Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Presa del pánico, Rheticus pidió a Petreius que se explicara con más claridad. Y el impresor le contó lo siguiente: cuando Schöner le entregó el manuscrito de las Revoluciones, alegó que su mala salud no le permitiría supervisar su composición, y que dejaba ese trabajo en manos del famoso Osiander. El pastor, muy orgulloso al ver que se le confiaba la obra de quien todos alababan como el mayor astrónomo de la época, se puso a la tarea lleno de celo. De ahí el impecable resultado de las pruebas que Petreius había mostrado a Rheticus. Pero un día, Osiander acabó por comprender cabalmente el significado y el alcance de las Revoluciones. Entonces, se le metió en la cabeza convencer a Copérnico de que relativizara su teoría heliocéntrica y la redujera a una hipótesis teórica, sin más fundamento; un simple divertimento del espíritu. Y le anunció que quería «convertirlo». La respuesta del canónigo fue lacónica, y venía a decir más o menos: «Ocúpese únicamente de cazar las erratas tipográficas, y no se meta en lo demás.» Lo que no disuadió a Osiander de proseguir su misión de evangelización, con la dulce y sonriente obstinación del fanático, tanto si es mártir como verdugo: salvaría a Copérnico de la condenación eterna, a su pesar si era necesario. No hay nada peor que las personas que se empeñan en salvar a otras a su pesar. Y saboreaba como si fueran ambrosía las retahílas de injurias que volcaba sobre él su célebre corresponsal.

– ¡Maldición! -exclamó Rheticus cuando el impresor concluyó su historia-. ¿Por qué Copérnico no me lo ha advertido? Y ese viejo imbécil de Schöner también se ha callado. ¡Va a enterarse de qué pie cojeo! Voy corriendo a hacerle una visita.

– Pronto las campanas van a tocar la medianoche -sugirió en tono plácido Petreius.

– Aunque fuera la noche de las brujas, iría a sacudirle las pulgas.

– ¡Lo acompaño! No me lo perdería por todo un imperio.

La casa del viejo astrólogo estaba a dos pasos del taller. Rheticus empezó a golpear como un martillo la puerta y a gritar: «¡Abrid los de dentro, abrid!» Por fin, se abrió la mirilla y asomó por ella una cabeza. Era la del hijo de Schöner, Andreas, aún no bien despierto.

– ¡Joachim! ¿Qué vienes a hacer aquí, a estas horas?

– Quiero ver a tu padre inmediatamente.

– Imposible, está durmiendo. ¡Y además, ya le has hecho bastante daño, infame sodomita!

Por toda respuesta, Rheticus abrió de par en par la puerta de un empujón, y estrelló su puño contra la cara del otro, que se derrumbó sobre el suelo del vestíbulo. Luego subió de cuatro en cuatro los peldaños que llevaban a los dormitorios, seguido por un Petreius que se frotaba las manos anticipando el espectáculo del que iba a ser testigo. Schöner apareció ante ellos, lívido, en camisón. Pero no era el frío penetrante lo que le hacía temblar. Balanceaba a un lado y a otro la borla de su gorro de noche calado hasta las cejas, como el péndulo de un zahorí.

– Joachim, Joachim, puedo explicártelo todo. No es culpa mía, sino de Melanchthon. Fue él quien me obligó a tomar a Osiander como supervisor de las Revoluciones.

– Vamos, señor profesor, no es usted razonable -intervino el impresor, jovial-. ¡Todo el mundo sabe, de Nuremberg a Wittenberg, que nuestros dos grandes pensadores de la Reforma no hacen precisamente buenas migas!

– Déjele terminar, se lo ruego, maestro Petreius -le cortó Rheticus. Esto se pone interesante.

Schöner balbuceó entonces que Melanchthon le había pedido insistentemente que dejara a Osiander el cuidado de supervisar la impresión de la obra de Copérnico, dándole a entender que, si no le obedecía, era muy posible que perdiera su puesto de profesor de matemáticas en la escuela de Nuremberg. ¡A su edad!

– Y además -añadió entre gemidos-, las locuras heliocéntricas de tu Copérnico me obligarán a revisar toda mi obra, todas mis predicciones, todas mis revelaciones astrológicas sobre el pasado y el porvenir del mundo.

– ¡Sí! ¡Pero eso, vieja buscona, es tu problema, no el mío! -contestó Rheticus, y añadió-: Quiero veros mañana, en cuanto salga el sol, a Osiander y a ti, en el taller del maestro Petreius. Discutiremos algunas cuestiones de detalle.

Las mencionadas cuestiones de detalle quedaron zanjadas rápidamente. Osiander no escribiría la menor nota a Copérnico, y en cambio dirigiría todas sus críticas, si las había, al «Orfeo de la astronomía», que eventualmente haría el papel de intermediario con el maestro de Frauenburg. Si era preciso modificar la más mínima coma del texto, Osiander se lo diría en primer lugar a Petreius, que en adelante tenía carta blanca para resolver cualquier dificultad. Osiander aprobó con una vehemencia devota las decisiones del joven profesor. Algún día conseguiría convertirle también a él.

Rheticus salió de allí más tranquilo. Ya nada detendría la aparición de las Revoluciones. En adelante podía dedicarse a pensar en sí mismo y en sus intereses. La universidad reformada de Leipzig acababa de hacerle una oferta prometedora para ocupar allí el cargo de profesor de matemáticas. Decidió aceptar: Leipzig era mucho más prestigiosa que Wittenberg, y él formaría parte de la dirección colegial, que tenía una reputación de gran tolerancia; ganaría mucho más dinero, y también fama. Pero sobre todo, también se libraría de la engorrosa tutela de Melanchthon y le haría pagar con su deserción todos sus tejemanejes.

De todos aquellos proyectos, Osiander nunca llegó a saber nada. Petreius había descrito muy bien al personaje: era un reptil, frío y viscoso. Al despedirse de él, Rheticus había evitado estrechar su mano. Es bien sabido que las serpientes no tienen manos.

El recadero dejó sobre la mesa el enorme paquete, y retrocedió un paso para verlo mejor, como si él mismo hubiera compuesto aquel gran cubo de cartón repleto de sellos y de firmas diversas, prueba de que las aduanas habían aceptado su paso a través de diferentes fronteras. Para librarse de él, Radom puso en su mano abierta un puñado de calderilla no demasiado escueta. El recadero desapareció, después de mil y una reverencias, y no sin haber vaciado de un trago la jarra de cerveza que le había ofrecido el coloso.

– Amiga mía, el honor es tuyo, abre eso -dijo Nicolás, al tiempo que tendía a Ana un par de tijeras de plata.

– rehúso, cariño. No me corresponde a mí, sino a monseñor de Kulm.

Ana puso una rodilla en tierra, y con una graciosa reverencia pasó las tijeras a Giese, como se ofrecen las llaves de una ciudad a un rey vencedor, y le dijo con un murmullo cantarín:

– A usted le corresponde el honor, mi muy querido Tiedemann.

– Oh amigos de la ciencia, fervientes sostenedores de la filosofía natural y de la Verdad -clamó entonces el obispo, como si le escuchara una asamblea de mil personas, y no un auditorio que se reducía, además de Nicolás y Ana, a Alejandro Soltysi, Radom y el joven coadjutor del amo de la mansión-. Oh amigos de la Verdad absoluta, he aquí por fin el Libro.

Con gestos solemnes, desgarró el papel de embalaje y aparecieron cuatro pilas de cinco volúmenes cada una. Copérnico tomó uno de ellos, acarició la cubierta de cuero fresco, lo abrió por el centro, lo olfateó como se hace con un buen vino, y dijo con un vago pesar en la voz:

– A pesar de todo, qué hermoso es un libro impreso. -Luego buscó la primera página-. Toma; ¿qué es esto? «Al lector, sobre las hipótesis de esta obra.» Habrían podido informarme, por lo menos…

Entonces, empezó en pie la lectura de aquel prefacio. Cuanto más leía, más se enrojecía su frente y mayor era su ceño, síntomas de que iba a estallar una de sus grandes cóleras. Al final, rugió:

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