Lan Chang - Herencia
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Más tarde Li Ang atravesó el patio en dirección a la cámara nupcial. La brisa nocturna le enfriaba las mejillas, y él caminaba a paso ligero, sin preocuparse de mirar dónde pisaba. La opípara cena y la charla maliciosa y provocativa lo habían aturdido y fastidiado. Por otra parte, lo que quería era ver, tomar para sí, tocar a su mujer. Todos se la habían quedado mirando mientras desfilaba, con la melena reluciente y recogida en un moño, y el esbelto cuerpo cubierto de blanco, toda luminiscente de perlas. Cuando se hubo alejado un trecho del salón, tras sentir que iba apagándose el ebrio runruneo del banquete, Li Ang aflojó el paso. Durante la breve ceremonia, la novia -su novia- le había parecido elegante y remota, como aquella mujer tan distinguida que de niño viera fugazmente un día subida a un palanquín. Y en su rostro, realzado por trenzas, seda y flores, no había nada que pudiese alcanzar -ninguna felicidad ni alegría- sino más bien una expresión de impenetrable privacidad.
Hoy él y su mujer habían contraído un vínculo, se habían hecho una especie de promesa. ¿Cómo era ella? ¿Sería igual que las otras mujeres que había conocido? Le vino a la memoria un cuarto trasero de Nanjing, con una persiana de bambú que golpeteaba en una noche de lluvia, donde él y varios amigos se habían turnado para pasar un rato con una mujer joven, de miembros redondeados y labios del color de las pepitas de la granada que ella misma humedecía con los posos de un vaso de vino. Tiempo después, hubo otra mujer, que de joven no tenía nada, cuya pálida espalda, hermosa y suave, ocultaba una barriga surcada de estrías: marcas que, por alguna razón, lo habían conmovido.
Había acudido con frecuencia a chaweis con sus amigos, pero no había escogido una sola mujer en cuyos ojos poder buscar aprobación ni valía. Se entregó parcialmente, sin volcarse de lleno, sin sucumbir jamás al poder del sexo opuesto. Se había involucrado hasta cierto punto, pero nunca arrobado. Suponía que pasaría lo mismo con quien ahora era su esposa. No se volvería loca de amor; era tranquila y comedida, inteligente y orgullosa. Y lo había aceptado como marido; al menos alguna atracción debía de sentir por él.
Li Ang escupió al suelo. La atracción daba igual; él era su esposo y punto. De acuerdo, era hijo huérfano poco menos que de un labriego. ¿Y qué? Puede que fuese un don nadie, pero también era una página en blanco que prometía llegar mucho más lejos que toda aquella gente.
La cámara nupcial daba al viejo patio, construido en torno a un jardín con su puentecillo y su regato cantarín, y unas composiciones de piedras preciosas inspiradas en los paisajes del alto Soong. A mano izquierda había dos puertas, pero al recorrer el largo porche no logró recordar por cuál se suponía que tenía que entrar, si por la primera o por la segunda. Se paró automáticamente en la primera. Por la rendija de abajo se escapaba una luz tenue. ¿Cómo iba a saber si había llegado al sitio correcto? Echó un vistazo a la ventana y se fijó en que la cortina no cubría la esquina del cuarto. Tal vez los primos más jóvenes de Junan, los de Nanjing, fieles a la tradición, hubiesen dejado preparada aquella mirilla para gastarles una broma pesada más tarde. Aunque en el pasado él mismo también hubiese participado en tales juegos, Li Ang torció el gesto. Al igual que a Junan, no le hacía ninguna gracia que su propia boda los incluyese. Notó la seriedad con que se estaba tomando el asunto y se sorprendió ligeramente. ¿Por qué implicarse tanto? ¿Por qué estaba tan excitado? A pesar de la nueva ley que prohibía la poligamia, tampoco es que su recién contraído matrimonio fuese a limitarlo a la compañía de esa única mujer. Seguía habiendo chaweis; y las nuevas leyes no definían a las concubinas como esposas. Es más, entre militares, o cualquier otra profesión que conllevase viajar, se las consideraba apropiadas. Mientras fisgaba por la ventana tratando de ver a su esposa, se sorprendió al darse cuenta de que le sudaban las manos y respiraba con agitación.
Vio una pared desnuda y una cama sin adornos. Sabía que el aposento de los recién casados estaría decorado con colgaduras nupciales en rojo y oro, bordadas con aves fénix y dragones. Estaba mirando por la ventana equivocada. Pero se apercibió de que no estaba dispuesto a moverse. La visión fugaz que había tenido anteriormente de los ojos almendrados y negros de Junan, la imagen de su lustrosa melena y de su vestido deslumbrante, la indigesta comilona, el banquete, engalanado en rojo y oro, sus rencillas soterradas y de mal agüero, hicieron que su mente se posase, con cierto alivio, en la quietud de aquella escena.
Las cortinas del dosel estaban abiertas. Alguien había colocado la lámpara cerca de la cama, acaso para leer, y había dejado descorridas las cortinas para que entrase la luz. Era una niña, vestida con un pijama de algodón de color claro y sin forma, con el pelo ondulado y suelto. Estaba tumbada en la cama sin deshacer, boca abajo y con la cabeza apoyada en las manos. En la mesilla de noche había un frasco de medicinas y una cuchara. Su tierna edad resultaba evidente en la forma de las manos, delicadas y marfileñas, hundidas en la oscura melena. Era una niña infeliz, terriblemente infeliz. Se le notaba en la manera de sujetarse la cabeza, en los respingos que daba de tanto en tanto. Lloraba en absoluto silencio.
Li Ang desvió la mirada. Muy de vez en cuando, sobre todo de niño, había experimentado lo que después llegaría a identificar como recuerdo sensorial. Rodeado de amigos o al reírse de un chiste, de repente le venía a la memoria el azul tenue y reluciente del vestido de su madre, el suave tacto del algodón cuando se aferraba a sus piernas. Le ocurría muy de tarde en tarde, y desde que se hizo adulto, casi nunca. Ahora, de pie ante la ventana, recordó un olor agradable y sutil, el aroma de las mejillas de su madre y del hueco entre el cuello y la clavícula, donde, muchos años atrás, había hundido él la cara.
– Bueno, bueno, ya pasó -le había susurrado su madre-. No es tan grave. ¿Verdad que nada puede ser tan grave?
Los labios de Li Ang articularon silenciosamente esas palabras.
Se quedó varios minutos quieto ante aquel cuarto silencioso, sin siquiera verlo ya. Hasta que mudó el viento y trajo una ráfaga de música del exterior. Li Ang recordó el motivo por el que se había separado de los demás. Recobró la calma y echó a andar hacia delante. Llegó a la cámara nupcial y llamó a la puerta.
Ocupación
Ese mismo año, una tarde en la que reinaba el olor de las hojas, pasado el Festival de la Cosecha, Hu Mudan entró en la que fuera habitación de Chanyi. Nadie había cambiado un solo mueble de lugar desde su muerte. En las semanas siguientes al funeral, Weiwei y Gu Tai echaron a cara o cruz quién se ocuparía de limpiar aquella estancia hechizada. Pero no tardaron en perder interés en el asunto; Hu Mudan se hizo cargo de la tarea. Ahora olía muy bien, a aceite de madera. Recorrió el cuarto a oscuras, buscando a tientas el borde lacado de una pequeña cómoda. En una esquina del último cajón había escondido una bolsita de raso. Le costó arrodillarse de hinchada que tenía la barriga, pero logró dar con la bolsita y la apretó con fuerza. Al bajar las escaleras se vio obligada a parar para tomar aliento.
No le había dicho a nadie que estaba embarazada, ni siquiera cuando su barriga le reveló la verdad a todo el mundo, y tampoco le había confiado a nadie su esperanza de que fuese niño y, además, fuera de lo común. Ausente Chanyi, ya no tenía a quien contárselo.
Había contratado a un afilador para que le afilase las tijeras de cocina. Para esterilizar las hojas cogió una botella del aguardiente de sorgo más fuerte del mueble-bar del despacho de Wang. Se hizo incluso con un orinal, pues recordó que las parturientas solían soltar el vientre. En un cesto de mimbre había trapos limpios. Estaba todo listo. Cerró la puerta de su alcoba y metió la bolsita de raso debajo del colchón.
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