Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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Cleve volvió a su departamento de Chelsea a eso de las siete y encontró a Grove en la cama, entregado a unas ruidosas relaciones sexuales con Kico, el disc-jockey que era primo del carpintero que le había hecho nuevas bibliotecas a Cleve ese mismo verano. Cleve fue a la cocina y se preparó un sándwich de pepino. Le molestaba que Grove hubiera dejado encendida la televisión (una mala costumbre de Grove). Programa de la TV: ¡más noticias “derechas”! Este tema con lo derecho… era increíble. Uno pasaba por la vida sin prestarle la más mínima atención y de pronto, dondequiera mirara… ¡Bueno, bueno!, gran noticia: Día de la Libertad de los Derechos, que se celebraba en San Francisco, “La gran capital derecha del mundo”. Cleve dejó de masticar, su bigote quedó inmóvil. Una vista aérea del Desfile del Día de la Libertad de los Derechos, en Mission District, conducido por la Banda del Día de la Libertad de los Derechos. También mostraban hombres y mujeres que se comportaban con gran seriedad (en realidad, con una seriedad deprimente), y que hablaban de preocupaciones, exigencias y objetivos de los heterosexuales. Los dirigentes y activistas derechos estaban en conversaciones con su apoyo político recientemente identificado como el bloque de votantes en una ciudad donde dos de cada cinco adultos eran “abiertamente derechos”. Aparentemente en Castro todos eran derechos. La comunidad entera. Tenían verdulerías derechas, cajeros de Banco derechos, carteros derechos. Hasta tenían policías derechos.

– Habría que matarlos a todos.

Humo de cigarrillo. Cleve no se dio vuelta. Debía ser Kico. Kico: pantalones de cuero festoneados, con pañuelos de determinados colores al cuello, y faja ancha a la cintura (¿por qué no se reducía al color naranja, que significaba “cualquier cosa”?, los ojos inyectados en sangre, el bigote con gotitas de traspiración.

– Que los lleven a Madagascar, carajo. Eso se merecen.

– Vamos Kico. Basta de idioteces. ¡Uy!, mira eso.

En la pantalla, unos cowboys derechos del Rodeo Derecho de Reno bailando por Market Street, haciendo flamear la bandera de Nevada, y los banderines multicolores, que ahora servían, según ellos, como emblema de todos los derechos de California.

– Así que tú los apruebas. Para ti son iguales que nosotros.

– No son iguales, pero también tienen que vivir sus vidas. Es más, creo que es una vocación dura. Ser derecho.

– Son enfermos, hombre.

Ahora hablaré con Merv Cusid, dijo la televisión, que está organizando una plana de derechos de los derechos para presentarla en la convención en agosto. Y luego pasaron una toma que ni siquiera Cleve pudo mirar sin alterarse; hasta le resultó difícil no apartar la mirada: una colina verde, mantas de todos colores extendidas en el pasto, y una propaganda fastidiosa, mujeres y niños jugando.

– Ya veo. Me voy de aquí.

– La naturaleza es derecha -dijo Cleve con un repentino gesto de asentimiento.

– Y eso es lo que son. Unos animales de mierda.

– Hay que vivir y dejar vivir. ¿Dónde está Grove? ¿Descansando?

– Durmiendo.

De manera que Cleve, que no había tenido actividades sexuales en el gimnasio, le hizo fellatio a Kico en el hall de entrada y después se puso a preparar la comida: un soufflé de gorgonzola seguido por jamón de Parma con granada, papaya y pomelo. Apareció Grove, en bata, y al rato Cleve sirvió una copa de Sauvignon helado. Grove fue a darse una ducha y volvió con una toalla anudada a la cintura. Grove estaba en gran forma. Cleve estaba en gran forma. La calle, la ciudad -el mundo en que vivían- podrían haberse llamado Gran Forma. Después de la cena tuvieron una larga y acalorada discusión sobre cuál era mejor: Cosi fan tutte o Die Zauberflöte. Llegaron a un acuerdo mientras Grove hacía el descafeinado.

Era demasiado tarde para ir a cualquiera de los lugares adonde podían haber ido, inauguraciones de galerías o ventas de muebles en los jardines de las casas, a la luz de la Luna, exposiciones de futuros remates de antigüedades, torneos de preguntas y respuestas, recitales o charlas, fiestas organizadas por las agencias de viajes. Entonces, ¿por qué no pasar una velada tranquila? De manera que se acomodaron ante la mesa baja del living y se pusieron a mirar revistas: hasta Cleve, en ese momento, estaba dispuesto a dejar a Trollope y a Dostoyevsky y mirar revistas. Y fumar un porro. Cleve no se sentía cómodo leyendo a los grandes maestros en presencia de Grove. O tal vez lo que lo ponía incómodo era Cressida. Su incomodidad era casi audible, como oír el mar apoyando un caracol en la oreja. Incluso cuando se sienten muy bien, los hipocondríacos se preocupan por una enfermedad: la hipocondría. Esa noche Cleve estaba paranoico con su hipocondría. Podía agravarse mucho… No dejaba de estudiar a Grove: su pelo de gato, su remera, su bigote. Su hábito de mirar las revistas de atrás para adelante, con los labios fruncidos y una expresión de estoico aburrimiento. De todos los amantes de Cleve, sólo Grainge había compartido su curiosidad intelectual y su pasión literaria. Sólo Grainge…

Poco después de las once Grove alzó los ojos del ejemplar de Torso y dijo:

– Perdona, tengo que ir al toilette.

Cleve dejó su ejemplar de Blueboy y dijo:

– Qué gracioso. Es decir qué gracioso fue las primeras veces que lo dijiste. Además ya sé que no vas más al Bowl.

– ¿Quién dijo?

– Tú vas a Folsom Prison.

– ¿Quién dijo?

– Fraze -respondió Cleve.

Cuando Grove cerró la puerta Cleve se fue a la cama con el televisor pequeño. El tema de los derechos lo perseguía en todas partes. En la Convención Nacional Democrática que se celebraría en Nueva York, el comité de los derechos era más grande que el de las delegaciones de veinte estados. Hasta había serias especulaciones sobre un candidato a vicepresidente derecho en el programa de Ted Kennedy. El bigote de Cleve sonrió. Qué idea. Por ejemplo que Ted Kennedy era derecho. En cierto modo, ¿no sería apasionante?

Grove lo despertó alrededor de las cuatro, como de costumbre. Se desvistió a los tirones y se desplomó en la cama, y Cleve sintió su reconfortante olor a alcohol y a Tattoo.

En The New York Review of Books Cleve vio un aviso de un crucero “totalmente derecho” a Filadelfia y a Maine. ¿Por qué lo perseguía tanto el tema? Ya no se reía como antes cuando sus amigos contaban chistes de derechos. Le parecía ver cada vez más derechos caminando por la calle, no sólo en la zona alrededor de la avenida Greenwich sino también en la Calle Ocho, en Washington Square. Cleve seguía dedicando horas al gimnasio. Sus enormes bíceps casi le rozaban los lóbulos de las orejas. Su estupendo torso: ¿estaría bajo control o fuera de control? El gimnasio de Cleve se llamaba Magnífica Obsesión. Con cuánta frecuencia caminaba de Magnífica Obsesión a Hora Libre, de Hora Libre a Magnífica Obsesión…

Su hipocondría se agravó… ¿o mejoró? Porque su hipocondría nunca había sido tan fuerte ni tan vigorosa. Cleve era un exorbitante devorador de la sesión Salud y las columnas médicas y los artículos sobre patología de diarios y revistas. Pero ahora un compañero hipocondríaco de Magnífica Obsesión le pasaba más y más material. En esos días Cleve llegó al punto de leer el Informe semanal de morbilidad y mortalidad. En sus páginas comenzaba a leer referencias a lo que ahora llamaban “síndrome cervical de los derechos”. Y mirando a los derechos que andaban por la calle Cleve se preguntaba si no les pasaría algo por toda esa tensión y ese porte que ostentaban ahora.

Cleve se separó de Grove. Grove, con su desprolijidad tan poco romántica, su consumismo inteligentemente selectivo, sus trances, sus planes para la vida ultraterrena, y sus contactos sexuales, 2,7 por noche. Por un tiempo estos 2,7 eran con Steve. Pero ahora se había enamorado de un joven artista que dibujaba en estilo art nouveau, llamado Harv.

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