Poco a poco, se ha ido aclimatando a la mirada de Ellen. Ya no se siente amenazado por la curiosidad que le suscita, y si bien ella habla menos que los demás en los desayunos y cenas que comparten en torno a la mesa de la cocina, puede ser bastante locuaz cuando se encuentra a solas con él. Se comunica principalmente a base de preguntas, no interrogándole sobre su vida o historia pasada, sino sobre sus puntos de vista acerca de temas que van desde el tiempo hasta el estado del mundo. ¿Le gusta el invierno? ¿Quién le parece mejor pintor, Picasso o Matisse? ¿Le preocupa el calentamiento del planeta? ¿Se alegró cuando Obama salió elegido el mes pasado? ¿Por qué les gustan tanto los deportes a los hombres? ¿Quién es su fotógrafo favorito? Sin duda hay algo infantil en esa franqueza suya, pero al mismo tiempo sus preguntas suelen provocar animadas conversaciones y, siguiendo los pasos de Alice y Bing antes que él, se siente cada vez más obligado a protegerla. Comprende que lleva una vida solitaria y que nada le gustaría tanto como acostarse todas las noches con él, pero ya le ha contado lo suficiente sobre Pilar para que ella sepa que eso no es posible. En uno de sus días libres, Ellen lo invita a dar un paseo por el cementerio de Green-Wood, una visita a la Ciudad de los Muertos, como ella lo llama, y por primera vez desde que llegó a Sunset Park, siente que algo se remueve en su interior. En Florida estaban los objetos abandonados y ahora se ha topado con las personas olvidadas de Brooklyn. Sospecha que es un territorio que vale la pena explorar.
Con Alice, ha encontrado la ocasión de hablar de libros, algo que sólo le ha ocurrido rara vez entre la universidad y Pilar. Al principio, descubre que desconoce en su mayor parte la literatura europea y sudamericana, lo que le produce una pequeña decepción, y aunque ella pertenece a ese ámbito de especialistas sumidos en su estrecho mundo angloamericano, mucho más familiarizados con Beowulfo y Dreiser que con Dante y Borges, eso no puede considerarse un problema, hay muchas cosas de las que pueden hablar, y al cabo de pocos días han creado una jerga particular para expresar sus gustos y antipatías, un lenguaje consistente en gruñidos, frente arrugada, cejas enarcadas, inclinaciones de cabeza y súbitas palmaditas en la rodilla. Ella no le habla de Jake, y por tanto él no le hace preguntas. Le ha hablado de Pilar, sin embargo, pero no mucho, poca cosa aparte de su nombre y el hecho de que vendrá de Florida para hacerle una visita en la pausa de Navidad. Emplea esa palabra en vez de «vacaciones», porque «pausa» sugiere universidad mientras que «vacaciones» siempre supone instituto, y no quiere que nadie de la casa sepa lo joven que es Pilar hasta que ya esté allí; momento en el cual, según espera, nadie se molestará en preguntarle la edad. Pero no le preocupa que lo hagan. La única persona con la que hay que tener cuidado es Angela, y no se enterará de la marcha de Pilar. Ha hablado de esa cuestión con ella una y otra vez. Ninguna de sus hermanas debe saber que se marcha, no sólo Angela, tampoco Teresa y Maria, porque en el momento en que una de ellas lo sepa, todas lo sabrán, y aunque sea poco probable, Angela podría estar tan loca como para seguir a Pilar a Nueva York.
Ha comprado un librito ilustrado sobre el cementerio de Green-Wood y ahora va todos los días con la cámara y deambula entre las sepulturas, monumentos y mausoleos, casi siempre solo en el aire helador de diciembre, estudiando detalladamente la lujosa y con frecuencia recargada arquitectura de determinadas tumbas, los pilares de mármol y obeliscos, los templos griegos y las pirámides egipcias, las mastodónticas estatuas de llorosas mujeres en decúbito supino. El cementerio es más grande que la mitad de Central Park, una extensión lo bastante amplia para perderse por allí, para olvidar que es un recluso que cumple condena en una zona deprimente de Brooklyn, y pasear entre los miles de árboles y plantas, subir por las lomas y recorrer los largos senderos de esa vasta necrópolis es como dejar atrás la ciudad y encerrarse en sí mismo entre la absoluta quietud de los muertos. Saca fotos de tumbas de gánsteres y poetas, generales y empresarios, víctimas de asesinatos y dueños de periódicos, hijos muertos prematuramente, una mujer que sobrevivió diecisiete años a su centésimo cumpleaños y la esposa y la madre de Theodore Roosevelt, enterradas juntas el mismo día. Allí está Elias Howe, inventor de la máquina de coser, los hermanos Kampfe, creadores de la maquinilla de afeitar, Henry Steinway, fundador de la Steinway Piano Company, John Underwood, impulsor de la Underwood Typewriter Company, Henry Chadwick, padre del sistema de puntuación del béisbol, Elmer Sperry, creador del giroscopio. En el crematorio, construido a mediados del siglo XX, se han incinerado los cadáveres de John Steinbeck, Woody Guthrie, Edward R. Murrow, Eubie Blake, ¿y cuántos otros más, famosos y desconocidos, cuántas otras almas se habrán convertido en humo en ese sitio hermoso y fantasmagórico? Se ha embarcado en otro proyecto inútil, utilizando la cámara como instrumento para tomar nota de sus dispersos e inútiles pensamientos, pero al menos le da algo que hacer, un modo de pasar el tiempo hasta que su vida empiece de nuevo, ¿y dónde mejor que en el cementerio de Green-Wood podría haberse enterado de que el verdadero apellido de Frank Morgan, el actor que desempeñó el papel del Mago de Oz, era Wuppermann?
Es el último día del año y ha vuelto de Inglaterra una semana antes para asistir al funeral de la hija de veintitrés años de Martin Rothstein, que se ha suicidado en Venecia la víspera de Nochebuena. Ha publicado la obra de Rothstein desde la fundación de Heller Books. Marty y Renzo eran los únicos norteamericanos en el primer catálogo, dos estadounidenses junto a Per Carlsen de Dinamarca y Annette Louverain de Francia, y treinta y cinco años después les sigue publicando a todos, forman el núcleo de los escritores de la casa y es consciente de que sin ellos no sería nada. La noticia le llegó la noche del 24, un correo electrónico masivo enviado a cientos de amigos y conocidos que leyó en el ordenador de Willa en su habitación del hotel Charlotte Street, en Londres, el severo y descarnado mensaje de Marty y Nina de que Suki se había quitado la vida, con aviso de que seguiría información sobre la fecha del funeral. Willa no quería que él asistiera. Pensaba que le afectaría demasiado, había habido muchos funerales ese año, ahora se estaban muriendo demasiados amigos, y ella sabía lo destrozado que estaba por todas esas pérdidas, ésa fue la palabra que empleó, «destrozado», pero él contestó que tenía que estar allí por ellos, sería imposible no acudir, el deber de la amistad lo exigía, y cuatro días después cogió un avión de vuelta a Nueva York.
Ahora estamos a 31 de diciembre, a última hora de la mañana del último día de 2008, y cuando se apea del metro de la línea Uno y sube las escaleras hasta la esquina de Broadway con la calle Setenta y nueve, la atmósfera está cargada de nieve, una nevada espesa y húmeda que cae de un cielo blanquecino, gruesos copos que remolinean entre la tempestuosa penumbra, disipando el color de los semáforos, blanqueando el capó de los coches que pasan, y cuando llega al centro social de Amsterdam Avenue, parece que lleva un sombrero de nieve. Suki Rothstein, Susanna de nombre, la niña que vio por primera vez dormida en el brazo derecho de su padre hace veintitrés años, la joven que se licenció summa cum laude en la Universidad de Chicago, la artista en ciernes, la pensadora precozmente dotada, escritora, fotógrafa, que fue a Venecia el pasado otoño para trabajar en calidad de interna en la Colección Peggy Guggenheim y allí fue, en el servicio de señoras de ese museo, sólo unos días después de dirigir un seminario sobre su propia obra, donde se ahorcó. Willa tenía razón, él lo sabe, pero ¿cómo no estar destrozado por la muerte de Suki, cómo no ponerse en la piel de su padre y sufrir los estragos de su absurda muerte?
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