Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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– ¡Ah, Rheticus, Judas, me has traicionado!

Su rostro se congestionó, los ojos quedaron en blanco y cayó cuan largo era. Su cráneo resonó al chocar con el suelo.

No recuperó la conciencia hasta dos horas más tarde, en su cama. ¿Pero podía llamársele conciencia? Toda la parte derecha de su rostro estaba paralizada en un rictus horrible que dejaba al descubierto los dientes hasta los molares, y el ojo cerrado. Tampoco podía mover la pierna y el brazo derecho. Cuando por fin pudo hablar, fue para emitir unos gruñidos inarticulados, en los que Giese creyó interpretar una de sus palabras favoritas para señalar a sus enemigos: «¡Los zánganos, los zánganos!» El obispo le tendió papel y pluma para que escribiera con la mano izquierda; el enfermo se negó, con un ladrido. Luego se encerró en su silencio.

Cuando Giese leyó a su vez la advertencia al lector, también él señaló a Rheticus como el responsable de aquel texto infame pero hábil, que destruía toda la credibilidad de las Revoluciones: «No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles; una sola cosa basta: que ofrezcan cálculos conformes con la observación. El filósofo exigirá tal vez una mayor verosimilitud; pero nadie podría alcanzar, ni enseñar nada que sea enteramente cierto, a menos que le haya sido revelado por Dios. Dejemos, pues, que estas nuevas hipótesis sean conocidas junto a las antiguas, que no son más verosímiles, por cuanto éstas son a la vez admirables y sencillas, y llevan consigo el inmenso tesoro de las observaciones más eruditas.»

Tan pronto como regresó a Kulm, el obispo escribió con su estilo más virulento una carta incendiaria al presunto culpable de aquella Advertencia al lector, acusándolo nada menos que de haber matado a Copérnico. Le reprochó también el no haber publicado, en lugar de aquella vileza, la Vida de Copérnico, tal como habían quedado ambos de acuerdo, para dar con ella una feliz sorpresa al principal interesado. Declaró también que, para que nadie ignorara lo sucedido, repetiría las mismas acusaciones ante Dantiscus, el gran duque Alberto de Prusia, Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, cuya carta de 1536 aparecía reproducida en las primeras páginas de la obra, y ante el mismo papa Paulo III. Giese añadía finalmente que su corresponsal era en adelante persona non grata en todos los obispados prusianos, y que cuidara de no aparecer por ellos, porque podría ocurrirle una desgracia.

Fue esa razón por la que Rheticus no asistió a los funerales de Copérnico, que se celebraron a finales de mayo de 1543, después de más de siete meses de espantosa agonía. Una vez que se hubo apagado aquel sol, quienes gravitaban a su alrededor se apartaron de su órbita y se convirtieron en astros errantes, estrellas fugaces, cometas cuya trayectoria ningún Copérnico habría podido predecir ni calcular. El más extraviado de todos fue Rheticus. Cuando recibió su ejemplar impreso de las Revoluciones, corrió furioso de Leipzig a Nuremberg, firmemente decidido a estrangular a Osiander con sus propias manos. Pero, por supuesto, después de perpetrar su hazaña, el devoto pastor había desaparecido de la ciudad y había marchado a Basilea, donde tenía lugar una importante reunión de los reformados. Schöner, por su parte, se había atrincherado en su casa, y su hijo había contratado a algunos mercenarios fuertemente armados. Querens quem devoret, Rheticus quiso entonces emprenderla con Petreius. El impresor lo recibió con gestos de desconsuelo y le explicó que Osiander le había impuesto en el último momento la sustitución de la Vida de Copérnico por su desastroso prefacio, amenazándolo con cerrar su taller si no obedecía. Tenía influencia suficiente sobre el consejo de la ciudad para cumplir su amenaza. La serpiente sonriente había escupido ya su veneno sobre las Revoluciones. Y le había tomado el gusto: Petreius aconsejó a Rheticus que huyera a toda prisa de Nuremberg, porque Osiander había sugerido al hijo de Schöner que interpusiera una demanda contra él, por sodomía.

De regreso en Leipzig, Rheticus leyó la terrible carta de Giese y sintió por un momento la tentación de poner fin a su vida. Luego se recuperó, escribió al obispo un largo alegato en su defensa, y le explicó las circunstancias en las que se había producido la publicación de la advertencia. Juró que sería en adelante el defensor más ardiente de la causa de su maestro, y para terminar dijo estar decidido a abrazar la fe católica.

No tuvo respuesta hasta varios meses más tarde. Giese le anunció la muerte de Copérnico, ocurrida el 24 de mayo de 1547, sin escatimar detalles sórdidos sobre la agonía de su amigo y la pérdida de su inteligencia, como si aún deseara culpabilizar a su corresponsal. Rheticus se hundió entonces en una profunda depresión. Sus cursos se hicieron aburridos, y ya nadie reconocía en él al «Orfeo de la astronomía».

Fue su antiguo amante y secretario Heinrich Zell, que se había convertido en un geógrafo reconocido y estimado por todos, quien acabó por convencerlo de que pidiera una excedencia ilimitada. Zell había movilizado para ello a toda la joven guardia de la nueva astronomía, empezando por su antiguo rival Erasmus Reinhold, que profesaba ahora la teoría de Copérnico en Tubinga; Caspar Peucer, un antiguo alumno de Rheticus que había ocupado su plaza en Wittenberg; o Aquiles Gasser, que había iniciado al joven Joachim en Zurich y que, por un feliz capricho del destino, ejercía la medicina en Feldkirch, que había sido la residencia del padre de Rheticus antes de morir en la hoguera. No faltó a la llamada más que el atrabiliario Paracelso: había muerto dos años antes que Copérnico, en circunstancias que siguen hoy rodeadas de misterio.

Era en verdad una extraña coalición la que intentaba reanimar la llama vacilante del Orfeo de la astronomía. Todos eran partidarios fervientes del heliocentrismo, y todos también, a excepción tal vez de Reinhold, practicaban en secreto los amores socráticos. ¿Hay alguna relación entre los dos fenómenos, opuestos ambos, a primera vista, a las apariencias?

Rheticus cedió ante la presión conjunta de sus amigos y, a falta del bastón de Euclides, tomó el de peregrino y fue de ciudad en ciudad a predicar la palabra copernicana. Estuvo en París junto a Ramus, y en Milán al lado de Cardano. Creía buscar discípulos, y en realidad no buscaba sino nuevos maestros. Sus huellas se perdieron al cabo de año y medio, y más tarde lo encontraron extraviado y medio loco en una isla del lago de Constanza, minado por graves problemas de salud. Se repuso lo bastante para enseñar durante tres meses en Constanza, y luego marchó a estudiar medicina en Zurich.

Cuando, después de cuatro años de errancia, regresó por fin a Leipzig, se había metamorfoseado. Volvió a ser el «Orfeo de la astronomía». Pero sus enemigos no lo habían olvidado. El padre de uno de sus alumnos entabló un proceso contra él. ¡Siempre lo mismo! Lo habían "sorprendido en maniobras contra natura con el muchacho, un primo del hijo de Schöner, al que había emborrachado para mejor pervertirlo. No faltó durante el proceso la mención de que, ya en 1528, el padre del culpable había sido juzgado y ejecutado por brujería. Eran detalles significativos: el Maligno se había instalado en aquella familia.

Rheticus se vio obligado a huir. El proceso tuvo lugar en su ausencia, y concluyó con una sentencia de ciento un años de exilio. ¡Ciento un años! Era casi ridículo. Vagó entonces de universidad en universidad, expulsado de unas, reclamado por otras, y acabó por encallar en las murallas de Cracovia.

Fue allí donde yo, Michael Maestlin, entonces muy joven, asistí a sus lecciones. El mundo había cambiado. Europa ardía y se desgarraba por las cuestiones de religión. El papa Paulo III que, con la apertura del Concilio de Trento, había intentado iniciar una profunda reforma de la Iglesia, se había dado cuenta demasiado tarde de que la teoría de Copérnico era contradictoria con lo que él deseaba: podía llevar a la gente del pueblo a pensar que formaban parte, simplemente, del orden natural, en lugar de ser los amos de la naturaleza, el centro alrededor del cual se ordenan todas las cosas. Y sobre todo, el lugar de la Encarnación de Cristo y de la Redención, la Tierra, se veía banalizado, apartado de su papel único y privilegiado.

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