Lo está mortificando. Por eso ha aceptado el trabajo en Exeter para este año y por eso nunca llama: porque lo está castigando por la absurda indiscreción que cometió hace dieciocho meses, una estúpida flaqueza sexual que lamentó ya cuando se metía en la cama con su cómplice en el delito. En circunstancias normales (pero ¿es que alguna vez hay algo normal?) Willa nunca se habría enterado, pero poco después de que cometiera la falta ella fue al ginecólogo para su control bianual y él le dijo que tenía algo llamado clamidias, una afección leve pero desagradable que sólo podía contraerse por contacto sexual. El médico le preguntó si últimamente se había acostado con alguien aparte de su marido, y como la respuesta fue no, el culpable no podía ser otro que el mencionado marido, así que cuando Willa le soltó la noticia a la cara aquella noche, no tuvo más remedio que confesar. No aportó nombres ni detalles, pero admitió que cuando ella estaba en Chicago presentando su ensayo sobre George Eliot, él se había acostado con otra. No, no tenía una aventura amorosa, sólo ocurrió aquella vez y no tenía intención de volver a hacerlo nunca más. Lo sentía, afirmó, lo lamentaba profunda y verdaderamente, había bebido demasiado, había sido un tremendo error, pero aun cuando le creyó, cómo podría reprocharle el hecho de haberse enfadado, no sólo por haberle sido infiel por primera vez en su matrimonio, no, eso ya era bastante horrible, sino porque además le había pegado una enfermedad. ¡Una enfermedad venérea!, gritó Willa. ¡Qué asco! ¡Metes tu pene de tarado en la vagina de otra mujer y acabas contagiándome a mí! ¿Es que no te da vergüenza, Morris? Sí, contestó él, le daba una vergüenza horrorosa, más de la que nunca había sentido en la vida.
Lo atormenta pensar ahora en aquella noche, la estupidez de todo el asunto, la breve y frenética cópula que condujo a tan pertinaz descalabro. Una invitación a cenar de Nancy Greenwald, agente literaria de cuarenta y pocos años, alguien con quien llevaba tratando seis o siete años, divorciada, nada fea, aunque hasta aquella noche nunca había pensado mucho en ella. Una cena de seis personas en el apartamento de Nancy en Chelsea, y la única razón por la que aceptó fue porque Willa estaba de viaje, una cena bastante aburrida según resultó, y cuando los otros cuatro invitados recogieron sus cosas y se marcharon, él consintió en quedarse a tomar la última copa antes de irse andando a casa, al Village. Entonces fue cuando pasó, unos veinte minutos después de que los demás se fueran, un polvo rápido y desenfrenado sin ninguna importancia para nadie. Tras anunciar Willa lo de las clamidias, se preguntó cuántos otros penes de tarado se habrían solazado en la vagina de Nancy, aunque lo cierto era que a él no le había procurado mucho desahogo, porque incluso mientras se entregaban el uno al otro, él se sentía tan mal por traicionar a Willa que no logró concentrarse en el supuesto placer del momento.
Después de su confesión, tras la ronda de antibióticos que purgaron los microbios venéreos del organismo de Willa, pensó que ahí acabaría todo. Sabía que le había creído cuando le dijo que sólo había sido una vez, pero aquella pequeña falta de atención, aquella ruptura de la camaradería después de casi veinticuatro años de matrimonio, había mermado la confianza de Willa. Ya no se fía de él. Cree que anda merodeando por ahí en busca de mujeres más jóvenes y atractivas, y aunque es incapaz de hacer nada en este momento en particular, está convencida de que tarde o temprano ha de volver a ocurrir. Él ha hecho todo lo posible por convencerla de lo contrario, pero sus argumentos parecen caer en saco roto. Ya es demasiado viejo para tener aventuras, le dice, sólo quiere pasar el resto de sus días con ella y morir en sus brazos. Y ella le contesta: Un hombre de sesenta y dos años aún es joven, una mujer de sesenta es vieja. Él dice: Después de todo lo que han pasado juntos, todas las pesadillas y amarguras, los golpes que han recibido, las desgracias que han debido superar, ¿qué importancia puede tener una cosa tan insignificante como ésa? Y ella contesta: Puede que estés un poco harto, Morris. Tal vez quieras empezar de nuevo con otra mujer.
El viaje a Inglaterra no ha servido de nada. Llevaban separados tres meses y medio cuando por fin fue para allá a pasar las vacaciones de Navidad y comprendió que ella estaba utilizando su forzosa separación como una prueba, para ver si a la larga era capaz de vivir sin él. Hasta ahora, el experimento parece ir bastante bien. Su enojo parece haberse convertido en una especie de deliberado desapego, un distanciamiento que le ha producido una sensación de incomodidad durante toda la visita, sin estar nunca seguro de lo que debía decir ni cómo había de comportarse. La primera noche, en la cama, se mostró reacia a mantener relaciones sexuales, pero luego, justo cuando él se estaba apartando, lo abrazó y empezó a besarlo como antes, entregándose a las antiguas intimidades como si no hubiera problemas entre ellos. Eso fue lo que más le confundió: su silenciosa compañía en la cama por la noche seguida de jornadas malhumoradas, incoherentes, ternura e irritabilidad alternadas con pautas completamente imprevisibles, la impresión de que lo estaba echando a empujones de su lado al tiempo que trataba de aferrarse a él. Sólo hubo un estallido virulento, una discusión en toda regla. Ocurrió el tercer o cuarto día, cuando aún estaban en el apartamento de Exeter, mientras sacaban las maletas para preparar su excursión a Londres, y la pelea empezó como tantas otras en los últimos años, con Willa atacándolo por no querer tener hijos de los dos, por conformarse con el hijo de cada cual, pero no ansiar una familia formada por los dos, ellos dos y su propio hijo, sin los fantasmas de Karl y Mary-Lee cerniéndose en el ambiente, y ahora que Bobby estaba muerto y Miles seguía desaparecido, había que fijarse en ellos, declaró, no eran nada, no tenían nada, y la culpa era de él por convencerla de que no tuvieran un hijo tantos años atrás, y ella había sido una puñetera estúpida por hacerle caso. En principio, él no discrepaba, nunca había mostrado su desacuerdo con ella, pero cómo iban a saber lo que pasaría, y para cuando Miles se marchó, ya eran demasiado mayores para pensar en tener niños. No se tomó a mal que sacara a relucir de nuevo el tema, era completamente lógico que sintiera ese dolor, esa pérdida, la historia de los pasados doce años no podría haber producido otro resultado, pero entonces ella dijo algo que lo dejó conmocionado, que le dolió tanto que aún no se ha recuperado del golpe. Pero Miles ha vuelto a Nueva York, anunció él. Se pondrá en contacto con ellos el día menos pensado, esta semana o la otra, y pronto se cerrará todo ese desdichado capítulo. En vez de contestarle, Willa cogió su maleta y la tiró al suelo llena de ira: un gesto furioso, una reacción más violenta de lo que jamás había visto en ella. Es demasiado tarde, le gritó. Miles está enfermo. Miles no es buena persona. Miles los ha destrozado y desde ese mismo momento se lo arranca del corazón. No quiere verlo. Aunque llame, no quiere verlo. Nunca más. Se acabó, le dijo, se ha terminado, y todas las noches se pondrá de rodillas a rezar para que no llame.
En Londres las cosas fueron un poco mejor. El hotel era terreno neutral, una tierra de nadie desprovista de asociaciones con el pasado, y pasaron varios días buenos recorriendo museos y sentándose en pubs, viendo a antiguos amigos y cenando con ellos, curioseando en librerías, sin mencionar la sublime indulgencia de no hacer nada en absoluto, que pareció tener un efecto reconstituyente en Willa. Una tarde, ella le leyó en voz alta el capítulo más reciente del libro que está escribiendo sobre las últimas novelas de Dickens. A la mañana siguiente, mientras desayunaban, le preguntó sobre su búsqueda de un nuevo inversor y él le contó la entrevista que había mantenido en octubre con el alemán en la feria de Frankfurt, su conversación del mes pasado con el israelí en Nueva York, los pasos que había dado para encontrar la liquidez que necesitaba. Varios días buenos, o al menos no malos, y entonces llegó el correo de Marty y la noticia de la muerte de Suki. Willa no quería que volviese a Nueva York, argumentando acalorada y convincentemente que, en su opinión, el funeral sería demasiado para él, pero al pedirle que lo acompañara, sus rasgos se pusieron en tensión, pareció desconcertada por la sugerencia, que a su entender era completamente razonable, y luego le dijo que no, que era imposible. Le preguntó por qué. Porque no podía, contestó ella, y repitió sus palabras mientras buscaba una respuesta, claramente en conflicto consigo misma, desprevenida, incapaz de tomar decisiones cruciales en ese momento, porque no estaba preparada para volver, dijo, porque necesitaba más tiempo. Una vez más, ella le pidió que se quedara, que permaneciera en Londres hasta el 3 de enero, tal como habían planeado en un principio, y él comprendió que lo estaba poniendo a prueba, obligándolo a elegir entre ella y sus amigos, y si no la escogía a ella, se sentiría traicionada. Pero tenía que volver, afirmó, era impensable no hacerlo.
Читать дальше