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Iain Banks: Pasos sobre cristal

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Iain Banks Pasos sobre cristal

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La historia de , son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Steven era feliz. Hacía frío (llevaba puestas dos camisetas, dos jerseys y un abrigo con capucha), y podía sentir en las posaderas el gélido hierro del asiento; su aliento se convertía en nubes de vapor y como había perdido otra vez sus guantes debía mantener las manos dentro de sus bolsillos, pero era feliz. Si bien en el hospital se lo pasaba bien, le agradaba de tanto en tanto hacer sus escapadas. El señor Williams le hacía reír, por sus bromas y las cosas divertidas que decía.

A veces salían todos de excursión durante el día, aunque Steven jamás lograba recordar a qué sitio. Leía mucho. Libros importantes, si bien ahora no recordaba sus títulos.

Steven había sido feliz durante algún tiempo, luego fue infeliz (por lo visto parecía recordar) y estuvo buscando cosas, pero ahora era feliz nuevamente. Le había comentado esto al señor Williams, acerca de cuándo se había sentido infeliz y buscaba cosas, y el señor Williams le dio una vieja y grande llave herrumbrada y un letrero de plástico en donde ponía «Salida». Steven guardaba estos objetos en su armario y en ocasiones los sacaba para contemplarlos.

En su armario también tenía otras cosas; cosas del tiempo en que se había sentido infeliz. Ellos le dieron aquellas cosas… en ese momento no podía recordar en qué momento… pero él las había recibido… de todas formas, le habían entregado una radio y un atlas, algunos libros y una especie de escultura de metal de un león o tigre o algo parecido. Guardaba aquellas cosas porque no estaba bien tirar lo que otras personas nos han dado, pero en realidad no las quería.

El señor Williams también le había regalado partes y piezas de algunos juegos. Tenía una pieza de ajedrez que se parecía a un pequeño castillo y otra igual a un pequeño caballo, unas fichas de plástico con letras o diminutos números impresos y algunos trozos de plástico con puntos en uno de sus lados.

En la vieja casa de campo en torno a la cual había crecido y expandido el hospital desde su fundación después de la Segunda Guerra Mundial se encontraba la biblioteca de la Unidad de Asilo. Allí había siempre un hombre y una mujer de edad avanzada que jugaban a distintos juegos sobre una mesa de café. El señor Williams solía quitarles piezas cuando éstos no estaban mirando, simplemente por diversión. Naturalmente, más tarde se las devolvía, por lo que en realidad no se trataba de un robo, ¡pero vaya, era gracioso ver cómo ambos se enfadaban!

Steven pensaba que el señor Williams era un pícaro, pero le hacía reír y a Steven le gustaba gozar de su confianza, además de sus bromas y de sus secretos. Le hacía bien.

Los cuervos volvieron a gritar su nombre, mientras revoloteaban por encima de los campos arados, manchas negras recortadas sobre las brillantes nubes grises. Steven sonrió, mirando a su alrededor el suelo de tierra del túnel esparcido con objetos y papeles. Agachándose cogió la caja de fósforos con sus tres fósforos inservibles dentro. A lo lejos oyó el pitido de un tren.

De aquí a unos momentos pasaría por arriba de su cabeza un tren, por las vías que se encontraban sobre el terraplén que daba forma al túnel. A Steven le agradaba el ruido bullicioso y metálico que hacían los trenes sobre su cabeza. No era nada atemorizador. Miró de soslayo las palabras escritas en la casi difuminada cubierta de la caja de fósforos:

Fósforos

¡MARCA ZEN!

de McGuffin

contenido medio: √2

Steven no lo comprendió. Dio vuelta a la caja de fósforos y del otro lado se encontró escrito un acertijo. Tampoco comprendió aquello. Se leyó lentamente las palabras en voz alta: P: ¿Qué sucede cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inmóvil? R: La fuerza imparable se detiene, el objeto inmóvil se mueve.

Steven sacudió su cabeza y volvió a dejar la caja de fósforos en el suelo. Se estremeció. Pronto sería la hora del té.

El doctor Shawcross se rascó detrás de su oreja izquierda con el dedo, la frente surcada de arrugas al igual que los campos arados de Kent. No sabía de qué otra manera expresarlo, por lo cual escribió, terminando la oración y también el informe, una frase extraída del historial: …eufórico, pero todavía con absoluta falta de discernimiento dentro de su incapacidad.

Steven contempló la luz que se filtraba por uno de los extremos del túnel, mientras el tren pasaba ruidosamente por encima de su cabeza haciendo vibrar levemente el asiento de hierro de la cortadora de césped. Los cuervos graznaron su nombre, sus ásperas voces no demasiado amortiguadas por el bullicio del tren: «¡Ge-rout! ¡Ge-rout! ¡Ge-rout!»

Steven era feliz.

Túnel

Quiss se encontraba de pie en el parapeto del balcón, contemplando hacia abajo la planicie nevada. Tenía la boca seca y su corazón latía con rapidez; estaba temblando, y un tic nervioso aparecía de tanto en tanto en una de las comisuras de su boca, mientras su cuerpo se balanceaba ligeramente, preparándose para saltar.

Se iba a suicidar porque había descubierto el secreto del castillo. Sabía en qué se basaba, qué era lo que escondía; incluso sabía en dónde hallarlo y cuándo. El cuervo rojo se lo había mostrado.

Habían terminado de jugar al Túnel, el cual se basaba en un juego llamado Bridge. Cada uno jugaba dos manos, utilizando naipes en blanco y teniendo que hacer algo llamado bazas. El Túnel era igual que el Bridge jugado por debajo de la mesa, o en la obscuridad. Al igual que en el Dominó sin Puntos, debían seguir los mismos pasos del juego, con la esperanza de que con el tiempo jugarían una partida en la que los naipes en blanco —a los cuales la pequeña mesa había adscrito distintos valores, cambiándolos en cada nueva partida— terminasen dispuestos sobre la mesa en una secuencia lógica, las «bazas» compuestas correctamente por naipes que cuadrasen entre sí.

La partida había terminado; después de mil días finalmente lo habían logrado, pero aún se hallaban indecisos con respecto a qué respuesta dar al acertijo. Ninguna de las opciones en las que ambos estaban de acuerdo les parecía la acertada. A Quiss ya no le preocupaba. De todas formas, no cambiaría en nada las cosas. En aquel lugar tan sólo se podía encontrar la muerte, esto es lo que el cuervo rojo le había mostrado. Quiss observó la nieve que cubría los peñascos de pizarra situados en la base del castillo. Era una caída de aproximadamente cien metros. Durante unos instantes sentiría un ruido a viento, luego un poco de frío, y por último le embargaría la ingravidez, entonces… la nada. Lo haría ahora, pero antes tenía que prepararse. De hecho, Ajayi podría venir de un momento a otro (como era habitual en ella había salido en busca de libros) y él no deseaba que le viera allí. Mordiéndose el labio, se inclinó hacia adelante, por encima del precipicio.

Esta vez sin ametralladoras, pensó.

Había estado en las profundidades del castillo.

Más puertas cerradas. Los mismos y mal iluminados corredores vetustos. Sus pinches no le ayudarían a buscar las llaves de las puertas; decían que no tenían ninguna influencia sobre los custodios de las llaves, no conocían a ninguno de ellos y si comenzaban a hacer preguntas inmediatamente serían sospechosos; suponían que el senescal ya estaba enterado de la lealtad que profesaban a Quiss, y meramente lo toleraba.

En las pocas ocasiones en que Quiss se encontraba con algunos ayudantes en las plantas inferiores del castillo, intentaba entablar con ellos una conversación; pero los ayudantes se mostraban taciturnos, poco serviciales. Varias veces pensó en dejar inconsciente a uno de ellos de un golpe para ver si tenía en su poder alguna llave que le fuera útil, pero ni bien hubo insinuado que quizá probara este método, los pinches que le eran leales comenzaron a chillar y a suplicarle que no lo hiciese. Él y ellos serían castigados severamente si intentaba abrir las puertas del castillo de esa manera. Los esbirros negros, habían dicho con voces temblequeantes; los esbirros negros… Quiss supuso que estarían hablando de los ayudantes que él había visto en una oportunidad acompañando al senescal, el día en que encontró la puerta abierta y más tarde ellos aparecieron en el chirriante ascensor. De mala gana desechó su idea de conseguir una llave por la fuerza.

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