Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– ¿Cómo dices?

– Da igual.

Los lunes, de camino a Montague, Dylan se detenía a ingresar el cheque semanal de Häagen-Dazs por el sueldo mínimo en el Independence Savings de la esquina de Court con Atlantic. Tenía unos dos mil dólares en la libreta, equivalentes a una temporada rellenando cucuruchos de helado con un instrumento romo. Duplicaría esa suma al final del verano, luego se la entregaría toda de una vez a Abraham. Así que ese día de febrero en particular, Dylan, con el cuello levantado a lo Brando para protegerse del viento, la cabeza descubierta y las orejas rojas, caminaba por Atlantic sorteando la nieve sucia acumulada en el bordillo.

Al pasar junto a la calle Smith, un tipo que echaba gasolina en el coche en una estación Shell señaló la cárcel con el dedo, el Centro de Detención de Brooklyn, con la boca abierta en un gesto de sorpresa como diciendo: «Mira, en el cielo… ¿es un pájaro, es un avión?».

¿Es que no sabía que Superman no existe?

Quizá Buddy Jacobsen, el entrenador de caballos de Long Island que había matado a su novia, se había fugado otra vez descolgándose de una ventana con una ristra de sábanas. Hacía un par de años las noticias de su fuga habían dado fama a la cárcel de Brooklyn durante una semana, de repente la plaga del vecindario había copado todos los informativos de las cinco. Podría haber sido la peor pesadilla de Isabel Vendle, una década de relaciones públicas borrada de un plumazo.

De modo que Dylan echó un vistazo a la torre de la prisión.

En la inmensa fachada de vidrio y hormigón, a unos diez pisos por encima de la calle y con una altura de tres plantas, había algo descaradamente imposible: el tag más grande de la historia del graffiti. Los trazos eran temblorosos y fraccionados, como no podía ser de otro modo al pintarlos desde la ventanilla abierta de un helicóptero, que era el único medio de firmar allí arriba, ¿no? Sin embargo, por muy irregular que fuera, aquella cosa era una obra de arte que eclipsaba las viejas proezas de Mono y Lee en el puente y buscaba impresionar al espectador con la pregunta más evidente: ¿cómo coño ha llegado eso ahí arriba?

Cuatro letras: D, O, S, E.

La firma era un grito, una declaración, algo innegable. La cárcel que nadie mencionaba ni miraba y el rastro de pintura goteante que cubría hasta la última superficie pública de la ciudad y que nadie mencionaba ni miraba: dos cosas invisibles se habían unido en una visible, al menos por un día.

(De hecho, tardaría diez días en desaparecer. ¿Quién sabía cómo limpiar el exterior de una cárcel de veintiséis plantas? Y después, un DOSE fantasma permaneció grabado en el hormigón restregado.)

Dylan clavó la vista en la firma presa de un desconcierto estúpido y culpable, intentando imaginárselo, preguntándose qué ocurriría a continuación en ese mundo que él había abandonado. Descifrando el mensaje de cuatro letras. Descifrando si se trataba de un mensaje.

O solo de una firma.

Alguien ha traicionado al otro, pero no sabes quién a quién.

Alguien está volando y no eres tú.

18

Una calurosa tarde de julio, seis semanas antes de dejar la ciudad para ingresar en la universidad, Dylan Ebdus levantó la vista de El lobo estepario de Hesse y se encontró a Arthur Lomb inclinado sobre el mostrador del Häagen-Dazs, separándose una camiseta blanca sudada del cuerpo, suspirando y resoplando por el frío del aire acondicionado. La pequeña tienda estaba vacía, estaban solos, Dylan encorvado sobre el libro con las gafas puestas, un polo con una mancha de chocolate y la cinta de Remain in Light sonando bajito por encima del zumbido de los congeladores. Por fin Arthur había crecido. De hecho, destacaba, era un espárrago con vaqueros tan holgados que parecían pancartas enganchadas a las piernas, unas Puma de ante marrón y un cigarrillo detrás de la oreja. Tenía los ojos rojos, pequeños y arrugados como los de un animal fetal tipo topo ciego o un ternero recién nacido. No debería sorprenderle demasiado verlo allí: un chico de Gowanus podía entrar en Brooklyn Heights cuando quisiera, lo habían demostrado un millón de veces.

Dylan se incorporó en la silla, se quitó las gafas y cerró el libro de lomo resquebrajado.

– Eh, D., déjame probar el helado de… hum… macadamia.

Dylan le dio una cucharada.

Arthur señaló el libro de bolsillo con el mentón.

– ¿Para qué lees eso?

– ¿Qué tiene de malo?

– Esos tíos son idiotas. Eh, tú, he oído que vas a ir a la universidad.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Oh, bueno, ya sabes, lo he oído por ahí. Creo que tu padre se lo dijo a Barry.

– Sí. A Vermont.

– Genial, genial. Yo voy a ir al Brooklyn College. Ahora voy a clases de recuperación en Murrow para sacarme unos cuantos créditos más.

De modo que incluso Arthur había superado el instituto, su pardillo interior era una llama que la calle Dean no había logrado extinguir. Probablemente su madre se había puesto pesada.

– Se está bien aquí -dijo Arthur-. Los días de mucho calor debes de forrarte, ¿eh?

– No es como un taxi. Me pagan lo mismo aunque no entre nadie.

– Imagino que estarás ahorrando para la universidad.

Los dedos mentales de Dylan se aferraron alrededor de la libreta de ahorros.

– Lo digo solo porque tengo una propuesta que podría interesarte -continuó Arthur maliciosamente, regresando a su vieja rutina de mercachifle-. Se me ha ocurrido hablar primero contigo antes de llevar los cómics a la tienda de la calle Tercera Oeste. Liquido la colección. Todos mis primeros números. Pensé que seguirías interesado en esas cosas.

– ¿Por qué?

– Bueno, no sé, recuerdo que solías decir que no dejarías de comprar X-Men mientras Chris Claremont escribiera los guiones. Siempre te tuve por el colmo del coleccionista.

Le afectaba la moral que Arthur le conociera tanto, era una peste que no se iba al lavarte. Lo cierto era que Dylan seguía comprando los números nuevos de X-Men . No todos los meses, pero sí de vez en cuando. Los números que no se llevaba a casa, los leía por encima en la estantería giratoria del estanco de la calle Catorce. Se parecía a pegarse el lote con una ex novia en una fiesta, un recordatorio de que no tenías nada mejor que hacer. Que era exactamente lo que Dylan y Amy Saffrich llevaban haciendo todo el verano, abrazarse en pasillos y cuartos de baño como engañosa prolongación de su ruptura a finales de trimestre. Los meses comprendidos entre el instituto y la universidad eran una época de triste locura, todo el mundo andaba medio centrado en sus nuevos destinos pero sin haberlos alcanzado todavía, viviendo en casa, sintiéndose infantil. Se entendía que Arthur Lomb aprovechara la brecha para su débil reclamación.

– No -dijo Dylan-. Es decir, ¿por qué los vendes?

– Ah… Bueno, intento recaudar fondos -contestó Arthur como quien no quiere la cosa-. Me ha parecido un buen momento.

– Ya, comprendo -repuso Dylan, fingiendo que reflexionaba.

– Estoy seguro de que ahora valen bastante. Todos los cómics están en buenas condiciones.

– Ajá.

El plan de Dylan nació de la curiosidad, sin pensar que le llevaría a Mingus y el anillo, sin presentir que surgía de la traición y la reprimenda de haber visto «DOSE» escrito en la prisión. Empezó como un mero impulso de ver por última vez la casa de Arthur Lomb por dentro, de ver de nuevo su cuarto y, quizá, a su madre. Nada más. Dylan ya estaba a salvo, en realidad ya se había marchado impune a Vermont. ¿Por qué no visitar lo que había dejado atrás?

– ¿Cuándo puedo pasarme a echarles un vistazo? -preguntó sin darle importancia.

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