Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Nicolás entendió el aviso y se entregó con ahínco al estudio. Durante dos años, ningún estudiante recordaría haberlo visto en ninguna taberna, en ningún festejo, en ninguna batalla campal entre alemanes, italianos y franceses, cuando las tres naciones no se unían para zurrar a los burgueses. Sin embargo, en Cracovia nunca había sido el último en levantar la jarra ni el bastón. Y más de uno, en Bolonia, lamentaba no tener a su lado, en las expediciones peligrosas, a aquel tipo alto, de espaldas anchas, mentón poderoso, ojos negros de mirada franca y nariz abultada que debía de haber recibido más de un golpe. El, que antes era tan cordial que nunca dejaba de dar los primeros pasos hacia alguien que le parecía que contaba con una buena cabeza, ahora se aislaba, y más valía no abordarlo cuando no estaba de buen humor. A él, que en Cracovia siempre estaba dispuesto a coquetear con una florista bonita en la plaza mayor o en la taberna, o a palpar la popa de la camarera, no se le conocía ninguna aventura. Estudiaba.

Estudiaba con la voracidad de un ogro. Derecho, retórica, teología, por supuesto, pero eso no era más que tragaderas, desarrollo del músculo de la memoria. Y también griego, hebreo, árabe, toscano. El aprendizaje le resultó fácil porque, desde su primera infancia, había mamado con la leche de su nodriza dos lenguas tan distintas como el alemán y el polaco. Sin embargo, ya no exhibía su inmensa facilidad con la desenvoltura que había causado la admiración y la envidia de sus condiscípulos, en Cracovia. Ahora, se aplicaba. Y su maestro Novara sabía canalizar su temperamento fogoso, propenso a ceder con facilidad a todas las tentaciones que suscitaba el cálido clima boloñés, sobre todo a finales de primavera, cuando el aire soplaba a ráfagas brutales, perfumadas y lascivas.

A pesar de ello, Nicolás no era ni el más sumiso ni el más respetuoso de los discípulos. Novara acabó por saber cómo volverlo a la buena senda cuando su alumno se rebelaba o le discutía: «Te pareces a tu tío», le decía, y Copérnico se volvía entonces más dócil. Lo cierto es que el maestro estaba encantado: tenía en cultivo un terreno rico pero virgen, o por lo menos mal trabajado.

– Aquel que quiere filosofar debe tener el espíritu libre de tollo prejuicio, de todo conocimiento -le dijo un día.

Lo cierto es que el antiguo estudiante de Cracovia había aprendido en su caótica carrera un poco de todo, sin seleccionar. Colocaba en el mismo nivel al más incontestable de los Antiguos y al más oscuro de los copistas. Novara lo comparaba con una rica biblioteca cuyas obras estuvieran, simplemente, mal ordenadas.

A pesar de su impetuosidad, Copérnico estaba lejos de ser alocado. Era perfectamente consciente de que a los veintitrés años, después de tantos estudios confusos o solitarios, necesitaba empezar de nuevo desde el principio, remontarse a las fuentes. Las fuentes eran Egipto, Pitágoras, Hermes Trismegisto. Todo tenía que partir del número. Del número y de ningún otro lugar vienen la armonía, la música, el movimiento. Y el volumen más armonioso, como afirmó Parménides, es la esfera.

– El mundo es esférico -insistió Novara-, porque la esfera es, entre todas las figuras, la más perfecta, y porque no necesita de nada que la mantenga; forma un todo, goza de la mayor capacidad. El Sol y la Luna son esferas, la esfera es la forma natural a la que tienden todos los cuerpos. Mira las gotas de agua, Nicolás, y no dudes de que su figura es también la de todos los cuerpos celestes.

Entonces Copérnico volvió a la astronomía, sin el frenesí que le llevaba antes a burlarse de los Antiguos, sino como quien entra en un templo. Porque Novara le enseñó también la suerte que tenían de que su siglo hubiera redescubierto a los Antiguos en su pureza prístina. Al leerlos, dejando a un lado su paganismo, sabría más de lo que ellos supieron. Le enseñó también que estudiar la naturaleza es, en primer lugar, aprender un lenguaje, más que observar fenómenos, porque las apariencias de éstos son engañosas.

– Por ejemplo -explicó a Nicolás, convertido en humilde alumno-, los antiguos filósofos establecieron el orden de los planetas según la longitud de sus revoluciones, por la razón de que tiene que parecer que los objetos más lejanos se mueven más lentamente. Por tanto, creyeron que la Luna era la más próxima de los planetas, porque cumple su revolución en un mes, menos tiempo que ningún otro; y que Saturno ha de ser el más lejano de todos los demás, porque emplea treinta años en recorrer una órbita mayor. Por debajo colocaron a Júpiter, que da la vuelta en doce años, y luego a Marte, en dos años. Hubo diferencia de opiniones respecto de Venus y Mercurio, que completan sus órbitas en un año, como el Sol. Unos, como Platón, los colocaron más lejos que el Sol, y otros, cómo Tolomeo, creyeron que están más cerca. Por mi parte, me inclino por la opinión de Platón.

– Yo creía, maestro, que usted colocaba a Tolomeo por encima de todos.

– Incluso los más grandes se equivocan. Ya ves, Mercurio y Venus no se alejan demasiado del Sol; pero si estuvieran más cerca, tendrían que tener fases, como la Luna. O bien tendrían eclipses. Sin embargo, nunca se ha observado ese fenómeno; por eso, mi conclusión es que se encuentran más lejos que el Sol.

– Pero -objetó Nicolás- ¿quién nos dice que un día unas observaciones astronómicas mejores no revelarán fases en Mercurio y Venus, o su paso por delante del disco solar? En tal caso, se probaría que esos planetas están más cerca que el Sol…

Lejos de irritarse por ver cuestionado así su razonamiento, Novara estaba encantado con los progresos de su alumno. Y cuando Copérnico dominó finalmente el griego, pudo remontarse a las fuentes que brotaron en Jonia, en Atenas, en Alejandría, los primeros filósofos de Grecia, los que buscaron la armonía del mundo y no la encontraron, o bien encontraron tantas armonías distintas que, al exponerlas, generaron cacofonías y condujeron al caos.

En aquel tiempo, como por lo demás ocurre también hoy, la autoridad máxima era la inmensa obra compuesta hace catorce siglos, ese Almagesto que describía el Universo tal como se enseña aún en nuestras universidades. Quinientos años después de Aristóteles, otro griego, Claudio Tolomeo, había reunido todas las observaciones efectuadas por los antiguos sobre los movimientos de los planetas y los eclipses, y había añadido las suyas propias, muy numerosas. Luego había construido el mundo según esos movimientos aparentes, es decir vistos desde la Tierra, o más precisamente desde las orillas del Mediterráneo. Vistos desde la Tierra, lo que significaba que ésta estaba inmóvil en el centro de todo, y que la Luna, Marte, Venus, el Sol y las demás estrellas errantes giraban alrededor de ella en círculos de una regularidad más bella que la más bella de las músicas. Y la bóveda celeste, tachonada de estrellas fijas, era una inmensa esfera hueca que contenía a todas las otras esferas en movimiento. La esfera, el círculo, lo redondo, es en efecto la figura que no choca con nada y que nada puede destruir, aquella en la que puede inscribirse cualquier otra figura geométrica. ¿No se afirma de Dios que es un círculo cuya circunferencia está en todas partes, y el centro en ninguna?

No hay que pensar que los hombres, por lo menos los hombres sabios, hayan creído en tiempos que la Tierra era plana. Tal vez en tiempos muy antiguos y muy bárbaros, tal vez hoy aún en las divagaciones de algún monje obtuso, tal vez en la verborrea de aquellos a quienes Copérnico llamaba «los zánganos», que intentan destruir cualquier colmena construida por las abejas laboriosas que son los filósofos; tal vez en el cerebro sin luces de un campesino encorvado sobre el surco o de un pastor cuyo horizonte aparece limitado por altas montañas. Pero la preocupación diaria de estos últimos no es interrogarse sobre la forma de nuestro mundo. No, no ha habido que esperar a que las naos españolas de Magallanes lo hayan demostrado experimentalmente para saber que la Tierra es redonda. Aristóteles, en su Tratado del cielo, ya llegó a la conclusión de que, puesto que la sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda durante un eclipse de Luna, el mundo tenía que tener una forma esférica y no plana. Y también dedujo la redondez de la Tierra del hecho de que se ve desaparecer en el horizonte el casco de un navío antes que sus velas.

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