el lugar donde se condensaba el vapor que emanaba de los cuatro rincones de la estancia y donde esperaba una silueta humana. Tan derecha que parecía paralizada, cubierta de un velo opaco que difuminaba sus formas, estaba a horcajadas sobre un extraño mueble de madera negra; más que un asiento, se trataba de una especie de banco de madera oscura y austera, una estrecha plancha encuadrada por un par de montantes cuyos vértices se perdían en la oscuridad del techo. Ware permanecía delante de esta figura hierática en tanto que Green se ocupaba de Monti, pegando su gran torso a la espalda chorreante de sudor del siciliano. Con un gesto de derviche, Preston levantó el velo para revelar el cuerpo que ocultaba. Como en una pesadilla, lentamente, la tela fue revelando dos piernas blancas y perfectas, un vientre liso, unos senos rotundos y, por fin, el rostro… Era el rostro tan detestado, tan nauseabundo, de Laüme Galjero.

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