– Yo… no debo estar aquí… Esto no está bien… -balbuceó aturdida, tratando de zafarse.
– ¿Por qué? Aún eres una mujer libre. Todavía no eres monja -dijo, acercando su cara a la de ella para besarla de nuevo-. Y quiero que pruebes el amor que siento por ti…
– No, Kurt -masculló con torpeza, intentando librarse de él.
– Me siento muy solo. Aquí no hay mujeres como tú. Sólo negras…
Ann Marie sintió una profunda decepción. Esas palabras demostraban que Kurt no era diferente del resto de los habitantes blancos de aquel lugar.
– Esas «negras» son personas dignas, como tú y como yo -murmuró, apartando sus manos, que la aprisionaban como unas tenazas-. Suéltame, por favor…
Jake Edwards se deshizo de Charlotte y tomó la dirección sur hacia la misión, para ir en busca de Ann Marie. Entró en el dispensario, pero lo encontró desierto y a oscuras. Después llamó a la puerta de las religiosas, que le abrieron sobresaltadas por la intempestiva visita. Pero ella no estaba allí, y la camioneta tampoco. Condujo de vuelta con gran desasosiego, examinando despacio las cunetas y el camino, inquieto ante la posibilidad de que hubiera tenido un percance, pero no halló ni rastro del vehículo. Regresó al pueblo, y al recorrer la calzada principal, inmediatamente reconoció la camioneta de la misión aparcada ante la casa de su administrador.
Aparcó, salió del coche y lo cerró de un portazo. Después abrió la verja de la casa, se dirigió con paso firme hacia la puerta principal y abrió sin llamar, haciendo que la hoja chocara contra la pared. Se quedó atónito al ver la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos: Marie estaba en el sofá, en brazos de Kurt, y esa visión lo llenó de ira.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? -gritó desde el umbral.
A simple vista, Jake no podía adivinar que en realidad Ann Marie trataba de deshacerse del alemán, que la sujetaba por la cintura para vencer su resistencia y besarla de nuevo. Gracias a su oportuna irrupción, el administrador la soltó bruscamente, separándose de ella y levantándose del sofá. Jake se acercó a ellos con gesto crispado.
– Señor Edwards… es… La hermana Marie… No se encuentra bien, ha bebido demasiado y yo iba a acompañarla a la misión -tartamudeó, sin atreverse a mirar de frente a su jefe.
– ¿Y quién la ha incitado a beber? -preguntó Jake con recelo, señalando los dos vasos que había sobre la mesa, junto a una botella de whisky medio vacía.
– He sido yo, nadie me ha obligado -lo desafió Ann Marie con ojos vidriosos.
Jake la miró, y luego a Kurt.
– Si vuelves a acercarte a ella, te echaré a patadas de esta isla -amenazó, señalándolo con un dedo. Después se inclinó para coger a Ann Marie del brazo-. Vámonos, Marie.
Ella se dejó llevar dócilmente; Jake la ayudó a acomodarse en su coche y luego condujo en silencio.
– Llévame a la misión -pidió con voz insegura.
– No. Te llevo a casa.
– Ni lo sueñes. Voy a coger el barco que sale dentro de unos días. Regreso a Londres.
– Ya hablaremos de ese asunto cuando estés serena.
– No tenemos nada de que hablar -sentenció-. Está todo aclarado, tanto por tu parte como por la mía.
– ¿Y eso qué significa? -Jake se volvió para mirarla con gravedad.
Habían llegado y detuvo el coche cerca de la escalinata.
– Lo que has oído -le espetó Ann Marie con rencor.
Jake bajó del coche y lo rodeó para abrirle la puerta, pero Ann Marie no se movió; se quedó de brazos cruzados, en actitud desafiante.
– Vamos, sal del coche.
– Quiero volver a la misión -insistió con tozudez.
– Te quedarás aquí.
– ¿Vas a obligarme?
– No. Baja y hablemos con calma, por favor.
– Aún no me has preguntado si quiero estar aquí. No lo crees necesario, ¿verdad? Mi opinión y mis sentimientos carecen de importancia para ti. Me humillas presentándote con otra mujer y después me llevas a tu casa en contra de mi voluntad. -Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y se las enjugó con un gesto brusco, furiosa por demostrar sus sentimientos.
– No, Marie, estás en un error. -Jake le hablaba con suavidad, consciente de su estado anímico y de su embriaguez-. Entre Charlotte y yo no hay nada. Te doy mi palabra.
– Tu palabra… tu palabra… ¿Cuántas palabras me has dado ya? Mentiroso, eres un… -Pero el torbellino de sentimientos había tomado el control y no pudo dominar el llanto.
Jake esperó en silencio unos minutos.
– Marie, lamento lo que ha pasado esta noche y te aseguro que no se volverá a repetir. Anda, vamos -susurró, cogiéndole la mano para ayudarla a salir del coche.
Esta vez ella se bajó despacio y avanzó vacilante a su lado; al llegar a la escalinata, Jake colocó el brazo sobre sus hombros y la ayudó a subir pegada a él. Ann Marie no opuso resistencia y continuaron en silencio hasta el dormitorio de la primera planta; entonces la condujo hacia la cama, abrió la colcha y esperó a que ella se sentara.
– Ahora debes descansar. -Se inclinó para ayudarla a tenderse.
– ¡Te odio! ¡No vuelvas a tocarme! -exclamó casi sin aliento, apartándole las manos.
Él se incorporó y soltó un paciente suspiro, sin decir nada ni hacer ningún movimiento que pudiera empeorar aún más el desastroso final de aquella desastrosa velada. La dejó sola, pero más tarde regresó para comprobar que dormía tranquila.
Ann se despertó a mediodía con una jaqueca espantosa, y tras una estimulante ducha bajó al salón. Un sirviente la vio y la condujo al comedor. Al cabo de unos instantes, Jake apareció en el umbral y se sentó frente a ella.
– Hola, ¿cómo te encuentras? -preguntó afable.
– Regular. Me duele la cabeza -respondió con frialdad, sin mirarlo.
– Mejorarás con un café y un par de aspirinas.
Un tenso silencio se instaló entre los dos. Parecía que ambos esperasen del otro una explicación de lo ocurrido la noche anterior.
– ¿Cuál es tu verdadero nombre?
– Mi nombre es Ann Marie, pero todos me llamaban Ann, o Annie.
– Yo te llamaré Ann.
De nuevo, silencio.
– Siento lo de anoche y la escena con Charlotte. Te aseguro que… -empezó él.
– No quiero hablar de eso ahora -lo interrumpió Ann Marie dirigiéndole una gélida mirada.
– Quiero que escuches lo que tengo que decirte.
– No tienes nada que explicarme. El nuestro no ha sido un matrimonio por amor. Tú tienes tu propia vida y yo tengo la mía.
– A partir de ahora tendremos una vida en común. Cuando me conozcas mejor, te darás cuenta de que no soy el monstruo que imaginas.
– No tengo ningún interés por conocerte, y tampoco quiero ser tu mujer… -Le advirtió-. Voy a marcharme en el próximo barco.
– Ann, no quiero que te vayas -suplicó sereno-. Necesito que me des una oportunidad.
– ¿Otra más? ¿Cuántas te he dado ya? -Lo fulminó con la mirada.
Jake conocía su fuerte carácter y temió un nuevo estallido al reparar en la furia que sentía ella en aquel momento.
– Lamento lo que ha ocurrido. Sé que no fui honesto contigo, y cometí un grave error al rechazarte. Ahora quiero enmendarlo, pero necesito tiempo, y tu comprensión. Voy a convencerte de que te puedo hacer feliz… sólo a ti, a nadie más. Te quiero, Ann. ¿Es que no lo ves?
– No. No lo veo. Y si ésta es tu forma de demostrarme tu amor, prefiero que las cosas queden claras desde el principio: estoy aquí porque tú lo deseas, no yo. -Observó que Jake bajaba la mirada con gesto de disgusto-. Cometí una estupidez al quedarme. Debí tomar el barco de regreso aquella misma tarde…
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