Así pasé las dos horas previas a la medianoche, atormentándome con estos pensamientos. Fuera, la luna brillaba, llena y redonda en un cielo sin nubes, bañando el césped con una extraña luz, gris e intensa, que proporcionaba singulares relieves a todos los volúmenes de la fronda, de las fuentes y los edificios. Mis ojos se habían abismado desde hacía varios minutos en esta vana contemplación cuando de pronto un movimiento irregular que agitaba el fondo arbolado me llamó la atención. Tuve el tiempo justo de coger mi viejo catalejo -que por fortuna había tenido la precaución de incluir en mi equipaje- para ver a un cortejo que se dirigía directamente hacia la zona salvaje del parque. Encabezando la fila, reconocí la alta silueta de Dalibor Galjero, seguido por Laüme, Simpson, y una tercera silueta femenina, vestida con un largo chal a la moda hindú que la cubría de la cabeza a los pies. Creí identificar a Madurha, la más estilizada de las bailarinas del sultán Muradeva. Ante ella caminaba otra figura más, una minúscula sombra triste, cubierta de harapos. ¡Un niño! Como en la noche de la primera orgía, estaba seguro de que el destino del grupo sólo podía ser esa famosa stupa negra que se levantaba en medio de la maleza como un dedo de carne flaca.
Exaltado, corrí al piso superior, a una de las ventanas del pasillo desde donde sabía que disfrutaría de una inmejorable visión del parque. Era mi única oportunidad de descubrir el camino oculto que utilizaban los Galjero para abandonar la zona ordenada de los jardines. Con los pies descalzos, corrí tan deprisa como pude hacia mi puesto de observación. Al enfocar de nuevo la lente, vi que el grupo llegaba al lindero del bosque. La luna iluminaba la escena como en pleno día. ¡Lo veía todo! Dalibor se acercó, solo, a un arbolillo plantado por delante de los otros y se arrodilló respetuosamente ante él como si fuera un ídolo, una especie de pequeño dios silvestre. Luego sacó de su bolsillo un frasquito que contenía no sé qué líquido, que vertió respetuosamente en la tierra que rodeaba al árbol enano. Podía ver cómo movía los labios; pero era incapaz de adivinar las palabras que pronunciaba. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Era una especie de ritual? ¿Un acto mágico? ¿Un acto de pura superstición para impresionar a Simpson y a la bailarina? Imposible decirlo. Me apresté a examinar más detenidamente al grupo de las mujeres y el niño, pero un temblor en las ramas bajas más próximas al rumano atrajo mi atención. ¡Sin poder creerlo, vi cómo las ramas de espinos se apartaban como por arte de magia y en unos segundos dejaban al descubierto un camino perfectamente rectilíneo, un sendero limpio y recto que se hundía en el corazón de la jungla! ¿Qué artificio de prestidigitador había podido producir este milagro? Lo atribuí a un gran despliegue de medios y esfuerzo para controlar la retirada de las ramas y los matorrales artificiales, tal vez mediante una red de cables y poleas enterrada en el suelo. Era la única explicación lógica, y yo sabía que los Galjero eran suficientemente excéntricos para concebir un mecanismo como aquél. Eso debía asegurar a los rumanos un temible ascendiente sobre las almas simples a las que ofrecían este espectáculo. Wallis y la bella Laüme fueron las primeras en desaparecer bajo las sombras negras de los grandes árboles. La bailarina las siguió, empujando con rudeza al niño ante ella. Finalmente, Dalibor cruzó también la linde, y los matorrales se cerraron sobre él tejiendo una rejilla de espinas infranqueable para quien desconociera la existencia del pasaje secreto. Todo volvió a quedar como antes. La ilusión era perfecta. Aun sabiendo que existía, el ojo no podía discernir nada de ese porche vegetal.
Bajé mi telescopio y volví discretamente al piso inferior. Por primera vez desde hacía muchos días, tenía la sensación de que por fin progresaba en mi investigación. Con mayor razón aún porque un detalle me daba vueltas en la cabeza. Sentía que se trataba de algo importante. Aguzada por la lente, mi mirada había captado algo en la escena del paso hacia el bosque salvaje. Un ínfimo fragmento de información que mi cerebro, demasiado ocupado en comprender las maniobras de Galjero para abrirse paso a través de los zarzales, había decidido relegar momentáneamente para un análisis posterior. Pero este detalle se me escapaba, como una mariposa ante la mano de un niño… ¡La mano de un niño! O, mejor dicho, ¡la mano de la bailarina que había empujado al niño hacia los árboles! Yo había visto esa mano durante una fracción de segundo. Y no era morena como hubiera debido de ser la de Madurha. ¡Era blanca! ¡Blanca y fina como la de Ostara Keller! La sangre se me heló en las venas. ¡Keller estaba aquí! ¡Y su refugio era la stupa en el fondo del parque de los Galjero! Ante esta perspectiva, mi mente se desbocó. ¡La agente de élite del SD Ausland, la protegida de Heydrich, la mujer que perseguía desde hacía casi un mes, esa austríaca pretendidamente nacida hacía veintitrés años en Graz de la relación carnal entre Althus Keller y Sabrina Ginter, esa bruja que acariciaba cráneos y entrenaba serpientes, esa furia que plantaba sin asomo de duda su daga en la garganta de soldados aguerridos, esta muchacha, en fin, acosada por un gigante pelirrojo con el cuerpo recubierto de acero, se encontraba a sólo unas yardas de mí! Este descubrimiento me situaba ante una encrucijada. Bastaba una llamada, enviar una nota, para que el escocés se lanzara contra su presa. Dentro de una hora todo habría terminado para Keller y ya nadie estaría en situación de oponerse al plan de Donovan Phibes. Pero si, al contrario, optaba por callar, si me guardaba para mí lo que sabía, todo sería distinto. ¡La historia del mundo cambiaría! Esta idea, esta elección, esta decisión que debía tomar, era embriagadora, turbadora… ¡Yo no era nada, no valía nada, y sin embargo, en este instante se concentraba un poder inmenso en mis manos! Me acometió el vértigo. Cerré los ojos y me dejé caer pesadamente sin ninguna retención, sin ningún control. El impacto fue violento. Mi cráneo chocó con tanta fuerza contra el suelo que casi perdí el conocimiento, pero el dolor, paradójicamente, interrumpió de golpe el sortilegio de mi embrutecimiento. ¡Abrí los ojos de nuevo como si me despertara de una larga pesadilla y me incorporé, feliz casi! ¡Por fin sabía qué debía hacer! En primer lugar, cogí una pluma y papel, y de un tirón y sin tachaduras, plasmé sobre el papel todo lo que sabía de Donovan Phibes. No omití nada, ni los nombres de los conjurados ni el alcance de sus palabras, la antevíspera, en la Suite de los Príncipes del Ascot. Luego procedí del mismo modo con los sanghatanistas, describiendo todo lo que sabía de Bose, Darpán, Ananda. Describí el asesinato de Küneck y puse negro sobre blanco las revelaciones del alemán antes de morir. Bastó poco más de una hora para terminar el trabajo. Introduje el expediente en un sobre, lo sellé y anoté la dirección del procurador del virrey en Nueva Delhi. Al día siguiente confiaría el documento a Habid Swamy, que tendría por misión entregarlo a quien correspondía si llegaba a sucederme una desgracia de aquí al final de la estancia en las Indias del rey Eduardo VIII. ¡Porque estaba firmemente decidido a que ni nuestro soberano ni la señora Simpson morirían aquí mientras yo fuera oficial del MI6 con destino en Calcuta!
Acababa de guardar el sobre en un cajón del secreter que se cerraba con llave, cuando oí el sonido de una puerta que se abría suavemente en la planta baja. Apagué la luz, desenfundé instintivamente mi Webley y pegué la espalda a la pared, justo detrás de la puerta de entrada de mi suite. ¡Una voz interior me advertía de que el hombre o la mujer que entraba a escondidas en la casa había venido por mí! Agucé el oído y oí crujir un peldaño bajo un peso humano. Luego reinó un completo silencio durante tres minutos, cuatro tal vez. Y después vi cómo el pomo de mi puerta giraba… Contuve la respiración para no alertar al intruso, mientras mi pulgar levantaba muy despacio el percutor del revólver. Coloqué mi índice sobre el gatillo cuando una silueta alta se perfiló en el umbral. Aquel turbante negro… ¡reconocí al momento a Darpán! El brahmán avanzaba encorvado, como un felino al acecho, temiendo caer en una trampa. Aún no se había vuelto, y juzgué preferible dejar que se adelantara un poco más antes de revelar mi presencia, ante el temor de que desencadenara una reacción irracional por su parte. Cuando estimé que la distancia entre nosotros era bastante grande para garantizar nuestra seguridad mutua, permití que un ligero soplido pasara entre mis dientes. El brahmán se volvió al instante. ¡En su mano brillaba un largo puñal de dos hojas!
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