Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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…le faltaron cuatro reales, por eso se cayó muerta…

En ese punto nos mirábamos; nos cambiaba el espíritu y continuábamos con alegre intensidad.

Asómate a la rinconá…

Discutimos siempre sobre las canciones de Violeta Parra, nuestra favorita. Acordamos que las dos mejores eran Gracias a la vida y el Maldigo. Ella insistía en que ésta última era, lejos, la mejor de todas, mientras yo no cejaba con Gracias a la vida.

– Es el desgarro, Josefa. ¡El Maldigo es la esencia del desgarro!

Sólo en la casa del molino volvía Violeta a acompañarme en el canto. Cantábamos la una junto a la otra, la otra junto a la una. Cantábamos a la pena, al amor, a la esperanza, al futuro. Cantábamos amorosamente. Yo seguí cantando, Violeta se quedó con la pena y la esperanza… ésta última, en Violeta, a toda prueba. Para mí, vislumbrar tal esperanza significaba ineludiblemente quedarse con la pena.

Sí, Violeta cantaba a la vida. Le cantó hasta que la maldijo. Siempre anhelando que abrir los ojos a la mañana, cada mañana, valiera la pena, incólume su ilusión de que la suerte cambiaría para los hombres, confiando en que los adoloridos no necesitarían esperar el fin del mundo.

3.

Estoy condenada por las catástrofes de mi tierra.

Corral. La culpa la tuvieron el muro de Berlín y el maremoto de Corral, dice Violeta en su diario, que por fin he tenido la valentía de abrir.

Aquel día de mayo de 1960.

Entonces yo era una niña, pero no Eduardo. El cumplió en esa fecha los veinte años. Y me contó muchas veces el cuento: el mar se retiró para adentro, para adentro, muchos kilómetros. La gente, sorprendida, maravillada, corrió hacia este nuevo suelo de arena húmeda que nunca había visto. Hundían sus talones y sacaban mariscos, contemplando embelesados esos tesoros secretos al descubierto. De súbito se oyó un estrépito que se acercaba desde el horizonte. Era un rumor gigantesco, como si, furioso, el mar rugiera. Un sonido extraño nunca antes escuchado y que probablemente nadie volvería a oír. Eduardo miró hacia arriba y pensó: algo muy malo va a pasar. El cielo cambiaba sus colores, todo se ennegreció. A lo lejos, muy a lo lejos, avanzaba hacia la costa una enorme ola, treinta metros de altura, negra, y el cielo dale con cambiar de color: con el rugido venía el rojo, luego el azul, incluso verde se puso el cielo. Eduardo echó a correr como un loco cerro arriba. Lo enceguecía la luminosidad del cielo, esos colores que se trucaban. Tomó su bufanda, se la puso sobre los ojos y por una pequeña abertura miraba el cerro por el cual corría y corría, desaforadamente, subiéndolo. Apenas llegó a la cima, habiendo puesto la tierra pedregosa de por medio, volvió la cabeza y tuvo tiempo de ver la ola gigante abatiéndose sobre la costa de Corral. El agua lo cubrió todo. Todo. Se tragó, voraz, absolutamente todo lo que encontró en su camino.

Eduardo miró. Con sus ojos había visto cómo el mar se completaba con lo que él había tenido. Se quedó completamente solo. Su casa y la casa de sus padres habían desaparecido. Su familia, esposa, hijo, padre y madre, cada uno de los miembros de su familia enredado entre las aguas, sumergido entre las aguas, muerto entre las aguas.

Eduardo había creído hasta entonces que los huérfanos sólo existían en los cuentos.

La historia de Corral aparece en el cuaderno grande, el de las cubiertas de cuero marrón. No debo abrirlo en cualquier página. Meticulosamente examino las fechas: nada al azar. Si me faltó atención para escucharla entonces, no puedo fallar ahora.

9 de noviembre de 1989

Presiento el día de hoy como uno importante.

Dos cosas han ocurrido.

Cayó el muro de Berlín.

Di vueltas por la casa, desconcertada. No sabía bien qué quería hacer. Hasta que fui a la librería, necesitaba ver a mi papá, escuchar su opinión. Siempre he mantenido el gusto por hurgar en los estantes a esa última hora de la tarde, ver qué nuevo texto ha llegado. Pero hoy no me preocupaban los libros. Sentía un raro desasosiego.

Mi padre conversaba con un hombre detrás del mesón, un señor de mediana edad, también mediana su estatura, de pelo oscuro y barba, vestido en forma muy casual (sin corbata, chaqueta informal, pantalones anchos). Me llamó para presentármelo y, al mirarlo de frente, lo reconocí.

– No sabía que estuviera en Chile -le dije.

– Tampoco yo -me respondió.

Me reí y sentí ganas de que se quedara. En ese momento, Carmencita llamó a papá; lidiaba con un cliente difícil.

– Perdónenme, ya vuelvo -muy educado, papá nos dejó solos.

Lo miré.

– Cayó el muro de Berlín -no sabía qué otra cosa decir.

Me contestó que había escuchado las noticias.

– ¿ Y qué opina? -pregunté.

Él: Nada en especial. Bien por la libertad. ¿Y tú?

Yo: Sí, bien por la libertad. Pero… no sé, me tiene desconcertada, como si todo perdiera su rumbo.

Él: ¿Qué importa que se pierdan los rumbos, si no existen las causas superiores? Tú eres muy joven… pero a mi edad ya se sabe que lo único que existe es la demencia de los fanáticos o el vacío interior que los transforma en tales.

Ay, si se va de tesis no lo soportaría, pensé. Por lo tanto, no le respondí. No era el momento de explicarle a un desconocido algo tan confuso para mí misma. Nos quedamos callados y automáticamente nos pusimos a mirar libros que en realidad no veíamos.

Eduardo: ¿Eres una buena lectora?

Yo: Sí, bastante. ¿Tiene alguna sugerencia?

Eduardo: ¿Por qué me tratas de usted?

Yo: Por puro respeto, supongo.

Eduardo: O la otra es que sea por viejo… Si me tuteas, te voy a recomendar un libro magnífico.

Yo: De acuerdo. ¿ Cuál sería?

Eduardo: ¿ Conoces a Agota Kristoff?

Yo: No, ni de nombre.

Eduardo: Mira, tu padre tiene aquí su novela El gran cuaderno. Es una escritora húngara, aunque escribe directamente en francés. No es muy conocida. Llévatelo, no lo vas a encontrar fácilmente en otra parte. Claro que, una vez leído, exijo un comentario.

No vacilé: nada me causa tanto placer como saber que tengo entre mis manos un buen libro. Y más aun si me lo recomienda él, que no es un escritor de moda: él es serio.

– Ven -le dije-, te invito a un café en señal de agradecimiento.

Caminamos por Providencia -ya no el centro, como en mi infancia- y no tuvimos que avanzar mucho para instalarnos apropiadamente.

Insisto en que lo de Berlín me tenía confusa, no era un día normal. Mi intención era conversar y, ojalá, hacerme un poco amiga de este hombre a quien sentía conocer por sus libros. Quizás hasta podríamos haber conversado del maremoto de Corral, de su viudez y su inusitada historia. De hecho, durante un mágico momento, lo hicimos. Le hablé de mis autores favoritos y escuché sus comentarios casi con devoción. Un punto a su favor: reparó inmediatamente en mi anillo.

– Esa es la piedra cruz -dijo.

– Lo sé.

– Es del sur, del río Laraquete, cerca de mi tierra.

– También lo sé.

– Me sorprende que lo uses. No se lo he visto nunca a otra persona.

Pero prefirió irse por lo fácil: me convidó a un hotel, a la media hora de haberlo conocido. ¡Qué poco sutil!

Por si acaso, le dije que no.

Noviembre, no sé qué día

Estoy molesta con Susana. Ella me da lo mismo, no es más que una aspirante a escritora que da vueltas alrededor de la librería. Pero igual tengo rabia, como si me hubiera ganado. Es que en verdad me ganó, y Carmencita, por supuesto, no pudo dejar de contármelo en cuanto me vio. Aunque tampoco es tan claro que me haya ganado: después de todo yo lo rechacé. Le dije que no, y por eso invitó a Susana. Me siento superior a Susana, soy una presa menos fácil y eso siempre da una cierta categoría. Aunque sea feo decirlo, y odiando la falta de solidaridad entre mujeres, Susana recibe lo que yo desecho. Y también estoy molesta con Eduardo. No dudó en comentarle a papá lo sensible e inteligente que era su hija, cómo habíamos congeniado, todo eso. Pero igual me habrá considerado intercambiable si pudo hacerme una proposición y, al momento siguiente, hacérsela a otra. Me aterra ser yo una Susana el día de mañana. Al fin, me trató igual que a ella, la única diferencia es que hoy yo dije que no y ella accedió. No sé si gané o perdí. Soy una mujer sola, con los amores un poco cansados, y le he entregado a otra una bonita oportunidad. Claro, me angustia terminar en la cama a la primera -¿acaso no lo he hecho nunca?- o decir que sí sólo por miedo, el puro miedo a ser rechazada el día de mañana, probablemente por uno peor que Eduardo. ¿No dicen que en las solteras el tiempo va mermando la selectividad? Ese frívolo -escritor será, pero es frívolo igual- debe estar pensando para sus adentros: tú te la perdiste. O tal vez: no eres la única mujer sobre la tierra. Mi rechazo le da lo mismo. Estoy molesta, pero la verdad es que, dejando a Susana fuera, me doy cuenta de que tampoco estoy enojada con Eduardo. ¡Es tan difícil decir no! En ese terreno, nunca sé bien lo que quiero. Soy yo la que me molesto a mí misma. Me siento atravesada por emociones fuertes e incómodas, pero ninguna tiene que ver dilectamente con Eduardo, sino conmigo misma.

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