Recuerda cuando se encontró con ella hace unos años en la calle Houston a la luminosidad de última hora de la tarde de final de primavera o principios de verano. Iba camino del baile de su instituto, engalanada con un vistoso vestido rojo, tan encarnado como el tomate más rojo de Jersey, y la sonrisa resplandecía en su rostro cuando se la encontró aquella tarde, rodeada de amigos, feliz, saludándolo y despidiéndose de él con un beso cariñoso, y desde aquel día en adelante mantuvo esa imagen de ella en su memoria como la personificación por excelencia de la exuberancia y esperanza juveniles, un ejemplo singular de la dorada juventud. Ahora piensa en la fría humedad de Venecia en pleno invierno, los canales desbordándose y dejando las calles hasta las rodillas de agua, la estremecida soledad de las habitaciones sin calefacción, una cabeza estallando por la fuerza de la oscuridad que reina en su interior, una vida rota por el exceso y la escasez de este mundo.
Entra en el edificio arrastrando los pies junto a más gente, una multitud que poco a poco va sumando doscientas o trescientas personas, y ve toda una serie de rostros conocidos, el de Renzo entre ellos, pero también el de Sally Fuchs, Don Willingham, Gordon Field, toda una serie de viejos amigos, escritores, poetas, artistas, editores y mucha gente joven también, docenas y docenas de hombres y mujeres jóvenes, amigos de la infancia de Suki, del instituto, de la universidad, y todo el mundo habla en voz baja, como si alzarla por encima de un murmullo fuera una ofensa, un insulto contra el silencio de los muertos, y cuando observa los rostros a su alrededor, todos parecen estupefactos, agotados, un tanto ausentes, destrozados. Se abre paso hasta una pequeña sala al fondo del pasillo donde Marty y Nina están recibiendo a los asistentes, los invitados, el cortejo fúnebre, sea cual sea el término empleado para describir a la gente que acude a un funeral, y mientras se adelanta para rodear con los brazos a su viejo amigo, las lágrimas corren por las mejillas de Marty que entonces lo abraza y apoya la cabeza en su hombro diciendo Morris, Morris, Morris mientras su cuerpo se sacude contra él en un espasmo de jadeantes sollozos.
Martin Rothstein no está hecho para tragedias de esa magnitud. Es una persona llena de ingenio y eufórico encanto, un escritor animadísimo, de frases barrocas, festivamente construidas, con un olfato satírico perfecto, un agitador intelectual con grandes pasiones, incontables amigos y un sentido del humor semejante al de los cómicos del Borscht Belt. Ahora llora amargamente, abrumado por la pena, por la forma más cruel y lacerante del dolor, y Morris se pregunta cómo puede esperarse que un hombre en tales condiciones se ponga a hablar delante de toda esa gente cuando empiece la ceremonia. Y sin embargo, poco después, cuando la comitiva fúnebre se ha instalado en el auditorio y Marty sube al escenario para pronunciar su panegírico, está tranquilo, tiene los ojos secos, parece completamente recobrado de la crisis nerviosa sufrida en el recibidor. Lee un discurso que lleva escrito, un texto que sin duda ha sido posible por el largo tiempo que han tardado en expedir el cadáver de Suki de Venecia a Nueva York, alargando el intervalo entre la muerte y el entierro, y en esos días inquietos y vacíos en que esperaba la llegada del cadáver de su hija, Marty se puso a escribir esa alocución. Con Bobby, no había habido palabras. Willa no había sido capaz de escribir ni decir nada, el accidente los había dejado apabullados, en un estado de muda incomprensión, un dolor callado y sangrante que duró meses, pero Marty es escritor, se ha pasado toda la vida componiendo palabras y frases, párrafos, libros enteros, y el único modo que tenía de reaccionar ante la muerte de su hija era escribiendo sobre Suki.
Han colocado el féretro en el escenario, un ataúd blanco rodeado de flores rojas, pero no es una ceremonia religiosa. Ningún rabino ha venido a oficiarla, no se rezan oraciones, y nadie que sube al estrado trata de extraer sentido ni consuelo de la muerte de Suki: sólo se constata el hecho, su horror. Alguien toca un solo de saxofón, otro toca al piano una coral de Bach, y en un momento dado, Anton, el hermano pequeño de Suki, con laca de uñas roja en honor de su hermana, toca, como canto fúnebre y sin acompañamiento, una melodía de Cole Porter (Cada vez que nos decimos adi ó s / me muero un poco), en una interpretación tan drásticamente lenta, tan empapada de melancolía, tan angustiosa, que la mayor parte de los congregados está llorando cuando llega al final. Se acercan escritores al atril y leen poemas de Shakespeare y Yeats. Amigos y compañeros de estudios cuentan anécdotas de Suki, la rememoran, evocan «la apasionada intensidad de su espíritu». El director de la galería donde expuso su única muestra habla sobre su obra. Morris no se pierde una palabra, escucha cada nota tocada y cantada, a punto de desintegrarse en cualquier momento durante la hora y media de ceremonia, pero es el discurso de Marty lo que está más cerca de derrumbarlo, una valerosa y abrumadora muestra de elocuencia que lo estremece con su franqueza, la brutal precisión de su pensamiento, la rabia, la pena, la culpa y el amor que empapa cada una de sus expresiones. Durante los veinte minutos que dura el discurso de Marty, Morris se imagina tratando de hablar de Bobby, de Miles, del Bobby muerto hace mucho y del Miles ausente, pero sabe que nunca tendría valor para enfrentarse a un público y expresar sus sentimientos con tan descarnada sinceridad.
Después hay un intervalo. Sólo los Rothstein y sus parientes más cercanos irán al cementerio de Queens. Todo el mundo está invitado al apartamento de Marty y Nina a las cuatro de la tarde, pero ahora el cortejo fúnebre deberá dispersarse. Se alegra de que le eviten la dura prueba de ver cómo descienden el féretro a la fosa, la excavadora volviendo a rellenar la sepultura, a Marty y Nina deshechos en lágrimas. Renzo lo alcanza en el vestíbulo de entrada y salen juntos en plena nevada con idea de buscar un sitio para comer. Renzo es lo bastante inteligente como para haberse traído un paraguas y, mientras Morris estornuda a su lado, le pasa el brazo por el hombro. Ninguno dice una palabra. Son amigos desde hace cincuenta años y cada uno sabe lo que está pensando el otro.
Acaban en un delicatessen judío de Broadway, en la parte baja de la calle Ochenta, una vuelta a su niñez neoyorquina, una cocina casi desaparecida a base de carne picada de hígado, sopa de albóndigas matzo, sándwiches de fiambre y pastrami, cocido, tortitas de queso, pepinillos en vinagre. Renzo ha estado de viaje, no se han visto desde la publicación de Los di á logos de la monta ñ a en septiembre y Morris tiene la impresión de que su amigo está cansado, más demacrado que de costumbre. ¿Cómo es que se han hecho viejos?, se pregunta. Ambos tienen sesenta y dos años, y aunque se encuentran en buen estado de salud y ninguno de los dos está calvo, ni gordo ni ya para el arrastre, el pelo se les ha vuelto gris, tienen entradas en la frente y han llegado a ese punto de la vida en que las mujeres con menos de treinta años, quizás incluso de cuarenta, ni los miran al pasar. Recuerda a Renzo cuando era joven, un escritor novel recién salido de la universidad que vivía en un apartamento de cuarenta y nueve dólares al mes del Lower East Side, en un edificio de viviendas junto al tendido ferroviario con una bañera en la cocina y seis mil cucarachas manteniendo congresos políticos en todos los armarios, tan pobre que durante tres años tuvo que conformarse con una sola comida al día mientras trabajaba en su primera novela, que acabó destruyendo porque no le parecía lo bastante buena, cosa que hizo frente a las protestas de Morris y la oposición de su novia, quienes la encontraban realmente buena, y ahora fíjate, piensa Morris, cuántos libros desde aquel manuscrito quemado (¿diecisiete, veinte?), publicados en todos los países del mundo, incluso en Irán, por amor de Dios, cuántos premios literarios, cuántas medallas, llaves de ciudades, doctorados honorarios, cuántos libros y disertaciones escritos sobre su obra, y nada de eso le importa, se alegra de tener algo de dinero, de estar libre de las agobiantes penalidades de los primeros años, pero su fama le deja frío, no tiene ningún interés en sí mismo como presunto personaje público. Sólo quiero desaparecer, dijo una vez a Morris, en el más tenue de los murmullos, con la mirada perdida y una expresión afligida en los ojos, como si estuviera hablando para sus adentros. Sólo quiero desaparecer.
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