– ¿Orgullo y prejuicio? -preguntó Cressida.
Todos los inviernos Cleve releía la mitad de Jane Austen. Tres novelas, una en noviembre, una en diciembre, una en enero. Y todas las primaveras leía la otra mitad. Ahora era enero y leía Orgullo y prejuicio.
– Sí. Es más o menos la novena vez que la leo. No sé por qué, cada vez que la leo, me quedo prendido a Elizabeth y al señor Darcy. ¿Se arreglará Elizabeth con Charlotte Lucas? ¿Y el señor Darcy con el señor Bingley? No es porque no sepa que todo terminará bien. Sin embargo sufro. Es ridículo.
– Yo siempre pensé que Elizabeth hubiera sido más feliz con la muchacha De Bourgh. ¿Cómo era el nombre?
– Anne. Qué curioso que Jane Austen nunca haya tenido una amiga. Quiero decir que tuvo todos esos bebés, como hay que hacer. Pero nunca se acostó realmente con alguien.
– Y comprendía tan bien el corazón humano.
– Yo quiero saber algo que Jane Austen nunca podría decirme -dijo Cleve-. Me gustaría saber cómo es en la cama.
– ¿Quién? Se te enfría el café.
Cleve bebió su café. Santos y Java: capuccino. Cleve y Cressida se habían encontrado en la Hora Libre… bien, un montón de veces. Él hubiera dicho francamente, si alguien se lo hubiera preguntado, que disfrutaba de la compañía de ella. Es posible que además sintiera que de ninguna manera era poco sofisticado contar entre sus amistades a una inteligente amiga derecha…
– El señor Darcy -dijo-. Tengo que saber cómo era el señor Darcy en la cama.
– El señor Darcy. Yo también. Poderoso.
– Majestuoso. Pero amable, también.
– Tierno.
– Pero un poco fatigoso. “Fitzwilliam” Darcy. Eso es tan atractivo.
– Presumiblemente, él…
– Ah, claro. Cleve vaciló, se encogió de hombros y dijo:
– Creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que es el señor Bingley quien lo toma por el culo.
– Ah, sin duda. Sin ninguna duda.
La contempló. La mayoría de las mujeres que conocía Cleve tendían hacia los extremos del gran brillo o la negligencia desprovista de ansiedad consigo mismas. Pequeñas heladeras vestidas de trajecito con peinados como ollas invertidas, como Deb y Mandy en el departamento de al lado en la Calle Veintidós. O íconos emplumados como sus colegas Trudy (en marketing) o Danielle (en gráfica). ¿Qué significaban el brillo y el arreglo de Trudy y Danielle? ¿Que estaban interesadas, activas, dispuestas? ¿Cómo se interpretaría la apatía y el descuido de Mandy y Deb? ¿Heladeras y budineras? ¿El pacto de no hacer dieta? Al principio había pensado que Cressida tenía el típico aspecto de las derechas, ese aspecto que no inspiraba comentarios, como si dijera “No me presten atención”. Compuesta, pero, en cierto modo, como alguien que cumple con su deber. Derecha. Pero últimamente Cleve percibía que tenía cierto brillo, cierto color, una carga de vida tangible. Estaría… ¿excitada? Allí estaba, sentada, desabrochándose el impermeable y apartándose el flequillo de la frente. Ese que ella llamaba su marido, John, que despreciaba a Nueva York (el orgullo de los derechos, en este caso, no era suficiente para este fiero separatista), se había ido a San Francisco, donde era un gran tipo, o al menos hacía mucho ruido, en la Fuerza de Tareas Nacional de los Derechos. Ser derecho era su carrera. Sin embargo Cleve no quería preguntarle a Cressida qué planes tenía ella para el futuro. Ella dijo:
– ¿Lees mucha literatura escrita por derechos? Todo el mundo lee a Proust, creo. Y a E. M. Forster. Y a Wilde. Ni siquiera sabía que Forster era derecho hasta que leí Maurice.
– Sí, con ese libro reveló su verdadera naturaleza. Todos opinan que es su libro menos bueno. Es lo que suele suceder con la ficción derecha. Es como si necesitaran guardar su secreto. Sin el secreto desaparece la tensión interna. Se sienten demasiado cómodos.
Cleve dijo tímidamente:
– Yo leí Criadores.
– John odiaba ese libro. Creo que era muy exacto. Sobre toda la…
– Orientación -completó Cleve con delicadeza.
– No es una orientación.
– Perdón. Preferencia.
– Decididamente no es una preferencia. Te lo aseguro.
– ¿Qué dirías que es?
– Es un destino. ¿Yo estoy enferma, o aquí hace mucho calor?
– Hace un calor terrible -respondió Cleve para tranquilizarla. Pero, de pronto, realmente hacía un calor terrible. Cressida se levantó y se quitó el impermeable. Y a Cleve le pareció que echaba vapor por la boca, como las máquinas de café, y que los monstruosos músculos de su torso estaban totalmente empapados de transpiración. Es más: que exhalaba un fuerte resplandor biológico.
– Estás embarazada -dijo.
– Sí. No muy avanzada.
Cleve ya estaba pensando que Cressida parecía mucho menos embarazada que Mandy, la montañita de grasa del departamento de al lado, bajo sus camisolas y sus túnicas. La panza de Cressida, apenas distendida pero insidiosa. Uno de los terapeutas le había dicho a Cleve que la hipocondría era una especie de solipsismo. Pero ahora miraba a Cressida, sentada frente a él, a Cecilia que era otra persona, y sintió el alerta rojo del miedo clínico.
– Perdón -dijo.
– No es nada -respondió ella, y agregó con agilidad:
– Tal vez leas más ficción derecha que lo que piensas. Yo estoy convencida de que Lawrence era derecho.
– ¿T. E. Lawrence? Seguro. T. E. Lawrence era derecho.
– No, T E. no. D. H.
– ¡D. H!
– D. H. Cuando lo leo pienso todo el tiempo: por Dios, qué confuso es este tipo. Hemingway también.
– ¿Hemingway? Vamos.
Ella sonreía.
– Es un hétero obvio. Más hétero no puede ser.
– Hemingway -dijo Cleve-. Hemingway…
Se despidieron en la avenida Greenwich. Él se quedó en el cordón de la acera, con su Orgullo y prejuicio de tapa dura casi oculto bajo la axila, y la miró enfilar hacia la calle Christopher.
Harv estaba en casa cuando llegó Cleve. Increíble: faltaban siete meses para el cumpleaños de Harv y él ya estaba hablando de eso. En el Antique Mart de la calle Diecinueve exhibían un juego de cristal para un próximo remate; fueron a verlo. Luego bebieron un par de copas de vino blanco en el Tan Track, el bar de la zona, y a manera de cena pastel de carne en el Chutney Ferret, el bistró del barrio. De vuelta en el departamento Cleve programó el menú para la pequeña cena que daría el jueves. Iría Arn, con Orv, y Fraze, con Grove; antes Fraze y Grove andaban juntos, y Grove había tenido algo con Orv, pero ahora Grove estaba con Fraze y Orv con Arn. Cleve pensaba preparar ravioles a la mejorana y zapallitos rellenos provenzal… Estaba haciendo lo que siempre hacía después de sus encuentros con Cressida, y veía su propia vida como podría verla un extraño: un extraño nada comprensivo. Cleve no dejaba de mirar a Harv, que estaba tendido en el chesterfield, leyendo: Harv con sus gruesos anteojos oscuros, el bigote rectangular, la remera sin mangas. Él no leía revistas, leía las novelas de las cadenas de librerías, qué horror. Cada vez que Cleve hojeaba una de esas novelas se encontraba con la misma historia, pacientemente repetida: el muchacho del establo seducido por tipos con título nobiliario.
Mientras bebían un chocolate caliente tuvieron una vehemente y repetitiva discusión sobre quién era mejor: Jayne Mansfield o Mamie van Doren. La discusión terminó cuando Cleve desempaquetó las copas de tallo alto que le había regalado Cleve. Y siguió hablando de su cumpleaños… En mitad de la noche Cleve se despertó, fue al baño, se miró en el espejo y pensó: estoy en un desierto, o en un mundo de cristal. Cada tantos años me disuelvo en un tubo de cristal: es como cumplir con la obligación de ser jurado en la corte de justicia. Yo salí de un tubo de ensayo. No nací. Aquí no hay biología. Aquí hay cero biología.
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