Iba en el avión, explica, en una plaza de primera clase pagada por la gente que le dio el premio, el miedo a volar un tanto mitigado por el suave asiento de cuero, el caviar y el champán, estúpido lujo entre las nubes, con una abundante selección de películas a su disposición, no sólo nuevas cintas de Europa y Estados Unidos sino antiguas también, clásicos venerados, bagatelas de las fábricas de sueños de ambos lados del Atlántico. Acabó viendo Los mejores a ñ os de nuestra vida, que había visto una vez hacía mucho tiempo y por tanto tenía completamente olvidada, una película bonita, le pareció, bien interpretada por los actores, una encantadora obra de propaganda destinada a convencer a los norteamericanos de que los soldados que volvían de la Segunda Guerra Mundial acabarían adaptándose finalmente a la vida civil, no sin llevarse algunos encontronazos, desde luego, pero al final todo iría bien, porque esto es Estados Unidos y aquí todo sale siempre a pedir de boca. Sea como sea, le gustó la película, lo ayudó a pasar el tiempo, pero lo que más le interesó no fue la película en sí, sino un papel secundario interpretado por uno de los actores, Steve Cochran. Sólo tiene una pequeña intervención de cierta importancia, un breve y petulante enfrentamiento con el protagonista, cuya mujer ha estado saliendo a escondidas con Cochran, pero en el fondo eso tampoco fue lo que le interesó, la interpretación de Cochran es un asunto que le trae completamente sin cuidado, lo importante es la historia que su madre le contó una vez de que había conocido a Cochran durante la guerra, sí, su madre, Anita Michaelson, de soltera Cannobio, que murió hace cuatro años habiendo cumplido los ochenta. Su madre era una mujer esquiva, muy reservada en lo que se refería al pasado, pero cuando Cochran murió a los cuarenta y ocho años en 1965, justo después de que Renzo cumpliera los diecinueve, ella debía de haber bajado la guardia lo suficiente para sentir que necesitaba desahogarse, de manera que le contó su breve idilio con el teatro a principios de los años cuarenta, cuando era una muchacha de quince, dieciséis o diecisiete años, y que en cierto grupo de teatro neoyorquino su camino se cruzó con el de Cochran y se quedó prendada de él. Era un hombre muy guapo, le aseguró, uno de esos ídolos irlandeses morenos y robustos, pero el significado de ese «prendarse» nunca estuvo muy claro para Renzo. ¿Acaso perdió su madre la virginidad con Steve Cochran en 1942, cuando tenía diecisiete años? ¿Vivieron realmente una aventura amorosa, o sólo se trató de un enamoramiento adolescente por un actor de veinticinco años que prometía mucho? Imposible saberlo, pero lo que le contó su madre era que Cochran quería que se fuera a California con él y ella estaba dispuesta a acompañarlo, pero sus padres se enteraron de lo que se estaba cociendo y pusieron inmediatamente fin al asunto. Una hija suya no hacía esas cosas, nada de escándalos en esta familia, olvídalo, Anita. De modo que Cochran se marchó, su madre se quedó y se casó con su padre, y por eso nació él: porque su madre no se fugó con Steve Cochran. Ésa es la idea con la que está jugando, dice Renzo, escribir un ensayo sobre las cosas que no ocurren, las vidas que no se han vivido, las guerras que no se han librado, los mundos en la sombra que corren paralelos al mundo que tomamos por real, lo que no se ha dicho y no se ha hecho, lo que no se recuerda. Peligroso territorio, quizá, pero valdría la pena explorarlo.
Después de llegar a casa, prosigue Renzo, sintió la suficiente curiosidad como para indagar un poco en la vida y la carrera de Cochran. Papeles de gánster en su mayor parte, un par de obras en Broadway con Mae West, nada menos, Al rojo vivo, con James Cagney, el protagonista de Il Grido, de Antonioni, y apariciones en diversas series de televisión de los cincuenta: Bonanza, Los intocables, Route 66, En los l í mites de la realidad. Creó su propia compañía de producción, de la que apenas salió algo (la información es escasa, y aunque Renzo sienta curiosidad, no es tanta como para seguir explorando ese elemento), pero Cochran parece haber adquirido fama como uno de los más activos mujeriegos de su época. Eso probablemente explica por qué su madre se enamoró de él, continúa Renzo, tristemente, considerando lo fácil que habría sido para un seductor consumado ablandar el corazón de una inexperta muchacha de diecisiete años. ¿Cómo podría haberse resistido al hombre que más adelante tuvo aventuras con Joan Crawford, Merle Oberon, Kay Kendall, Ida Lupino y Jayne Mansfield? También estaba Mamie Van Doren, que al parecer escribió en abundancia sobre su vida sexual con Cochran en una autobiografía publicada hace veinte años, pero Renzo no tiene intención de leer ese libro. En el fondo, lo que más le fascina es lo absolutamente que se han borrado de su memoria los detalles de la muerte de Cochran, que sin duda conoció a los diecinueve años, pero incluso después de la conversación con su madre (que en teoría debió hacer que la historia resultara imposible de olvidar), lo relegó todo al olvido. En 1965, esperando revitalizar su moribunda compañía de producción, Cochran elaboró un proyecto para una película ambientada en Centroamérica o Sudamérica. En compañía de tres mujeres de edades comprendidas entre los catorce y los veinticinco años, presuntamente contratadas como ayudantes, puso rumbo a Costa Rica en su yate de doce metros para empezar a buscar exteriores. Semanas después, la embarcación embarrancó en la costa de Guatemala. Cochran había muerto a bordo a consecuencia de una severa infección pulmonar y las tres aterrorizadas jóvenes, que no sabían nada de navegación ni de pilotar un yate de doce metros, habían ido a la deriva durante los últimos diez días, con la única compañía del cadáver putrescente de Cochran. Renzo afirma que no puede borrar esa imagen de su mente. Las tres asustadas mujeres perdidas en el mar con el cuerpo en descomposición de la estrella del celuloide bajo la cubierta, convencidas de que nunca volverían a pisar tierra.
Y con eso, concluye, adiós a los mejores años de nuestra vida.
Lo han invitado a la fiesta de Fin de Año en cuatro sitios distintos de Manhattan: el East Side y el West Side, el norte y el centro de la ciudad, pero después del funeral, el almuerzo con Renzo y las dos horas pasadas en casa de Marty y Nina, no tiene ganas de ver a nadie. Vuelve a su piso de la calle Downing, incapaz de dejar de pensar en Suki, sin poder liberarse de la historia que le ha contado Renzo sobre el actor muerto en el barco a la deriva. ¿Cuántos cadáveres ha visto en la vida?, se pregunta. No los muertos que yacen embalsamados en sus ataúdes abiertos, las figuras de museo de cera desprovistas de sangre que ya no parecen haber sido humanos, sino verdaderos cadáveres, muertos vivos, por así decir, antes de que los haya tocado el escalpelo del director de la funeraria. Su padre, hace treinta años. Bobby, hace doce. Su madre, cinco años atrás. Tres. Sólo tres en más de sesenta años.
Va a la cocina y se sirve un whisky escocés. Ya se ha trasegado un par de ellos en casa de Marty y Nina, pero no se siente en absoluto tambaleante ni mareado, tiene la cabeza despejada, y después del copioso almuerzo ingerido en el delicatessen, que aún siente como una piedra en el estómago, tampoco tiene ganas de cenar. Decide acabar el año poniéndose al día con los manuscritos que debía haber leído en Inglaterra, pero comprende que eso sólo sería una argucia, un truco para dirigirse al confortable sillón de la sala de estar y, una vez sentado en esa butaca, no volver a la novela de Samantha Jewett, que ya ha decidido no publicar.
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