De la noche a la mañana, como de costumbre, la primavera se convirtió en verano. El Sol se erigió en filamentos plateados sobre la ciudad y se aplicó a cocinarla, y a hacer brotar todos sus olores y aromas y humores, las huellas de un siglo de pizzas y hamburguesas y salchichas.
Vestido con una remera púrpura, pantalones de box de satén naranja y zapatillas de borde alto con cordones largos (y sin zoquetes), una tarde pegajosa, Cleve estaba parado frente a Hora Libre. Frente a él, con su acostumbrado vestido de algodón negro, estaba Cressida. Los dos estaban un tanto deteriorados. Cressida, por supuesto, había sufrido la lucha biológica interna. Cleve también estaba golpeado, pero los golpes parecían más recientes y más superficiales. Estaba con Irv. La noche anterior se habían peleado a puñetazos mientras discutían cuál era mejor: Florencia o Roma.
Este encuentro, hasta ahora, era completamente tranquilo. Nada personal. Caminaron hacia el oeste. Cleve pensaba acompañarla hasta la Séptima Avenida, luego regresaría para ir a Magnífica Obsesión. Al caminar, los muslos de Cleve forcejeaban y se entrechocaban notoriamente, y con mucho ruido. La parte alta de su cuerpo se mantenía bien, pero la baja estaba enormemente agrandada. Esos muslos, sólo parándose con los pies a casi un metro de distancia entre sí encontraba lugar para los dos muslos.
– ¡Hola! -dijo al llegar a la esquina-, ¡qué bueno volver a verte! -Extendió la mano, pero ella no se la dio.
– Espera -dijo Cressida-, pensé que te gustaría ver a la bebé.
La calle Christopher no era como la había imaginado Cleve. Por ejemplo, ni siquiera se llamaba Christopher, al menos no esa parte: le habían colocado otra placa encima de la vieja como una patente temporaria. Podría haberle preguntado a Cressida sobre este detalle, pero no fue necesario. El barrio derecho decía todo sobre sí mismo. Estaba out. EN ESTE LUGAR SE PRODUJERON LAS REVUELTAS DE STONEWALL, JUNIO 27-29, 1969, decían las letras blancas en la vidriera negra de algún impenetrable calabozo o depósito: EN ESTE LUGAR NACIÓ EL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DE LOS DERECHOS DE LOS HÉTEROS MODERNOS. y a Cleve le volvió el programa de televisión a la cabeza: policías, luces, carros de asalto, vídeos con escenas de crímenes, las filas de derechos que avanzaban cantando. Cressida lo miró (con sus ojos redondos, su nariz sin personalidad, su sonrisa inexpresiva), y lo llevó a Stonewall Place.
Cleve había imaginado un pequeño mundo. Un mundo de abejas laboriosas e inocuas, de esfuerzos inseguros y progresos lentos, con las cabezas gachas y los rostros esquivos y avergonzados. Pero lo encontró caótico: por todas partes había pobreza, y belleza, y peligro. En el triángulo verde de Sheridan Square se dispersaba el “Five O'Clock Club”. Los chicos se peleaban y los que los cuidaban gritaban. Mientras avanzaban hacia el oeste por la acera repleta de cochecitos de bebé, sillas de ruedas, locos, gente que paseaba en medio de los olores de los productos lácteos, las confiterías, las perfumerías baratas, se topaban con grupos de hombres atascados en bares y tabernas, jóvenes parados en las esquinas, vagos, punks, borrachos, que miraban a Cleve con actitud de violencia o hastío… y él seguía su camino, con sus formas de trompo que gira, estremeciéndose con el impulso centrífugo.
En Nueva York, en verano, el aire ya no quiere ser aire. Quiere ser líquido. En la calle Christopher, ese día, quería ser sólido: una especie de alimento, muy probablemente. Chapoteando en ese aire, los muslos de Cleve seguían adelante, restregándose. Doblaron a la derecha en Bleecker. Cleve miró hacia arriba. A través del magro follaje de los árboles se veía el cielo del atardecer, con franjas rosadas como para una niña y celestes como para un varón. Y las calles de inquilinatos. Ventanas de una sola hoja y los techos de las unidades A y C como parlantes rotos derritiéndose al sol. El zigzag de las sucias escaleras de incendio. ¿Qué querrán decir esas zetas?, se preguntó Cleve. ¿Simplemente “dormir”, o el fin del alfabeto? Cressida se adelantó, caminando más de prisa. Él la siguió, gravemente desvalido.
Ahora estaba parado en la cocina. En todo caso Cleve pensó que era una cocina. Cressida la llamaba “la cocina”. Una cocina, para Cleve, era el lugar para la práctica libre de la delectación, el experimento y el ingenio. No el final de alguna desesperada batalla, un hospital de campaña con ollas, baldes, ácido fénico y calderas hirvientes para esterilizar ropa. “Este es el fondo de la cuestión”, murmuró. “El fondo”. No podía imaginarse cocinando algo allí. Podía imaginarse que estaba en una camilla y le amputaban las piernas. Pero cocinar… Cressida estaba en la habitación del otro lado del pasillo, consultando con otra derecha que debía ser su amiga o su ayuda doméstica. Cleve esperaba, y le llegaba el sonido más triste que había oído en su vida. Era como el canto de unos pájaros durante un paseo por el río que había hecho años atrás, con Grainge…
Y ahora la bebé estaba sobre la mesa de la cocina, y la estaban desvistiendo como para examinarla; su llanto espasmódico se iba calmando, le desabrochaban el enterito y le quitaban el pañal sucio mientras movía los bracitos hacia la luz que colgaba del techo.
– ¿Me pasas el talco? Y ese tubo de crema. Y esa esponja. Esa no. La que está sobre el grifo. La rosada.
Mientras él tocaba las cosas cautelosamente entre tarros, toallitas, frascos de plástico, tetinas de plástico, la suciedad, la biología, Cleve pensó si alguna vez había sufrido tanto. Tenía el corazón inundado de lástima de sí mismo: su corazón, tan abroquelado, tan lejano.
– Ese no, el otro.
¿Alguna vez habría sufrido tanto?
Y, ¿qué diría la gente?
Calle Veintidós, el departamento, el dormitorio: sábanas, almohadas, una pierna por aquí, un brazo por allá. El olor acidulado del amor entre hombres suspendido en el aire oscurecido, con el fresco vivaz del otoño. Dos bigotes se movieron al mismo tiempo.
El primer bigote dijo:
– Es decir: si fuera otro hombre. Eso podría entenderlo. -Era Irv.
El segundo bigote dijo:
– Contra eso podrías luchar. Sabrías con qué te estás enfrentando. -Este era Orv.
– Sabrías dónde estás parado.
– Sabrías de qué se trata.
– Pero esto…
– Otro hombre. Bueno. Sucede. Pero esto…
– Me siento sucio.
– Irv -dijo Orv.
– El pasado. Para mí está completamente envilecido, me siento tan…
– Tal vez es una de esas cosas de la mitad de la vida. La edad. Ya volverá.
– Nunca sentiría lo mismo por él. Después de esto.
– Lo vi en Jefferson Market. Parece un viejo de doscientos años. Perdió el porte, perdió el tono.
– ¿Piensas que siempre fue así?
– ¿Cleve? Por Dios. Quién sabe.
– Se hablará de esto.
– Ya lo creo que se hablará. ¿Dónde está mi Rolodex?
– Orv -dijo Irv.
– Imagínate que se besan.
– Oye esto: dice que lo que admira no son sus tetas ni su culo, sino sus muñecas y sus clavículas.
– Eso sí que me suena hétero.
– El sábado por la mañana viene a buscar sus libros, muy bien. Se va a esa… a esa crèche de la calle Bleecker.
– ¡Ay! Cleve… Entre todos los tipos que uno frecuenta. Arn. Harv. Grove. Fraze.
– Pero Cleve.
– Eso, Cleve.
Había hablado Orv.
– Eso, Cleve.
Este era Irv.
Esquire, 1995
Lo que me pasó en las vacaciones
(Para Elias Fawcett, 1978-1996)
Be pasó uda cosa terrible ed las vacaciodes. Uda cosa horrible, y para siebpre. De ahora ed adeladte dada será igual, dudca.
Pero pribero les explico: ¡do se asusted! Do tedgo dadio cerebral… di problebas ed las adedoides. Escribo bejor cuaddo quiero. Pero do quiero. Por ahora do. Les explico:
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