Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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Llegó la primavera. Cambiaron las modas. Cleve colgó el pantalón de cuero y se puso un pantalón de algodón y un suéter liviano. Comenzó con los otros tres Jane Austen: Mansfield Park, Emma, Persuasion. Harv aprendió a hacer comida japonesa. Hicieron un viaje a África: Libia, Sudán, Etiopía, Eritrea, Somalia, Uganda, Zaire, Zambia, Zimbabwe, Angola, el Congo, Nigeria y Liberia. Cleve rompió con Harv. Habían tenido un ritmo de 2,7 hasta que se enamoró de un talentoso especialista en macramé llamado Irv.

Cuando parecía que ya no podía expandirse más, el torso de Cleve pasó a una categoría de inmensidad totalmente nueva. Colgando sobre las enormes masas de sus laterales, los brazos de Cleve parecían ahora inútilmente cortos, como los de un tiranosaurio, y su cabeza no más grande que un pomelo, un ápice redondeado del gran triángulo del cuello. Cressida también se agrandaba. En la calle, en la avenida Greenwich, nadie miraba a Cleve, porque todos tenían el mismo aspecto de Cleve, pero todos miraban a Cressida, cuyo destino sexual se manifestaba cada día más cándidamente. No hacía falta definir a Cressida; ahora no… No hablaban de eso. Hablaban de libros. Pero cuando salían de Hora Libre, y Cleve la acompañaba hasta el límite con la calle Christopher, él notaba que la gente la miraba, la señalaba con el dedo y murmuraba. Ah, Cleve sabía lo que decían (él mismo había dicho cosas así, y no hacía tanto tiempo): ahí va el reproductor, y la hembra servida, la potranca. En la avenida Greenwich, una vez una vieja lo llamó fertilizante. De manera que no sólo miraban a Cressida: creían que Cleve era heterosexual. Al caminar junto a ella, ahora, sus instintos protectores se despertaban, casi los oía a esos instintos que se despertaban, bostezaban, se estiraban, se frotaban los ojos. Pero también sentía que estaba en el límite de su tolerancia, de su neutralidad. ¿Cómo proteger a Cressida de lo que le pasaría? Sintió un alivio abyecto, pero un gran alivio, cuando, ya casi al final del quinto mes, ella viajó a San Francisco a reunirse con John.

Los tabloides del supermercado lo llamaban el cáncer o la plaga de los derechos, pero hasta en el New York Times, en sus frecuentes informes y artículos, daban una nota de gran monotonía que a Cleve le sonaba como precursora de la histeria total. Un vocero de la Red de Médicos Derechos advertía que ciertas prácticas poco higiénicas, incluyendo el recurso (inevitable) de acudir a obstetras poco confiables, proporcionaba el “campo propicio” para la enfermedad. Una vocera del Centro de Crisis de la Salud Femenina exigía que el gobierno proveyera inmediatamente fondos para enfrentar la emergencia. Exigencia que no fue atendida porque significaba un intento de crear “el primer establo de derechos”. Un vocero de la Coalición de la Iglesia Anti-Familia anunció, como era de esperar, que la cultura derecha había atraído esta maldición contra sí misma. En cuanto al nuevo presidente, cuando se le preguntó sobre los centenares de casos conocidos de infecciones en los ovarios, septicemia y fiebre puerperal, todos ellos relacionados con los derechos, respondió firmemente: “No sé nada de eso”.

Cleve y Cressida seguían siendo amigos. Ahora por carta. Al principio él imaginó una correspondencia notable, como para publicarla, muy brillante, toda sobre la ficción. Pero no resultó así. Pronto descubrió que las cartas de Cressida eran irreductiblemente cotidianas. La cocina, el secador de ropa, la modificación de un cuarto de la casa… ¿lo pintaría de azul o de rosado? “Sé que te interesas en la decoración de la casa”, decía, “pero esto no es decoración. Esto es hacer el nido”. La camiseta de fútbol de Cleve se inclinaba cortésmente sobre la mesa, mientras él se afanaba sobre el papel, mientras él repetía las mismas frases complicadas sobre la afinidad entre Fanny Price y Mary Crawford, o la de Frank Churchill y el señor Knightly. Y a la mañana siguiente recibía otra carta de nueve páginas de Cressida donde le hablaba de su seguro médico o la cuenta del plomero. Asía era la vida de los derechos. Las cartas de ella no le aburrían. Lo atraían como un imán y a la vez lo aplastaban. Era como quedar pegado a una telenovela británica del cable: las evoluciones en la vida de los proletarios, semana tras semana, implacables e interminables, que duran más que una vida. Ahora el embarazo de Cressida estaba realmente avanzado, caminaba como un pato, se le agitaba la respiración y se cuidaba todo el tiempo.

Irv. Irv se parecía mucho a Cleve. Harv también se parecía mucho a Cleve, lo mismo que Grove, y que Orv. Pero Irv y Cleve (como señaló Irv) eran como los dos lados de un mismo trasero. La primera vez, cuando se toparon en la bruma de Folsom Prison, Cleve creyó caminar hacia un espejo, pero al tocarlo encontró que era un espejo tibio y suave. Ahora, cada vez que Irv perdía las llaves de su casa (cosa que le sucedía a cada momento), Cleve lo recibía en su casa, esperaba el timbrazo e iba a la puerta sintiéndose totalmente despersonalizado, borrado, para hacer pasar a su usurpador, su otro yo, su sombra. Era como la pesadilla recurrente en las novelas de William Burroughs, cuando el temible doble de uno llama a la puerta. ¡Burroughs! Otra vez la ficción derecha… En los primeros días de su relación, cuando todavía tenían relaciones sexuales, Cleve e Irv siempre lo hacían en postura misionera, cara a cara; y Cleve era Narciso, adherido al reflejo de su propio ser acuático.

A mitad del octavo mes, cuando empezó la congestión vascular pélvica, la telenovela de San Francisco se hizo francamente médica. Ya no se hablaba más de los ejercicios respiratorios y los controles mensuales. En sus cartas Cressida hablaba ahora de cosas tales como congestión vaginal, agrandamiento asimétrico del útero, y análisis de orina que daban cifras bajas de albúmina. Cleve seguía firme con sus floridos relatos de un viaje reciente (con Irv) a Kampuchea. Luego llegó la noticia de que el bebé estaba atravesado: parece que quería nacer con los pies para adelante… En horas avanzadas de la noche (Irv no estaba en el departamento), Cleve, en el baño, pensaba en operaciones cesáreas. Se miró en el espejo. Al abrir esa puerta del botiquín se veían los medicamentos, alineados según su rango, como espectadores. Los hipocondríacos modernos no son simples hipocondríacos, también son Hipocondríacos con mayúscula, temerosos representantes de un Síndrome. De modo que aun cuando están muy bien, y se sienten muy bien, se aterrorizan de su propia capacidad de sugestionarse, tienen miedo de sus propias mentes. Cleve entró en el dormitorio y, con el teléfono en las rodillas, marcó los números prohibidos.

– …¿Grainge?

– No hagamos esto, Cleve.

– …¿Grainge?

– Cleve. Por favor.

– Prometo portarme bien -dijo Cleve con voz infantil-. Sólo quiero hacerte una pregunta sobre otra cosa.

– Que sea rápido, Cleve.

– Grainge… hace años, pasaste por una etapa hétero, ¿verdad? En tu juventud. Tuviste encuentros o episodios hétero.

– ¿Qué?

– Eras chico. Acababas de salir del Campamento. Tuviste tu primer trabajo. ¿Llevabas comida a esa escuela de enfermería?

– Ah, eso. Sí. ¿Y?

– ¿Qué conclusiones sacaste, Grainge?

– Ninguna. Mira, eso tiene un nombre. Se llama heterosexualidad situacional.

– Pero, ¿eso qué quería decir, Grainge?

– No quería decir nada. Quería decir que en medio de una tormenta se entra en cualquier puerto. ¿Qué te pasa, Cleve?

– Nada. Está bien. Estoy bien… Grainge… Grainge, ¡Ay, Grainge!

– No hagamos esto, Cleve.

Poco después volvió al baño y se mojó y enjabonó el bigote. Luego buscó la navaja recta de Irv. Cleve sabía que la que nacería era una niña, y que venía al revés.

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