Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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La carta imaginaria enviada por Maestlin a Kepler, en la que le anuncia que se dispone a redactar para él la biografía de Copérnico, está inspirada en parte en un texto muy real de Maestlin, aunque bastante más tardío; se trata de un proyecto de postfacio para la edición de 1617 de las Revoluciones de Copérnico, postfacio que no fue publicado en la edición en cuestión, pero que figura como apéndice en el tratado que Kepler publicará en 1618, Sobre la admirable proporción de los orbes celestes (Harmonices Mundi).

Aparece en ese texto el «verdadero» Maestlin: copernicano convencido, de un estilo literario polémico y colorista, no vacila en ridiculizar a los cardenales ignorantes del alcance inmortal de la obra de Copérnico, que rebajan al mismo nivel de quienes antiguamente, y contra toda evidencia, habían negado la redondez de la Tierra. He aquí algunos extractos de ese texto llamativo, que bastaría para legitimar la elección de Maestlin como narrador de la novela:

En 1616 apareció, en la imprenta de la Cámara apostólica de Roma, un decreto firmado por la mano del ilustre cardenal de Santa Cecilia y lacrado con su sello, el 5 de marzo, que lleva por título: Decreto de la Sagrada Congregación de Ilustres Cardenales de la Santa Iglesia Romana, especialmente encargados por nuestro Santo Padre, el papa Paulo V, y por la Santa Sede apostólica, de la confección del índice de libros, de su permiso, interdicción, corrección o impresión en toda la República cristiana, decreto que ha de ser publicado en todas partes.

En dicho decreto se lee, entre otras cosas: «Puesto que ha llegado a conocimiento de esta Sagrada Congregación que esa falsa doctrina pitagórica, en total desacuerdo con la Sagrada Escritura, de la movilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol, que enseña Nicolás Copérnico, se difunde ahora e incluso es aceptada por muchos […], en consecuencia, para que semejante opinión no se extienda más y lleve a la ruina a la verdad católica, la Sagrada Congregación ha decidido que el dicho libro: Copérnico, Sobre las revoluciones, debe ser suspendido hasta que haya sido corregido.»

¿Cuál es, te lo ruego, benévolo lector, tu opinión sobre ese decreto de los Ilustres Cardenales? ¿No estás convencido, cuando lees el magnífico título de la Congregación, de que se ha enviado a la susodicha comisión a las personas más específicamente instruidas y más sabias no sólo en todas las partes de la sagrada teología, de la jurisprudencia, etc., sino también en todos los dominios de la ciencia, de suerte que no se les escape nada importante de cuanto cotidianamente se enseña, se escribe o se difunde entre el público? Es seguro que personas que pretenden juzgar con rigor el permiso de editar libros, su corrección, condena o proscripción, tendrían que ser de tal manera. Por consiguiente, te dirás que en la Sagrada Congregación ha de haber algunos miembros bien impuestos en las ciencias matemáticas, entre las cuales no es la menor la astronomía.

Pero cuando hayas considerado con más atención los términos de ese decreto sobre la astronomía de Copérnico, sin la menor duda sospecharás conmigo que esos cardenales no han leído el libro de Copérnico, que jamás lo han visto e incluso que lo han ignorado cuando Copérnico se contaba todavía entre los vivos y aún respiraba.

[…] En efecto, los libros de Copérnico sobre las Revoluciones de los cuerpos celestes fueron editados en Nuremberg en 1543; fueron precedidos por la obra que se incluye aquí, es decir la Narratio de Rheticus, dedicada en 1539 a J. Schöner, difundida por A. P. Gasser en 1540 y finalmente impresa en Basilea en 1541. La Narratio fue adjuntada a la reimpresión de las obras de Copérnico en Basilea. La fama de esa doctrina había llegado ya a oídos de otros sabios, antes incluso de la primera edición. De ello da testimonio Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, en una carta dirigida a Copérnico en 1536. Fue el mismo Schönberg quien, de concierto con T. Giese, obispo de Kulm, y también buen número de hombres muy eminentes y sabios, consiguieron convencer a Copérnico, mediante serias exhortaciones mezcladas en ocasiones con reproches, de que editara sus libros, que tenía en reserva «para el año cuadragésimo noveno». Por fin, vencido por sus exhortaciones, Copérnico no sólo consintió en la publicación de su obra, concluida al precio de unos trabajos dignos de los de Hércules, y permitió a sus amigos llevar a cabo la edición tanto tiempo solicitada, sino que dirigió el prefacio, que tenía la forma de una dedicatoria, al papa Paulo III. Que esta obra, que en verdad sobrepasa las fuerzas de la industria humana, haya sido desaprobada, sea por Paulo III, sea por alguno de los pontífices romanos que le sucedieron, hasta Paulo V, e incluso condenada, prohibida o suspendida por los inquisidores, no tiene parangón con nada que haya yo encontrado en ningún catálogo de libros prohibidos ni en las obras de ningún autor. Sin duda, en privado la obra de Copérnico ha sido objeto de ataques o de insultos por parte de muchas personas, que, valiéndose de argumentos extraños al tema, se han burlado de ella más que combatirla. Pero nadie la ha refutado con razones y fundamentos propiamente dichos, extraídos de la propia astronomía o de las matemáticas. Ciertas personas reconocen sin duda en Nicolás Copérnico a un hombre de un talento incomparable y confiesan que habrían de presentarlo como una maravilla del mundo, de no temer ofender a algunos que sostienen con tenacidad antiguas opiniones filosóficas; es decir, si no temieran la sombra del milano. Resulta asombroso, por ello, que los cardenales de la Sagrada Congregación condenen solamente ahora a Copérnico, del que nunca han oído hablar y que todavía no ha sido convincentemente refutado.

[…]Copérnico ha corrido, entre esos cardenales, la misma suerte que tocó, en 743, a Virgilio de Salzburgo. Virgilio era muy experto en materias divinas y humanas. En razón de su singular erudición y de su sabiduría, se introdujo en la corte de los príncipes Carlomagno y Pipino, por los que en breve tiempo fue muy bien recibido; desde entonces fue considerado la autoridad suprema por Odilón, reyezuelo de los bávaros. El tal Virgilio, como era más docto en las disciplinas matemáticas y la filosofía profana de lo que exigían las costumbres cristianas, y como sostenía la certidumbre de sus conocimientos en contra de la opinión vulgar e incluso de la de Agustín, Lactancio y otros santos padres, enseñó un día que la Tierra tiene la forma de un globo y que los hombres se distribuyen por toda su superficie. De lo que se sigue que hay en la tierra hombres «antípodas», es decir, hombres que tienen los pies colocados en sentido contrario los unos de los otros […]. Esas opiniones parecieron impías y contrarias a la filosofía divina a Winfrid (nacido en Inglaterra, y designado por el Papa como obispo y legado apostólico en Germania; había cambiado su nombre por el de Bonifacio y había sido nombrado, por Carlomagno y Pipino, arzobispo de Maguncia). Como Bonifacio no pudo conseguir que Virgilio se retractara de su opinión, sometió el asunto al propio papa, Zacarías. La filosofía de Virgilio pareció también sospechosa al Papa: éste ordenó que el filósofo Virgilio, si era sacerdote, fuera arrojado del templo de Dios o de la Iglesia, y que un concilio lo despojara de su sacerdocio, por profesar aquella doctrina perversa.

¿No acabarás por creer, excelente lector, que los dignatarios de la Santa Sede y de los arzobispados de la época presente (puedes incluir además a los cardenales) y todas las personas que han empleado en sus consejos para decidir sobre los casos dudosos, han sido recogidos en el arroyo para ser elevados a tan altos cargos y dignidades? Porque esas personas ni siquiera han sabido colegir de los primeros rudimentos de la astronomía y de algunas experiencias geográficas que la simple diferencia de longitud entre los días de verano y los de invierno, por ejemplo en Roma, en Italia, en Alemania o incluso en Inglaterra, patria de Bonifacio, basta para mostrar que la superficie de la Tierra no es llana, con todo lo que se sigue necesariamente de esa tesis. En consecuencia, una sabia ignorancia ha podido engañar a esos sabios clérigos, hasta el punto de hacerles declarar impías, profanas, enemigas de la filosofía divina, patrañas y locuras capaces de manchar y contaminar la sabiduría simple y pura de Cristo, cosas que muchos siglos antes habían sido demostradas por los filósofos y enseñadas en las escuelas públicas; cosas que hoy no son ya objeto de discusiones sutiles, sino sabidas incluso por los ciegos y los peluqueros, después de las múltiples experiencias de quienes navegan desde Europa hacia el Nuevo Mundo, la América y el Perú. Sea ello como fuere, Virgilio fue condenado por herejía, y lo mismo le ocurre hoy a Copérnico con su astronomía.

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