Philippe Cavalier - Los Ogros Del Ganges

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Tímido y retraído, el joven oficial británico David Tewp desembarca en Calcuta en 1936 asignado al MI6, el servicio de inteligencia británico. La India colonial es una sombra de su pasado, y los nacionalistas hindúes radicales han pactado con la Alemania nazi en su guerra contra los amos anglosajones.
La primera misión de Tewp será vigilar a Ostara Keller, una joven periodista austríaca sospechosa de ser una espía nazi. Con dos subordinados que conocen el oficio mucho mejor que él y que no se toman muy en serio a su nuevo jefe, Tewp intenta abordar a conciencia lo que parece un asunto menor.
Pero la realidad es otra: la investigación pondrá a Tewp tras la pista de una trama para asesinar a Eduardo VIII durante su proyectada visita a la India en compañía de su amante, Wallis Simpson, y lo conducirá por un dédalo espectral de alianzas militares secretas, sectas sanguinarias, sacrificios rituales de niños y hechicería, desde los fumaderos de opio de los barrios míseros hasta la fastuosa mansión de la bellísima Laüme Galjero y su esposo Dalibor, una pareja rumana que vive rodeada de lujo, glamour y misterio…

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Los primeros esbozos eran simples paisajes campestres que no merecían un examen más profundo. Luego venía una serie sobre villas modernas con altas torres agudas y amenazadoras, grises y lisas como sílex. El trazo aquí ya había adquirido carácter, y mostraba un estilo, una energía, una personalidad consolidadas, fuera del tiempo y las modas. Los primeros retratos venían inmediatamente después. Keller había hecho bosquejos de gente de la calle, personajes anónimos, transeúntes corrientes: una joven madre que arrastraba tras de sí a un niño como si fuera un fardo, un vagabundo apoyado contra una pared, un negro lustrador de zapatos, empleados de oficina saliendo en manada de una boca de metro… Personas que parecían abrumadas por el destino, y la línea del dibujo lograba transmitir el sufrimiento, la angustia, la humillación que debían de constituir su carga común. Sin embargo, no descubrí ningún atisbo de piedad en el trazado de los rostros y las siluetas. No había compasión ni caridad en la expresión de la miseria humana. Aun al contrario, el artista parecía sentir una enorme repugnancia por estas gentes, y acentuaba hasta la repulsión los detalles miserables de sus anatomías, el abandono en su vestimenta y en sus poses. Este miserabilismo contrastaba con los croquis siguientes, consagrados a esos famosos Juegos Olímpicos de agosto de 1936 que se habían desarrollado apenas unas semanas antes en Berlín. Keller no se había contentado con fotografiar los acontecimientos para su diario, sino que también los había dibujado con un raro talento, y consideré incluso que este trabajo era en muchos aspectos mejor que las fotos aparecidas en Der Angriff . Visiblemente, estas obras no reflejaban ya repugnancia, sino, bien al contrario, una gran fascinación por los cuerpos humanos que se enfrentaban en ejercicios de lucha, de esgrima, de equitación o lanzamiento.

Sabiendo que disponía de muy poco tiempo, volví rápidamente estas páginas y descubrí luego una decena de retratos consagrados a dignatarios del Partido Nacionalsocialista. Reconocí al grueso Goering y al demacrado Goebbels… Reconocí también al propio canciller. Pero no pude poner nombre a los otros. Había demasiados. Después de un largo pasaje de texto, en un estilo que hacía pensar en Callot, en Durero, se sucedían una serie de ilustraciones de punta seca que extraían su inspiración de los cuentos infantiles. Se veían caballeros, monstruos y seres fabulosos errando en el crepúsculo en torno a sencillas cabañas de campesinos, en las que brillaba, en el alféizar de una ventana, una escuálida candela… Unas páginas más adelante, mi corazón se aceleró al reconocer en los dibujos la India y las calles de Calcuta. Primero había algunas vistas generales, anodinas, casi turísticas: la masa clásica del Victoria Memorial, un templo, e incluso la fachada del Harnett… La página siguiente estaba cubierta de esbozos que representaban a diversos notables hindúes, y luego, al volver una página más, descubrí un retrato acabado, muy trabajado, sin duda alguna el más hermoso, el más impresionante de los que Keller había trazado hasta el presente. Era el busto de un hombre en la flor de la vida. Ni muy joven ni demasiado viejo. Su rostro era noble sin altivez, grave sin tristeza, superior sin desprecio; su porte, fiero sin brutalidad, magnético sin vulgaridad… Extrañamente, no sé por qué, la elegancia de este hombre me hizo pensar en una espada forjada por un maestro. Los bustos y retratos de cuerpo entero de las páginas siguientes desarrollaban las cualidades del primer dibujo. Por todas partes aparecían los mismos largos cabellos negros, las anchas espaldas, los grandes ojos almendrados sombreados por gruesas pestañas, el perfecto clasicismo de los rasgos… Las poses y la ropa cambiaban, desde luego. Las actitudes, primero académicas y un poco rígidas, se suavizaban, se aproximaban a las poses de la vida corriente, mostrando al hombre sentado al pie de un árbol, conversando con otras siluetas apenas esbozadas o bien caminando solo sobre un arenal… Y luego venían los desnudos. Diez, quince tal vez… Crudos. Indecentes. Escandalosos. En ellos el hombre estaba representado en toda su gloria, priápico hasta el exceso, ardiente hasta la caricatura, efectivo hasta el asqueo… Pensé en ciertos grabados abyectos de Bayros o de Aubrey Beardsley que, en la universidad, algunos estudiantes licenciosos se divertían en hacer circular durante las clases y a los que un día había tenido casualmente acceso. Pasé tan deprisa como pude estas hojas obscenas hasta que empezó otra serie. El individuo, esta vez, ya no estaba solo, sino que había ganado a una compañera hecha a su semejanza. ¿Qué edad podía tener? Como él, alrededor de treinta o treinta y cinco años. Y aunque indudablemente la arquitectura de sus rasgos difería, todo hacía pensar en una imprecisa relación de parentesco entre ellos. ¿Hermano y hermana? Sin duda no, porque decididamente había demasiadas diferencias; pero sí, tal vez, primos lejanos… La mujer estaba representada primero en retrato, y luego, como su compañero, en poses menos rígidas, como tomadas directamente del natural… Tenía siempre un aire helado, distante, casi reptiliano, que asustaba… Las páginas siguientes la mostraban desnuda. Pasé rápidamente estos dibujos. Pero enseguida, aun a mi pesar, volví a ellos.

Algo, un detalle, me había inquietado. No había querido examinar muy a fondo el cuerpo dibujado, pero mi mirada había captado una imperfección, una anomalía, que me turbaba. Me obligué a escrutar los trazos uno a uno. Sin duda el equilibrio de las masas era perfecto, el cuerpo, a la vez amplio y fino, frágil y musculoso, atraía… Estaba representado con gran exactitud, sin estilización ni amaneramiento, sino, al contrario, con una evidente preocupación de precisión y realismo. Y por esto me pareció tan extraño descubrir por fin lo que confería al dibujo de esta mujer un aire tan particular, tan inhumano. De hecho se trataba de un detalle ínfimo. De una pequeña sombra ausente en el hueco del vientre. Porque, en cada ocasión, el modelo femenino había sido representado con el abdomen totalmente liso, privado de ombligo. Lo verifiqué minuciosamente. No era un olvido fortuito. El error se repetía de forma sistemática en todas las poses de desnudo. Sin ninguna excepción… Aún perplejo, repasé las imágenes del modelo masculino sin encontrar la misma marca distintiva. El hombre estaba efectivamente provisto de una cavidad umbilical. Y entonces, el corazón me dio un vuelco.

Una gran fotografía ocupaba una de las últimas hojas de la libreta. Una fotografía en blanco y negro, tirada en un papel brillante de calidad y sujeta a la página por cuatro ángulos de cartón. Una fotografía en la que los dos modelos, el hombre y la mujer dibujados, aparecían representados con un aspecto no menos impresionante que en los dibujos precedentes. Reconocí el estilo fotográfico de Keller, sus juegos de sombras y su técnica característica de utilizar el contraluz. Los dos personajes estaban desnudos, enlazados ante una gran ventana que se abría sobre las líneas de árboles de un parque. Los dos estaban de cara al objetivo; el hombre tenía a la mujer en sus brazos y ocultaba a medias el rostro en los cabellos desechos de su compañera, mezclando sus mechas negras con las claras de su amante. El vientre y los muslos de ésta caían de lleno en una mancha de luz. Los dibujos no habían mentido. Ninguna depresión marcaba el abdomen femenino, decididamente más liso que un canto rodado. Cerré el cuaderno, sin duda más confundido de lo que en verdad quería confesarme, y permanecí un instante en suspenso, como si tuviera todo el tiempo del mundo, preguntándome qué debía pensar de este descubrimiento.

Un poco a regañadientes, guardé el diario donde lo había encontrado y continué el registro. Había una maleta de metal que aún no había abierto. Una maleta grande con algunos arañazos, y un poco abollada también, acaso porque debía de haber viajado mucho. No estaba cerrada con llave. Contenía material fotográfico profesional: cámaras, lámparas potentes para la iluminación de interiores, un trípode, bidones de productos inflamables para el revelado… Y además, enterrada en medio de este material y pasando casi inadvertida entre los instrumentos de óptica, una especie de lente larga, del tipo de las que se deslizan en las ranuras de un arma de fuego. Cogí el instrumento y lo observé un instante. Pude leer el nombre del fabricante alemán Mánnlicher, una reputada fábrica de armamento. Me llevé la mira a los ojos. El aumento era tan enorme que no pude enfocarla bien en el espacio de la habitación. Fui a la ventana y durante unos instantes efectué algunos ajustes groseros que me permitieron juzgar mejor la eficacia del aparato. Según mis estimaciones, estaba hecho para alcanzar objetivos a muy larga distancia, a media milla, o tal vez más. En ningún caso era un instrumento de aficionado. Enardecido por este descubrimiento, volví a colocar la lente en su sitio y me puse a palpar y a golpear la caja de metal, persuadido de que ocultaba un doble fondo en el que encontraría las piezas de un fusil de asesino profesional. Pero mis esfuerzos fueron inútiles; no parecía que hubiera nada oculto en esta maleta.

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