Philippe Cavalier - Los Ogros Del Ganges

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Tímido y retraído, el joven oficial británico David Tewp desembarca en Calcuta en 1936 asignado al MI6, el servicio de inteligencia británico. La India colonial es una sombra de su pasado, y los nacionalistas hindúes radicales han pactado con la Alemania nazi en su guerra contra los amos anglosajones.
La primera misión de Tewp será vigilar a Ostara Keller, una joven periodista austríaca sospechosa de ser una espía nazi. Con dos subordinados que conocen el oficio mucho mejor que él y que no se toman muy en serio a su nuevo jefe, Tewp intenta abordar a conciencia lo que parece un asunto menor.
Pero la realidad es otra: la investigación pondrá a Tewp tras la pista de una trama para asesinar a Eduardo VIII durante su proyectada visita a la India en compañía de su amante, Wallis Simpson, y lo conducirá por un dédalo espectral de alianzas militares secretas, sectas sanguinarias, sacrificios rituales de niños y hechicería, desde los fumaderos de opio de los barrios míseros hasta la fastuosa mansión de la bellísima Laüme Galjero y su esposo Dalibor, una pareja rumana que vive rodeada de lujo, glamour y misterio…

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A una señal de Hardens, el llamado Borway se había levantado entonces para abrir en silencio una puerta al fondo del salón. Un hombre había cruzado el umbral; un hombre o más bien un monstruo de feria. Un luchador. Un hércules. Un gigante. ¿Qué altura y qué peso podía tener aquel coloso de carne y músculos? Más de seis pies, sin duda. Siete como mínimo… Y trescientas libras bien contadas al menos. Trescientas cincuenta tal vez… Era tan alto que había tenido que agacharse para pasar bajo el dintel de la puerta. Sin embargo, a pesar de su excepcional corpulencia, no parecía en absoluto pesado o torpe. Aquel gigante, al contrario, desplazaba su enorme masa con vivacidad, con nervio, e incluso con los ritmos de una furtividad natural que lo convertía casi en una especie de fantasma, transparente y silencioso. Aunque en este hombre todo era enorme, su llegada no había perturbado los sutiles equilibrios de aquella habitación delicadamente decorada.

– ¡Diarmuid Langleton! -había pronunciado orgullosamente Hardens-. ¡Nuestro cazador! ¡Él localizará y despedazará en nuestro nombre a la bella señorita Keller!

Como buen calibrador de hombres, y como buen combatiente de 1914 también, el coronel no ocultaba su admiración ante el increíble fenómeno natural que constituía por sí mismo Diarmuid Langleton, escocés de Edimburgo cuyo rostro imberbe, a la vez redondo y de rasgos marcados -como es característico de los celtas-, quedaba enmarcado por una pelambrera roja que le caía en mechas rizadas y se iluminaba con dos iris de un verde tierno sorprendentemente reluciente.

– Diarmuid es un hombre de otra época, oficial Tewp. Él no utiliza armas de fuego. Por eso encontrará a Keller y no tendrá nada que temer de los pretendidos poderes mágicos que Dolester atribuye a esta mujer y que sólo puede mencionar temblando.

Había sorprendido entonces al consejero de lord Linlithgrow, hundido en su sillón, murmurando entre dientes un exabrupto destinado a Hardens.

– Por otra parte -había continuado el coronel sin darse por aludido-, esta montaña tampoco teme el acero afilado de las dagas de las SS a las que tan aficionada es esta chica. ¡Muéstranoslo, Diarmuid!

Bajo mis ojos estupefactos, y bajo la mirada asombrada de los doce hombres que, como yo, eran testigos por primera vez de ese increíble espectáculo, el escocés hizo saltar los botones de su camisa de cuello alto y, lanzándola como un trapo por encima del hombro, nos desveló un torso y un cuello enteramente cubiertos por innumerables anillas de metal. Cosidas directamente a la piel, estas piezas formaban una cota de malla apretada, impenetrable, tan imposible de sacar como de romper. La visión de esta carne humana atrapada para siempre en la rejilla de acero era tan fascinante como penosa de contemplar. Varios miembros de la honorable asamblea de los Donovan Phibes no pudieron reprimir una exclamación de disgusto…

– Caballeros, no duden de que todo su cuerpo está protegido de este modo… -había alardeado Hardens, indiferente a los comentarios, como si aún tuviera que convencernos del gran valor que había necesitado el escocés para imponerse esta mortificación.

Durante un breve instante, Diarmuid había puesto sus músculos en tensión haciendo temblar su caparazón, antes de inmovilizarse a dos pasos de mí. Como imantada por la masa metálica que veía brillar bajo la luz tamizada de las lámparas, mi mano se había adelantado hacia las anillas frotadas con aceite. Durante una fracción de segundo recordé las escamas de la serpiente que madame de Réault había abatido en la habitación 511 del Harnett. En la sabia disposición de las mallas que cubrían a Diarmuid, reconocía algo de la piel del ofidio. El mismo aspecto aterciopelado, la misma frialdad. La misma amenaza, la misma sensualidad… Luego, como un rayo cayendo de las alturas, la palma del gigante me había sujetado de pronto por la garganta. Levantado del suelo por el puño del monstruo, me había encontrado, medio estrangulado y a punto de desvanecerme, frente al rostro amenazante de Diarmuid. Su enorme boca se había acercado a mí y sus mechas rojas me habían rozado el rostro, mientras tronaba con su voz cavernosa una advertencia incomprensible. Seguramente, fue en ese instante cuando uno de sus cabellos había caído sobre la tela de mi chaqueta…

DHARMA

De la jornada del 17 de octubre de 1936 conservo pocos recuerdos auténticos. Jaywant me había avisado por la mañana: la señora Simpson había manifestado el deseo de pasar la mayor parte de su tiempo descansando en su habitación. En cuanto a los Galjero, simplemente habían desaparecido. Los criados no esperaban que regresaran hasta la noche, y hasta ese momento no les habían dado ninguna orden precisa. Esta relativa libertad de movimientos que se me ofrecía me iba de maravilla, porque tenía muchas cosas en que pensar. Y muchas cosas que decidir también… Este día, lo sabía, era uno de los últimos instantes de calma antes de la tempestad. Todo se había aclarado unas horas antes, en la Suite de los Príncipes, pero yo aún no había tenido tiempo para asimilar las implicaciones a raíz de mi aceptación de la propuesta de Donovan Phibes.

– ¿De modo que acepta unirse a nosotros, oficial Tewp? -había concluido Hardens al término de las largas horas de conversación y debate que se habían desarrollado en la lujosa y aislada habitación del Ascot.

– Acepto -había soltado yo, convencido en ese instante de la pertinencia de los argumentos que me habían sido presentados.

– ¡No se precipite! -me había advertido entonces el pequeño Obadiah-. ¿Está absolutamente seguro de que ha entendido bien lo que le pedimos, teniente Tewp?

¡Oh, Dios mío! Sí, había comprendido demasiado bien lo que Donovan Phibes esperaba de mí. No había sido la amenaza de entregarme, inerme a Diarmuid lo que me había decidido a entrar a formar parte de los conjurados. Era otra cosa. De hecho, había sido únicamente la más pura, simple y fría racionalidad. Estas personas habían acabado por persuadirme de la justicia de su causa. Habían conseguido su objetivo. Sí, haría lo que reclamaban de mí. ¡Yo, personalmente, mataría al rey Eduardo VIII y a su amante! ¡Desencadenaría una guerra entre las naciones del mundo! ¡Pero tal vez esa guerra fuera -eso esperábamos todos- el último conflicto a gran escala en la historia de la humanidad!

– Si Keller se entera o llega a la conclusión de que en adelante el éxito de nuestro proyecto descansa sólo en usted, evidentemente tratará de abatirle. A partir de ahora pasa usted a primera línea, Tewp. Pero tranquilícese, porque no parte totalmente al descubierto. Diarmuid le protegerá. Él encontrará a los agentes del SD antes de que consigan su propósito de hacerlo fracasar todo.

– Su escocés no tendrá que ocuparse de Küneck -había informado entonces a Donovan Phibes-. Murió en mi presencia, degollado por los nacionalistas.

Ahora que había escogido mi bando, creí conveniente no ocultar nada a mis nuevos socios. Bastaron unas pocas frases para informarles de lo que sabía sobre las intenciones de Bose y del faquir Darpán. Un largo silencio había seguido a mi relato. Un silencio no consternado, sino solemne, porque ahora la duda ya no estaba permitida: dos bandos enfrentándose, los agentes del SD aliados a los hombres de Netaji contra los conjurados del grupo de Donovan Phibes. Por un lado, la preservación a corto plazo de una paz que sería el preludio de una guerra total, y por otro, una formidable provocación que justificaría un conflicto breve y localizado destinado a extirpar de una vez por todas el absceso pardo que crecía en el corazón de Europa. Yo no me arrepentía de mi elección. Hubiera deseado no verme obligado a escoger entre estas dos facciones; pero los acontecimientos así lo habían dispuesto. Ocurriera lo que ocurriese en adelante, yo ya no podía contentarme con adoptar la personalidad del pequeño funcionario gris y anónimo que tan bien había encajado conmigo en otro tiempo. Donovan Phibes acababa de abrirme la puerta de la historia. Me gustara o no, ahora debía franquearla…

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