Philippe Cavalier - Los Ogros Del Ganges

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Tímido y retraído, el joven oficial británico David Tewp desembarca en Calcuta en 1936 asignado al MI6, el servicio de inteligencia británico. La India colonial es una sombra de su pasado, y los nacionalistas hindúes radicales han pactado con la Alemania nazi en su guerra contra los amos anglosajones.
La primera misión de Tewp será vigilar a Ostara Keller, una joven periodista austríaca sospechosa de ser una espía nazi. Con dos subordinados que conocen el oficio mucho mejor que él y que no se toman muy en serio a su nuevo jefe, Tewp intenta abordar a conciencia lo que parece un asunto menor.
Pero la realidad es otra: la investigación pondrá a Tewp tras la pista de una trama para asesinar a Eduardo VIII durante su proyectada visita a la India en compañía de su amante, Wallis Simpson, y lo conducirá por un dédalo espectral de alianzas militares secretas, sectas sanguinarias, sacrificios rituales de niños y hechicería, desde los fumaderos de opio de los barrios míseros hasta la fastuosa mansión de la bellísima Laüme Galjero y su esposo Dalibor, una pareja rumana que vive rodeada de lujo, glamour y misterio…

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Durante un largo rato permanecí inmóvil, estupefacto. Por más que le diera vueltas al problema en todos los sentidos, decididamente seguía sin comprender por qué Hardens me había enviado esa noche a la cabeza de una sección de policías militares con armas ineficaces para capturar a Keller en el Harnett. Y entonces fue el señor Vouillé quien tomó el relevo de las explicaciones.

– Actuamos así, en primer lugar, porque sabíamos que Surey había hablado con usted mientras aún estaba en su celda, Tewp. Intuimos que le había hecho partícipe de sus dudas. Darle la orden expresa de detener a Keller nos permitía jugar, y ganar, en los dos tableros. O bien, como era probable, usted perdía la vida en la operación y ya no era necesario reservarle la misma suerte que a Surey, o bien escapaba milagrosamente a la masacre y volvía del Harnett persuadido de la buena fe del coronel Hardens. Evidentemente podrá calificar nuestra maniobra de cínica. Por nuestra parte, asumimos colectivamente su vileza tanto como su necesidad.

Todas estas revelaciones me habían aterrado. Matar a Surey y a su compañero, lanzar -sin el menor escrúpulo- al encuentro de una asesina profesional a hombres inconscientes, con armas trucadas, y urdir finalmente la muerte de su propio soberano. ¿Cómo diablos podían unos hombres con tan altas responsabilidades, unos hombres que debían tenerse por seres de irreprochable conducta, concebir estos crímenes abyectos? La cuestión permanecía sin respuesta, lo que, por otra parte, tenía escasa relevancia, porque yo aún no había llegado al término de sus revelaciones…

– ¿Ni por un segundo contemplaron la posibilidad de que el capitán Norrington podía estar, a pesar de todo, en condiciones de detener a Keller en el Harnett? -había preguntado finalmente, cuando desde hacía tiempo la sangre se me había helado en las venas y ni un solo músculo vibraba en mí.

– En absoluto, teniente Tewp. Imaginábamos que podría haber supervivientes entre los miembros del grupo. Que tal vez usted mismo sobreviviría. Pero teníamos la certeza de que Keller no podía dejarse atrapar… Y ni siquiera ser herida seriamente.

– Pero ¿y las armas? No habían sido saboteadas… Yo mismo verifiqué mi Webley…

Un silencio incómodo había seguido a este comentario. Hardens había carraspeado, con el puño apretado junto a la boca. Obadiah se había puesto de pronto a mirar al techo. Neville había concentrado su atención en el suelo. Por fin, Dolester se había decidido a retomar el hilo del discurso.

– Éste es un punto bastante delicado de explicar… La agente Keller me hizo una demostración extremadamente impresionante en nuestra primera entrevista. Una demostración de la que sigo sin explicarme el funcionamiento. Le ahorraré la descripción completa de la escena. Para simplificar, digamos que…

Dolester había dejado la frase en suspenso. Tenía los labios apretados y la frente fruncida. Estaba claro que se estaba esforzando para encontrar las palabras, para elegirlas… con la esperanza de ser explícito sin verse obligado a emplear simplificaciones tal vez ridículas. Pero a pesar de su buena voluntad, no lo había conseguido. Hardens había suspirado tan ruidosamente como una vieja morsa antes de decidirse a acudir en su ayuda.

– Sir Dolester trata de decirle que esta Kraut posee la facultad de provocar disfunciones en las armas de fuego -había acabado entonces el coronel, y todo su ser se había visto sacudido por un ataque de risa nerviosa.

Tres golpecitos en la puerta me arrancaron de una duermevela agitada, cargada de recuerdos y de frases pronunciadas aquella noche. Salté nerviosamente de la cama y sólo tuve tiempo de cubrirme los riñones con una sábana para ir a abrir. Cortés, paciente y grave, Jaywant esperaba en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– La señora Simpson quiere comunicarle que no saldrá de la propiedad hoy, teniente. Lady y sir Galjero le informan, por su parte, de que sólo han invitado a algunos amigos para esta noche. La jornada de mañana, en cambio, tal vez se consagre a una excursión. Es todo lo que tenía que decirle, señor oficial.

Di las gracias al segundo mayordomo con una frase inacabada, y cuando ya cerraba la puerta ante él, creí ver que se ponía de puntillas para mirar hacia el interior de la habitación. Aquello me intrigó, y me volví para buscar qué había despertado su interés. Sólo vi, en el centro del cuarto, el montón que formaba la ropa que había llevado la víspera y que había tirado negligentemente al suelo. Acepté el ofrecimiento de Jaywant de llevar mi uniforme a la lavandería, y al tenderle mi chaqueta, un largo y muy fino reflejo cobrizo retorcido en la manga atrapó la luz de la mañana que entraba en oleadas. Maquinalmente, cogí entre mis dedos lo que en un principio tomé por un simple hilo de polvo. Pero no se trataba de eso: era un cabello. Un largo cabello pelirrojo. El rastro ínfimo, casi inmaterial, pero tremendamente evocador, de un hombre espantoso, de un hombre como nunca había visto antes, que me había sido presentado por el colectivo Donovan Phibes en la Suite de los Príncipes…

– Tewp -había dicho Hardens, después de haber conseguido dominar por fin el ataque de risa que le había provocado la mención del poder milagroso sobre las armas de fuego que Dolester atribuía a Keller-, creo que ha llegado el momento de acabar con las explicaciones detalladas. Será mejor que hagamos un somero resumen; porque, bien mirado, la situación es muy simple. Hemos tratado de manipular a agentes del SD y hacerles cargar con un atentado contra la persona de la señora Simpson. Un atentado urdido por nosotros, desde luego, que hubiera debido eliminar al soberano al mismo tiempo que a la americana. Si todo se hubiera desarrollado según nuestras previsiones, hubiéramos abatido a Keller y a Küneck, para, posteriormente, proporcionar a la opinión británica todas las pruebas de la implicación de los alemanes en esta tragedia. Tras esta revelación se hubiera desatado una guerra… que nosotros hubiéramos ganado. Los hombres que usted ve aquí esta noche sólo son la parte visible de una red extraordinariamente más vasta. Donovan Phibes no se reduce a trece personas. Donovan Phibes son veinte, treinta, cincuenta veces más miembros de los que ve aquí: banqueros, generales, industriales, filósofos, diputados, ministros, científicos de once naciones diferentes repartidos por los cinco continentes… ¡Incluso hay alemanes entre nosotros, Tewp! Sí, alemanes que saben que la única solución para evitar la catástrofe anunciada es tomar la delantera y barrer a los ogros que han tomado el poder en Berlín, en Roma, y pronto en Madrid, en Rumania o en otros lugares… Todas estas personas que nos apoyan sólo esperan que surja una chispa para convencer a los antiguos aliados de que vuelvan a tomar las armas y se lancen al corazón de Europa para instalar por fin en él un régimen compatible con nuestras democracias. Un régimen pacífico del que nadie tendría ya nada que temer.

– ¿Realmente necesitan que muera un rey para esto? -había comentado yo con tristeza.

– Una acción así impresionará a la opinión pública. Es el más simple y el más directo de los casus belli … Una ocasión que no podemos desperdiciar, aunque Keller haya huido. Después de la operación del Harnett, la austríaca hubiera debido acudir al escondite que le habíamos asignado en caso de producirse alguna emergencia. Allí disponía de dinero, material…, todo lo que necesitaba. Pero no se presentó. Y también le hemos perdido el rastro a Küneck. La operación se acelera, Tewp. Se nos escapa de las manos. Sin duda los agentes del SD han comprendido el papel que pretendíamos adjudicarles. Harán lo imposible para que nuestra operación fracase. Pero aún podemos caer de pie. Tenemos a un hombre que se encuentra tras la pista de los alemanes. Ya sabe que Keller sigue en la ciudad. Pronto la encontrará… y pronto la matará.

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