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Iain Banks: Pasos sobre cristal

Здесь есть возможность читать онлайн «Iain Banks: Pasos sobre cristal» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1989, ISBN: 84-7628-055-6, издательство: Serbal, категория: Современная проза / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Quiss caminó a lo largo del corredor. Se encontraba en el área general de la puerta que había encontrado abierta hacía muchos, muchos días atrás. Le parecía percibir muy lejanamente una especie de ruido machacón y sospechó que debía estar cerca de la sala trituradora de números; de pe, como la había llamado el irritable ayudante.

El corredor se desplegó a una sección transversal dos veces más grande de lo que Quiss recordaba era normal en el castillo. Adosado a una de las paredes había un banco de pizarra frente a una hilera de doce altas y pesadas puertas con bandas de metal.

Quiss se sentía fatigado, por lo que se sentó en el banco mirando a través de la penumbra las enormes y obscuras puertas.

—¿Cansado, viejo? —le dijo una voz encima suyo. Quiss se giró descubriendo al cuervo rojo posado sobre una estaca que sobresalía de la pared justo debajo del banco de pizarra y casi pegada al alto techo abovedado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sorprendido de encontrarle en aquel sitio tan profundo del castillo.

—Te estoy siguiendo —dijo el cuervo.

—¿Y a qué debo semejante honor?

—A tu estupidez —dijo el cuervo rojo, desplegando sus alas como si se le hubieran quedado rígidas. Uno de sus pequeños ojos lanzó un destello bajo la mortecina luz de los tubos transparentes situados en la cima del techo.

—¿De veras? —dijo Quiss. Si el cuervo rojo tan sólo quería insultarle, pues adelante. Si deseaba hablar tendría que demostrarlo. Sospechó que quería hablar. Se encontraba allí por alguna buena razón.

—Sí, de veras —dijo con irritación el cuervo rojo. Dejándose caer desde la estaca, aterrizó en medio del pavimento, justo enfrente de Quiss. El cuervo volvió a doblar sus alas, levantando a su alrededor un poco de polvo—. Como no quieres escuchar razones, tendré que restregarte la nariz contra ciertas cosas.

—¿Ah sí? —dijo Quiss sin inmutarse. No le había gustado el tono de voz— ¿Qué «cosas»?

—Puedes llamarlas verdad —dijo el cuervo, escupiendo las palabras como pepitas de uva.

—¿Y qué puedes saber tú sobre eso? —se mofó Quiss.

—Oh, bastante, como tú mismo podrás comprobarlo, viejo. —La voz del cuervo rojo era tranquila, mesurada y burlona—. Claro, eso si lo deseas.

—Depende —dijo Quiss, mirándole con ceño fruncido—. ¿De qué estamos hablando exactamente?

El cuervo rojo sacudió su cabeza, indicando la pared y las puertas.

—Yo puedo hacer que tú entres ahí. Puedo mostrarte lo que has estado buscando durante todo este tiempo.

—¿De veras puedes hacer eso? —dijo Quiss, perdiendo tiempo. Se preguntaba si el cuervo estaría diciéndole la verdad. Si era así, ¿por qué a él?

El ave, cuyo brillante plumaje se veía de color borgoña a causa de la penumbra, asintió con un movimiento de su cabeza.

—Por supuesto. ¿Quieres ver lo que hay detrás de las puertas?

—Sí —dijo Quiss. No tenía sentido negarlo—. ¿A cambio de qué?

—Ah —dijo el cuervo rojo, y Quiss pensó que si el ave pudiese sonreír lo hubiera hecho—. Me tienes que dar tu palabra.

—¿Sobre qué?

—Que lo que te muestro lo hago bajo tu propia responsabilidad, que vas voluntariamente comprendiendo sin ninguna influencia externa de mi parte o de alguien otro que tal vez no desees regresar, o que desees suicidarte. Puedes no hacerlo, naturalmente, pero si no regresas o te suicidas, me tienes que dar tu palabra de que dirás que yo te había prevenido antes.

Quiss entrecerró sus ojos e inclinándose hacia adelante apoyó un codo sobre su rodilla, la cabeza sobre su mano. El mentón estaba áspero debido a su barba cerdosa.

—Estás diciendo que lo que quieres mostrarme tal vez me haga desear quedarme detrás de estas puertas, o bien suicidarme.

—En una palabra: más-o-menos —cloqueó el cuervo rojo.

—Pero no usarás ningún truco sucio para influirme.

—No hay necesidad.

—Pues entonces te doy mi palabra.

—Muy bien —dijo el cuervo rojo con cierta satisfacción. Batiendo una vez sus alas, se elevó en el aire, y Quiss tuvo la impresión de que lo había hecho con mucha facilidad, que las alas no lo habían impulsado de ninguna manera, que las había agitado tan sólo para aparentar. El cuervo se alejó volando por el pasillo en la misma dirección que había estado caminando Quiss. Desapareció detrás de una distante esquina apenas visible en la penumbra.

Quiss se incorporó, preguntándose si él debía de seguir a la criatura. Rascándose la barbilla, observó la docena de puertas. El corazón comenzó a latirle con mayor rapidez; ¿qué habría detrás de aquellas puertas? El cuervo rojo deseaba su muerte y la de Ajayi; quería que ambos admitieran su derrota y dejasen de esforzarse para adivinar el acertijo. Aquello era simplemente una parte de su trabajo, si bien el pájaro aseguraba que realmente deseaba que ellos desapareciesen porque le aburrían. El cuervo sabía que Quiss lo sabía, por lo que era muy seguro que cualquier cosa que hubiera detrás de las puertas tendría que afectar considerablemente a Quiss; tal vez lo suficiente como para quebrantarle. Quiss estaba nervioso, excitado, aunque decidido. Estaba preparado para recibir cualquier cosa que el cuervo rojo le arrojase, cualquier cosa que tuviera que mostrarle. Todo aquello que le ayudase a encontrar una salida de aquel sitio, o incluso que les ofreciese a él y a Ajayi una nueva perspectiva de su situación, sería provechoso. Por otra parte, él sospechaba que el cuervo rojo no sabía que él ya había estado detrás de una de esas puertas, aun cuando sólo por corto tiempo. Si la revelación que le esperaba al otro lado de aquellas pesadas puertas de madera y bandas de metal tenía algo que ver con el agujero en el techo y el planeta llamado «Polvo», él entonces ya estaba preparado.

De la puerta más próxima a Quiss provino un clic. Al oír unos ligeros golpes se acercó. En la puerta había una hendidura recubierta de metal que Quiss tomó por un tirador. Cuando tiró de la puerta, ésta se abrió suave y lentamente, revelando al cuervo rojo revoloteando en un largo pasillo iluminado por unos pequeños globos resplandecientes colgados del techo.

—Bienvenido —dijo el cuervo. A continuación se giró y salió volando pausadamente por el pasillo—. Cierra la puerta y sígueme —le dijo. Quiss hizo lo que se le dijo.

Durante diez minutos, el ave y el hombre estuvieron respectivamente volando y caminando. El túnel se curvaba gradualmente hacia la izquierda. Era bastante cálido. El cuervo rojo volaba en silencio a unos cinco metros delante de él. Finalmente llegaron ante otra puerta, similar a aquella por la cual habían entrado en el túnel. El cuervo se detuvo delante de ella.

—¡Discúlpeme! —dijo, desapareciendo a través de la puerta. Quiss se quedó estupefacto. Tocó la puerta para asegurarse de que no se trataba de una proyección; era sólida y tibia. De la puerta provino otro clic. El cuervo rojo reapareció encima de la cabeza de Quiss—. Vamos, ábrela —le dijo. Quiss tiró de la puerta. Con el cuervo rojo detrás y por arriba de él, entró en un lugar extraño.

La cabeza le dio vueltas; por un momento se sintió tambalear. Parpadeó y sacudió la cabeza. En seguida se dio cuenta de que además de haber entrado en un lugar, también se hallaba en un espacio abierto.

Era como si estuviera de pie sobre un suelo plano y desierto, o en el deprimido lecho de una laguna salada. Pero el cielo estaba tan cerca que se podía tocar, como si la capa de nubes hubiera descendido a unos pocos metros de aquella superficie salada o arenosa.

Detrás suyo (Quiss se dio vuelta, mareado, buscando un punto de referencia en aquella confusa inmensidad que se desplegaba delante de él) estaba la puerta por donde acababa de entrar. Se hallaba empotrada en un muro que a primera vista le había parecido derecho, pero que enseguida percibió que era curvo; parte de un círculo gigante. El cuervo rojo continuaba revoloteando perezosamente encima de él, observando con divertida malevolencia a Quiss mientras éste volvía a enfrentarse con el espacio que tenía delante suyo.

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