– Disculpe mi retraso, doctor. No me gusta llegar la última.
– No se preocupe, Marie, no tenemos prisa; además, todavía quedan algunos invitados por llegar. Ah… ya están aquí los últimos -exclamó mientras se levantaba y se dirigía a la puerta para recibirlos.
Se trataba de la pareja formada por Jake Edwards y Charlotte Brown. A su llegada, saludaron al resto de los invitados y tomaron asiento frente a Ann Marie en el velador. Ella palideció al verlo allí acompañado por aquella mujer e hizo un enorme esfuerzo para no mirarlo ni demostrar la profunda desolación que sentía al enfrentarse a la terrible realidad: había regresado y ni siquiera se había molestado en anunciárselo ni en ir a visitarla. Su primer impulso fue levantarse y abandonar la casa, pero tras reflexionar unos instantes, resolvió no dar pie a un espectáculo gratuito de malos modales provocados por los celos. Eso sería reconocer que él le importaba, y no pensaba darle esa satisfacción.
– Le creía en el continente, señor Edwards -comentó el alcalde.
– He vuelto esta misma tarde -respondió con calma, aunque sus ojos sólo tenían un único destino: Ann Marie.
– He ido a rescatarlo a su mansión. Como siempre está tan ocupado… -explicó Charlotte dedicándole a Jake una encantadora sonrisa.
– Tenía ganas de conocerla, Marie, hemos oído hablar mucho de usted. -La esposa del pastor se dirigió a ella en un agradable tono de voz. Era una amable señora que había pasado los cincuenta, de piel muy blanca, mejillas sonrosadas y aspecto de sencilla ama de casa inglesa.
– Gracias, para mí también es un placer estar aquí.
– Por cierto, lleva usted un chal precioso -prosiguió la mujer, cogiendo un extremo del mismo para verlo mejor-. Está bordado a mano, ¿verdad? Me gustan las manualidades. ¿Lo ha hecho usted?
– No, pertenecía a mi madre. Ella fue quien lo hizo. Era una auténtica maestra en el bordado de punto de cruz.
– Yo también hago punto de cruz. Es muy relajante.
– Por mi parte prefiero el petit point; me resulta más fácil y rápido.
– ¡Caramba! Nuestra misionera también sabe coser -Charlotte Brown se dirigió a ella sonriendo con descaro. Se sentía segura exhibiendo el triunfo que tenía a su lado.
– Sí, me enseñó mi madre cuando era apenas una niña. Era muy tradicional y pensaba que una mujer debía aprender a coser incluso antes que a escribir -contestó Ann Marie tratando de sonreír.
– ¿Y después aprendió a escribir?
– Por supuesto -respondió con desgana.
Durante un segundo, desvió la vista hacia Jake, quien, con semblante serio, no apartaba los ojos de ella. Sintió deseos de salir corriendo de allí, arrepentida mil veces por haber aceptado la invitación, pues tenía el presentimiento de que aquella niña malcriada y su todavía marido iban a arruinarle la velada. Continuó conversando con la esposa del pastor, sentada a su lado. Los diferentes puntos de ganchillo y recetas de cocina consumieron la tertulia en el jardín.
– La mesa está lista, pasemos al comedor -indicó el doctor White.
La estancia era espaciosa, con paredes cubiertas de muebles de madera tropical, grandes cuadros y plantas naturales. La mesa central estaba preparada para los nueve comensales. En un extremo se sentó el anfitrión, a su izquierda lord Brown, seguido de su hija, de Jake y del pastor. A la derecha de la mesa, justo frente al lord inglés, se acomodaron Ann Marie, el alcalde, su mujer y la esposa del pastor.
Ann Marie sentía los ojos de Jake fijos en ella, pero no se atrevía a mirarlo y se volvía hacia su izquierda para conversar con el médico.
– Hermana Marie -era el alcalde, sentado a su lado-, ¿ha tomado ya una decisión sobre mi propuesta?
– Lo siento, pero mi respuesta sigue siendo la misma. Ni siquiera me había planteado esa posibilidad.
– ¿Qué propuesta? -preguntó el médico con interés.
– Queremos contratarla como maestra. Los niños no van al colegio desde que la anterior falleció en aquellas desgraciadas circunstancias. Le he ofrecido una casa aquí en el pueblo y un buen sueldo.
– ¿No va aceptar, hermana? -le preguntó Charlotte sonriendo-. Es la mejor oferta que habrá recibido desde su llegada, ¿no es cierto?
– No he venido a esta isla a buscar trabajo. Mi labor es otra muy diferente.
– ¿Quiere convencernos de que prefiere quedarse en la misión, rodeada de negros y viviendo en una choza? Perdóneme, pero no la creo. Lewis -la joven miró al alcalde con indolencia-, auméntale el sueldo; seguro que esta vez aceptará.
– Charlotte… -intervino Jake lanzándole una dura mirada-. Creo que eso no es asunto tuyo…
– No se moleste, porque no voy a aceptar -dijo Ann Marie con una sonrisa, dirigiéndose al alcalde.
– No pretendía incomodarla, hermana. Es que me conmueven los fuertes lazos de amistad que tiene con los negros -comentó Charlotte con sorna.
– No se preocupe, no me siento ofendida. No tengo problemas para sentarme a la mesa con gente de diferente raza, y tampoco me incomoda compartirla con personas sin educación.
Charlotte iba a devolverle el fino revés, pero los hombres intervinieron para aliviar la tensión.
– ¡Hum, ejem! Jake, ¿cómo te ha ido en el continente? -preguntó el médico, violento por el rumbo que había tomado la conversación.
– Muy bien. Parece que vamos a tener una buena añada -respondió el interpelado.
– ¿Tiene viñedos en el continente? -Ann Marie iba conociendo cada día una nueva faceta de su marido.
– Sí. El vino que estamos tomando pertenece a una de mis bodegas. -Sus miradas se cruzaron por primera vez.
– Por cierto, exquisito -apostilló el pastor.
– ¿Y en Johannesburgo, continúan las revueltas en las calles? -se interesó el alcalde.
– En Soweto aún quedan focos de protesta, pero en el resto del país todo está bajo control -respondió Jake.
– Nuestro recién elegido primer ministro Pieter Botha ha iniciado su mandato con firmeza -comentó lord Brown-, y no ha dudado en utilizar el ejército para reprimir a los manifestantes con mano dura.
– Menos mal que Mandela continúa preso -añadió el médico-. No podemos permitir que unos cuantos agitadores sigan enardeciendo a los jóvenes y que se repitan los desórdenes del setenta y seis.
– Tiene razón, no se debe consentir que la policía cargue violentamente contra estudiantes de color por el simple hecho de manifestarse contra la orden de recibir las clases en afrikáans, como ocurrió ese año en Soweto. -Ann Marie lanzó un nuevo dardo envenenado a los presentes.
Un tenso silencio se propagó por la sala. Se sentía observada por todos y dirigió una provocadora mirada a Jake, que la contempló incómodo.
– ¡Vaya!, veo que tiene las ideas muy claras, hermana. ¿Tanto le gustan los negros? ¿Es usted comunista?
– ¡Charlotte! -Ahora fue el propio padre de la joven quien reprendió a ésta.
– Yo no he nacido en este país, por lo tanto, no comparto sus prejuicios. Me crié en un ambiente multirracial.
– A ver, déjeme adivinar. Creció usted en un suburbio marginal en las afueras de París -comentó la chica cruzando los brazos sobre la mesa y mirándola con descaro.
– No exactamente… -Le devolvió la sonrisa sin responder a su pregunta.
– Charlotte, creo que deberías mantener la compostura. -Le recriminó Jake con dureza.
– Jake, ¿cómo va la campaña de Thomas Rodson? ¿Crees que será elegido alcalde de Johannesburgo? -preguntó lord Brown en un intento de aliviar la incómoda situación entre las dos mujeres.
– Las encuestas lo dan como favorito. Creo que tiene la alcaldía asegurada.
– Es un gran tipo ese Rodson -apuntó el médico-. Ha demostrado una gran integridad al dejar su puesto en el Parlamento para presentarse a la alcaldía.
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