Iain Banks - Pasos sobre cristal

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Pasos sobre cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de
, son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Miró la escena que le rodeaba. El tráfico circulaba murmurante por la Vía Essex; los rojos autobuses subían y bajaban por la calle Mayor. ¿Qué podría haber sucedido? ¿Acaso la policía había confundido al señor Sharpe con un vagabundo y se lo llevaron? Ciertamente, no los Atormentadores; no se atreverían a hacer algo tan imprudente, tan en contra de las reglas, ¿serían capaces? ¿Simplemente porque él y el señor Sharpe se entendían tan bien?

Continuó buscando a su alrededor, pensando que de repente vería al señor Sharpe agitando su mano, haciéndole señas para que viniera a terminar su sidra y dejara de comportarse de esa manera tan estúpida. Tal vez el señor Sharpe se había cambiado de banco; tenía que ser eso. Steven echó una mirada a todos los demás bancos, pero todo lo que vio fue más vagos y desahuciados. ¿Le habrían hecho algo al señor Sharpe?

Tenía que tratarse de los Atormentadores. Era uno de sus trucos, una de sus tramposas pruebas. Steven no creía que fueran los judíos, como había dicho el señor Sharpe; él sabía que era obra de los Atormentadores. Ellos eran responsables de esto. Sin embargo, él se las haría pagar, lo prometía. ¡Ahora mismo llegaría al fondo de este asunto!

Se acercó al vago más próximo, un viejo que se hallaba acostado sobre el césped. Su largo cabello negro precisaba un buen lavado y a su alrededor tenía desplegada toda una colección de bolsas de plástico.

—¿Qué le sucedió a mi amigo? —dijo Grout. El vago abrió los ojos. Tenía el rostro muy bronceado y sucio.

—Yo no he hecho nada, hijo, nada de nada —dijo. ¡Un condenado borracho escocés! pensó Grout.

—¿Qué le sucedió? —insistió Grout.

—¿Qué, hijo? —El escocés trató de incorporarse del suelo, pero no pudo—. No he visto nada, lo juro. Estaba durmiendo. No he tocado nada, hijo. No me acuses a mí. De verdad. Dormir no es un crimen, ¿sabes, hijo? He estado en el extranjero, sabes, hijo, en otros países.

Grout se sintió sorprendido por este último comentario, luego sacudió la cabeza.

—¿Está seguro de no haber visto nada? —le preguntó cuidadosamente, demostrándole a aquel escocés borracho que él al menos sabía hablar con corrección. A sus últimas palabras les puso un leve tono de amenaza—. ¿Completamente seguro?

—Ajá, estoy seguro, hijo —dijo el escocés—, estaba durmiendo; eso fue lo que estaba haciendo. —El borracho parecía estar despertándose, haciendo un esfuerzo por mejorar su pronunciación. Grout finalmente decidió que aquel hombre no debía saber nada. Sacudiendo su cabeza, regresó junto al banco, deteniéndose detrás de él, observando a su alrededor.

Un vagabundo sentado en un banco no muy alejado orientado hacia la calle Mayor le hacía señas con la mano. Grout se encaminó por la senda en dirección al hombre. Éste era aún mucho más viejo y mugriento que el escocés roncando sobre el césped, abrazado a una de sus bolsas de plástico. Dónde diablos estaba toda la gente limpia, se dijo Grout.

—¿Busca a su amigo, míster? —¡Dios mío! ¡Éste era irlandés! ¿Dónde estaban todos los ingleses? ¿Por qué no enviaban a algunos de estos sujetos al lugar de donde habían venido?

—Sí, busco a mi amigo —dijo Steven fríamente, con cautela. El irlandés indicó con su cabeza el vértice de la pequeña plaza triangular, en dirección a la parada de autobuses que quedaba sobre la acera norte de la calle Mayor.

—Se fue por allá. Se llevó con él sus cosas —dijo el irlandés.

Grout se hallaba confundido.

—¿Por qué? ¿Cuándo? —Volvió a rascarse la cabeza.

El irlandés sacudió la cabeza.

—No lo sé, míster. Ni bien usted se marchó a los aseos recogió todo y se fue; pensé que ustedes habían discutido o algo así, eso es lo que pensé.

—Pero mi casco… —dijo Grout, aún incapaz de comprender la razón por la cual el señor Sharpe hubiera querido hacer una cosa semejante.

—¿Ese objeto azul? —dijo el vago irlandés—. Lo puso en una bolsa.

—No… —dijo Grout, desvaneciéndose su voz mientras se alejaba despacio en la dirección que le había señalado el irlandés.

Abandonando la pequeña plaza, esperó a que dejaran de pasar los coches y luego cruzó la Vía hacia la otra acera de la calle Mayor, caminando más por la calle que por la acera debido a que no llevaba puesto su casco y temía que se cayese algo sobre su cabeza de algún edificio. Un terrible espasmo, un dolor, comenzó a roerle las entrañas; se sentía igual que durante su estancia en el hogar, cuando todos los niños de los cuales se había hecho amigo eran adoptados o enviados a otro sitio y él seguía allí; del mismo modo que cuando se había perdido durante una excursión al mar en Bournemouth. Esto no podía estar sucediéndome, no en mi cumpleaños, pensaba. No en el día de mi cumpleaños.

Continuó caminando por el costado de la calle, luego dobló la esquina dando un rodeo a los coches aparcados de modo oblicuo y se dirigió hacia la parada de autobuses, siempre buscando al señor Sharpe. Por alguna razón pensaba que el señor Sharpe llevaría puesto el casco azul, y se dio cuenta de que durante todo el tiempo había estado buscando eso y no al señor Sharpe, a quien, pensó, probablemente no podría describir si un policía se lo hubiera pedido. Vagó por las calles, con esa terrible sensación en las entrañas que aumentaba como si se tratara de una cosa viva, retorciéndose, oprimiéndole. Las personas le atropellaban, en la acera, junto a las paradas de los autobuses, en las rampas y fuera de los autobuses; negros, blancos y asiáticos, hombres y mujeres, personas con carritos de compras o bolsas con herramientas, mujeres con niños en cochecitos o que eran llevados de la mano. Los niños mayores corrían de un lado a otro, gritando y chillando. La gente comía hamburguesas en cajas de poliestireno, patatas fritas de bolsas, acarreaban paquetes, eran viejas y jóvenes, gordas y delgadas, altas y bajas, torpes y veloces; Steven comenzó a sentirse mareado, como si el alcohol o el sofocante aire le estuviera disolviendo, como si el dolor que sentía dentro suyo le estuviese estrujando como a una toalla mojada. Avanzó tambaleándose, empujando a la gente, buscando su casco protector azul. Sentía cómo se estaba disolviendo, cómo se le disecaba su identidad y se perdía en aquella marea de rostros. Se detuvo junto al bordillo de la acera y asegurándose de que no pasaba ningún autobús se puso a caminar por el carril que éstos usaban para transitar, luego dobló y comenzó a desandar el camino por donde había venido, alejándose de la multitud haciendo eses. Miró hacia atrás, pero todavía no se acercaba ningún autobús que pudiera atropellarle al intentar circular por su carril, tan sólo había tráfico más adelante, esperando con los motores rugientes a que el semáforo cambiara de luz. Oyó cómo el motor de una moto aceleraba y luego se ahogaba. Steven continuó caminando, en dirección hacia la plaza; tal vez el señor Sharpe decidiese regresar. Los agujeros que él había reparado tenían que estar por aquella zona…

Le asaltaron los desapacibles ruidos de los motores. Steven los ignoró. El sonido farfullante de una moto, un motor diesel acelerando. De repente, se sintió durante unos momentos mareado y desorientado, invadido por el pánico y por la incomprensible certeza de que ya había estado allí con anterioridad, que aquello ya lo conocía. Alzó la vista al cielo por un segundo y se sintió bambolear. La mente se le despejó y Steven no cayó en el tráfico circulante, pero había faltado poco. Oyó entonces un terrible estruendo, como si un coche hubiera chocado, pero probablemente no habría sido más que el ruido producido por los camiones vacíos al pasar a gran velocidad sobre algún repecho o agujero en la calle. Lentamente comenzó a darse la vuelta, aun sintiéndose extraño, para ver si se trataba de uno de los agujeros reparados por Dan Ashton y la brigada. Apostó a que lo era.

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