Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Así, el mundo construido por Tolomeo de Alejandría aspiraba a una armonía indestructible, como la de algo construido y creado por el Señor de todas las cosas, el mejor y el más perfecto de los artistas: un Universo girando, a la misma velocidad y siguiendo trayectorias uniformes, alrededor de la Tierra.

Pero la observación de los fenómenos vino a probar que las cosas no ocurrían así. A causa de la multiplicidad de orbes o esferas, había varios movimientos distintos. El más manifiesto de todos era la revolución diaria, es decir, el espacio de tiempo del día y de la noche. Por ese movimiento el Universo entero, a excepción de la Tierra, se trasladaba de oriente a occidente. Después eran observables otras revoluciones, en cierto modo retrógradas, es decir, que iban de occidente a oriente, en particular las del Sol, la Luna y los cinco planetas. Pero en su propia trayectoria, esos astros no parecían moverse de una manera uniforme. Sobre el gran telón de fondo inmóvil de las estrellas fijas, el Sol y la Luna se movían en ocasiones más despacio, y en otras más deprisa. En cuanto a los cinco astros errantes, a veces se les veía retroceder o detenerse entre dos movimientos. En tanto que el Sol avanzaba siempre por el mismo camino, los otros se trasladaban tic maneras diversas, en ocasiones hacia el sur y en otras hacia el norte. Un planeta se retrasaba sistemáticamente para volver, al término de su periplo, al lugar que habría debido ocupar en el cielo; otro daba la impresión, periódicamente, por el brillo mayor o menor de su luz, de estar más cerca o más lejos.

Era necesario «salvar las apariencias»: explicar mediante cálculos y con mayor precisión los movimientos aparentes de las esferas celestes, sin pretender por ello que esos movimientos fueran reales. Siguiendo los pasos de Apolonio de Pérgamo e Hiparco, el geómetra alejandrino imaginó que, además de su órbita mayor, las estrellas vagabundas recorrían otras más pequeñas, como se hace el recorrido de las murallas de una ciudad a la que se ha llegado después de un largo viaje. Llamó «epiciclos» a esas pequeñas circunvoluciones que giraban en torno a un punto que describía a su vez la circunferencia mayor, bautizada como «deferente». De este modo podían explicarse mejor algunas irregularidades de la gran mecánica celeste, pero no todas. Tolomeo propuso entonces que la fierra no fuera el centro exacto del círculo por el que viajaban los demás astros. Llamó «ecuante» a ese punto central imaginario. Al ajustar de ese modo el tamaño de los círculos, Tolomeo consiguió salvar las apariencias. Pero, cuanto más se perfeccionaba el arte de observar el cielo, más irregularidades descubrían los hombres, y más necesario resultaba sobrecargar el Universo con nuevos epiciclos. De modo que finalmente el mundo, que el Señor había querido tan simple y armonioso, había retornado al caos anterior a la Creación, en las observaciones hechas por los hijos de Adán.

En el año 1497, el noveno día de los idus de marzo, después de la puesta del Sol, en un cielo limpio de nubes, la Luna, al pasar delante de Tauro, ocultó la bella estrella fija de Aldebarán. En la terraza del colegio, Novara y Copérnico habían instalado la esfera armilar, el cuarto de círculo móvil, los ecuatoriales, el globo celeste con polos móviles, las dioptras, la ballestilla y el astrolabio de Martin Behaim, así como un gran reloj de arena que Nicolás estaba encargado de hacer girar tan pronto como se vaciaba.

Singular encuentro el de dos astros desproporcionados, uno en un creciente majestuoso y el otro una pequeña luz rojiza, sin duda separados el uno del otro por un abismo vertiginoso pero que, por efecto de la perspectiva, estaban a punto de fundirse en un largo abrazo. En la noche serena de la Emilia, el inmenso creciente lunar se aproximaba lentamente a Aldebarán, un minúsculo punto de luz roja. De pronto, a la hora quinta, la estrella tocó el borde austral de la Luna y desapareció del todo entre sus cuernos.

– Ya ves, Nicolás -explicó Novara-, al medir el momento de entrada y el de salida de Aldebarán detrás del disco lunar, podremos determinar mejor las irregularidades del movimiento de la Luna. Aldebarán tendría que reaparecer más o menos dentro de una hora: vigila el reloj de arena, Nicolás.

– Comprendo -dijo el interesado-. Una hora es aproximadamente el tiempo que tarda la Luna en recorrer en el cielo un trayecto igual a su diámetro aparente.

– ¡Bien razonado, Nicolás!

Una extraña embriaguez, parecida a la que provoca el alcohol, se iba apoderando poco a poco de los dos hombres, mientras a lo lejos cantaban los grillos en la noche tibia y embalsamada. Novara observó:

– ¿Sabes, Nicolás, que el espectáculo admirable que estamos presenciando fue ya observado hace mil años? Lo he leído en no sé bien qué almanaque, pero recuerdo que ocurrió en el año 509, en Atenas. Por desgracia, los patanes de aquella época, en lugar de medir el fenómeno, sólo vieron en él una señal celeste que anunciaba la llegada del Anticristo.

– Te conjuro, astro rojo, Aldebarán, que mueres entre los cuernos de Febe… -entonó enfáticamente Nicolás alzando los brazos al cielo.

Y de pronto se quedó inmóvil, como si hubiera tenido una iluminación súbita.

– ¿En el año 509, ha dicho? -preguntó después de un momento de reflexión profunda-. ¡En ese caso necesitamos las tablas!

– ¿Pero de qué demonios de tablas estás hablando?

– ¡Todas las tablas! Las de los movimientos planetarios, lunares y solares desde hace diez siglos. ¡Hay que compilarlas! ¿No cree, maestro, que si la astronomía de Tolomeo debe funcionar sin problemas, si el Universo es esa mecánica compleja pero tan precisa como él quiere describirla, entonces tendríamos que encontrar las tablas de la ocultación de Aldebarán por la Luna en el año 509? ¡Si no, es que la Luna ha derivado respecto de los modelos y los parámetros de Tolomeo! ¿No me ha enseñado usted que, según Regiomontano, las posiciones de Venus y Marte calculadas por medio de las tablas son falsas, que las predicciones de los finales de los eclipses se adelantan en una hora? Pero entonces, si las diferencias entre las previsiones y las observaciones alcanzan unas dimensiones tan grandes ¡es que hace falta renovar el sistema del mundo!

¿Fue aquella noche cuando Nicolás Copérnico empezó a concebir lo que un día había de llamar, entre risas, sus «Grandes Mudanzas»? Lo ignoro. En cualquier caso, los dos astrónomos pasaron la noche observando otras estrellas, con un entusiasmo silencioso. Luego, al alba, volvieron extenuados a la casa de Novara. El Sol había llegado a su cénit cuando un criado llamó discretamente a la puerta de Nicolás Copérnico para anunciarle la llegada de una visita. Era Andreas, su hermano.

IV

Andreas esperaba en el umbral de la puerta. Detrás de él, el gigantesco Radom llevaba a hombros el equipaje, mientras la mula y los caballos pacían tranquilamente las hierbas que crecían entre las losas del pavimento.

Desarreglado, en camisón, con el pelo revuelto, Nicolás, que acababa de bajar a saltos la escalera, no encontró otra cosa que decir a su hermano, sino:

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Ese recibimiento hosco intentaba disimular su estupefacción. Andreas estaba desconocido. Su rostro, antes tan delicado y casi femenino, se había deformado bajo una piel grisácea. Pesadas ojeras empequeñecían su mirada de un azul muy pálido, y sus labios, dispuestos antes a saborear golosamente todos los placeres, se crispaban ahora en un rictus vicioso, mientras que su gran sombrero a la moda española disimulaba mal sus cabellos ralos, de un rubio sucio con hebras plateadas.

Pasado el primer momento de estupor, Nicolás abrió los brazos y estrechó entre ellos a su hermano en un abrazo vigoroso y ritual. Pero tuvo la impresión de estrechar contra su corazón a una muñeca de trapo de la que se desprendía un vago olor a cadáver.

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