Al aproximarse febrero, cada año, comenzábamos nuestro ritual. A medida que se acercaba el día primero, sonaban los teléfonos. Y esa noche, la víspera de la partida, al cargar los autos, llegábamos a hablar hasta diez veces de una casa a otra.
Nos habíamos puesto de acuerdo previamente sobre los libros. Andrés y yo, por razones obvias, nos sometíamos dócilmente al criterio de Violeta, y debo reconocer que era lo único en que nos sometíamos a ella. Yo era la encargada de los videos, que mi hijo Borja había ya grabado durante el invierno. Los primeros años llevábamos películas antiguas, mucho clásico, mucho blanco y negro. Cuando el mercado de videos estuvo casi tan al día como el del cine, veíamos en el verano las películas que nos saltábamos en el invierno. Yo ya no iba al cine; odiaba que me reconocieran y temía al inevitable compañero de asiento, abriendo sus caramelos con ese ruido del celofán en el silencio de la sala, arruinándome todo goce posible. Y cuando luego empezaban a mascar o les daba por los chicles, sencillamente me cambiaba de asiento. (Nunca olvidaré mi primera ida al cine en Nueva York, cuando en la cola vi a esos gringos con sus enormes vasos de papel encerado repletos de popcorn. Corté por lo sano: abandoné la cola y nunca más pisé una sala. No soñé que semejante costumbre llegaría más tarde a mi país.)
«¿Llevas este año la wafflera? Ya. ¿Y la parrilla? Es que a mí no me cabe la plancha para la carne, no me cabe absolutamente nada más.»
«La cafetera suiza, ¿la echaste? Yo llevo la Bialetti.»
«¿Y la guitarra?»
«Ay, Violeta, no jodas. Voy a descansar.»
«Entonces Jacinta lleva la suya. No te hagas la ilusión de no cantar en todo el verano.»
A medida que pasaban los años, nos fuimos sofisticando.
«¿Celular? ¡No seas siútica, Josefa! ¿Para qué lo necesitamos? La idea es que el resto del mundo no exista.»
Tenía razón Violeta: de eso se trataba. Si no fuera por los postes de la electricidad, no habríamos sabido en qué siglo estábamos. Hasta la ausencia de un almacén nos ayudaba a construir este refugio contra todos los rasgos distintivos de nuestra civilización. Hace poco leí una encuesta; el dos por ciento de la población no sabe quién es el Presidente de la República. Pensé en los campesinos del Llanquihue: no me cupo duda de que Aguayito formaba parte de ese porcentaje.
El tiempo era la pieza clave en la casa del molino.
Nos sacaba de la contingencia. Nos convertía en una especie de vagabundos sin ancla, ni ropaje, ni deberes. Nos daba la oportunidad, una vez al año, de contemplar nuestras vidas con distancia, y esto nos hacía pensar que nuestras raíces eran duraderas. Rara calidad del tiempo. El único espacio en la tierra donde yo no me ocupaba de él, hasta el punto de no poder asegurar si habían transcurrido quince o cinco días, si era martes o domingo, si recién había llegado o si ya debía partir.
Lo atemporal nos rejuvenecía y a mí me suavizaba. (Conocí esa sensación cuando pasó lo de Roberto. Sólo que entonces el tiempo desapareció en el horror, quedó suspendido. Ahora, en cambio, estábamos sobre él; no nos dominaba ni sometía.)
En la casa del molino cocinábamos nosotros, lo que raramente hacíamos durante el año. Cantábamos, algo a lo cual yo me negaba en mi vida diaria. Conversábamos… en circunstancias de que yo ya casi no conversaba con nadie, salvo algunas noches con Andrés.
Todos los gestos cotidianos perdían su cualidad rutinaria y se convertían en sorpresas.
Nos instalábamos en mi cocina grande y mientras hablábamos de nuestros trabajos, maridos, hijos, o comentábamos el libro que ya había terminado de leer la otra, surgían de nuestras manos las compotas de ciruela, las mermeladas de frambuesa, los waffles en las tardes frías. Violeta trasladaba su hamaca y la tendía entre los dos castaños del potrero de atrás. El viento no la descorazonaba.
Necesitábamos un lugar de campo y de agua. No nos bastaba el campo. El agua, como siempre, nos daba una salida. Para los pies, para el pensamiento.
Violeta se quedó con la casa del molinero y yo con la del abuelo Richter. Era una división proporcional al tamaño de nuestras familias. Subíamos por la misma escalera a nuestras dos puertas, que nunca se cerraron. Los niños entraban indistintamente a una u otra. Una miraba al volcán, la de Violeta. La mía, al lago. Violeta, que tenía una verdadera pasión por las casas, se paraba entre ambas a contemplar con amor esas tablas grises. A pesar de todo lo que ha viajado en su vida y aun sabiendo que iba de paso, siempre quiso tener una casa en el país que visitaba, o en cada ciudad o pueblo que le robaba el corazón. Mantenía la fantasía de echar raíces donde estuviera, de diseñar su propia casa en cada parada. «Si algún día logramos convencer a Richter para que nos venda este lugar», me decía, «nos haremos dos casas… Las tengo totalmente diseñadas en mi cabeza. No solamente la mía, la tuya también. Verás las preciosuras que serán, enteras de alerce. Las dos tendrán vista al volcán y al lago. Las haremos sin coñetería, Josefa, ¡prepárate!» Y es que ella de verdad habitaba los lugares, se apropiaba de ellos y los inundaba de sí misma. Rara cualidad ésa. La he encontrado poco en la vida.
La comunidad acústica era total, por lo que no se podía compartir una casa así entre desconocidos. Era divertida la división: a mí me tocó la gran cocina, a Violeta el gran baño. La casa de ella tenía dos dormitorios. El suyo, casi monacal, era pequeño, con una cama matrimonial y una silla, nada más. El otro era enorme, de techos muy altos, con muchos camarotes; Jacinta se apoderaba de él, procurando llenarlo con sus amigas. Violeta era mucho más permisiva que yo al respecto. Yo me agotaba con la casa repleta de gente y limitaba el número de amigos que podían invitar mis hijos. Ella no. «Mira, Josefa», solía decir, nada me importa más que los recuerdos que Jacinta tenga de sus vacaciones: le darán consistencia cuando sea grande, lo sé. No quiero que le pase lo mismo que a mí.»
Mi casa tenía cuatro dormitorios, dos baños chicos, modernos, provistos sólo de una ducha. El baño de Violeta y su enorme tina eran la envidia de todos los míos.
Violeta se levantaba siempre a medianoche, o de madrugada, y se dirigía al lugar más tibio de la casa del molino: el baño era su espacio favorito. El gran termo de agua caliente, las muchas cañerías al aire -como si su antigüedad o precariedad hubiese tenido la intención más vanguardista- y el calor que despedían esos tubos parecían llamarla: era un calor que Violeta no sabía bien de dónde venía ni hacia dónde iba. Su cuerpo avanzaba casi con independencia de su voluntad: como un fantasma, se deslizaba incorpórea, apenas un movimiento, apenas la tibieza del roce de esos cálidos cilindros.
Violeta y yo cantábamos. Eran los momentos predilectos de Andrés, cuando armábamos de noche la fogata y yo veía asomarse, a través de las lenguas anaranjadas, sutilmente, su amor. «Me enamoré de tu voz antes que de ti», me decía. «No importa», lo disculpaba yo, «mi voz y yo somos la misma cosa.»
Hubo tiempos largos en que Violeta cantó conmigo. Aferrada a cualquier forma de arte «para respirar la vida», la música no podía estar ausente de ella. En distintos escenarios -el colegio, la universidad, el campo, las fiestas-, siempre la misma escena: Violeta me hacía la segunda voz. La suya era alta, frágil y dulce, una soprano si hubiese sido profesional. Yo era la que daba la partida con mi registro fuerte y sonoro de contralto:
La pericona se ha muerto, no pudo ver a la meica…
Ella entraría en el momento exacto:
La pericona se ha muerto, no pudo ver a la meica…
Y ambas voces se unían:
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