Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– ¿Qué quieres decir?

– Creo que alguien ha metido el pie.

– Tranquila. Linus es un histérico y eso se contagia.

El secreto más descabellado de Dylan es que le gusta visitar el piso de Tom a pesar del penetrante olor a arena de gato sucia. El camello gay le recuerda a alguien que podría haberse encontrado sentado en el rincón del desayuno de Rachel una tarde al volver de la EP 38. Como Rachel, Tom no fuma con las afectadas maneras clandestinas de los adolescentes, ese enfurruñar los morros, agacharse y cambiar la voz que Dylan desprecia en secreto, sino que fuma a lo grande, con las piernas cruzadas, blandiendo un porro y hablando sin parar entre una calada y otra, sin preocuparse de retener el humo. Los pantalones cortos de satén que Tom lleva todo el año dejan ver unos muslos demasiado peludos, pero Tom está bien. Dylan se ha quedado un par o tres de veces en su casa escuchando discos e incluso ha conocido a otros clientes y, en contra de lo que afirma la leyenda, Tom nunca ha entregado mercancía a cambio de chuparle la polla a nadie.

Esta noche es diferente: el piso es un espanto y Dylan se pregunta por qué puñetas ha subido a Liza con él. Solo ve la moqueta cubierta de porquería y la decoración barata, vasos de Coca-Cola, un póster enmarcado de Atrapados . Y Tom parece una langosta cocida, por la razón que sea, está todo rojo. Dylan solo quiere pillar y largarse, pero a Tom no se le puede meter prisa.

– ¿Conoces este disco? -pregunta Tom.

«Y las chicas de color cantan du, du-du, du, du-du-du, du, du-du, du, du-du-du, du, du-du.» Es lo que sale del tocadiscos y, ciertamente, Dylan lo ha oído antes, pero en el momento, distraído en parte por visiones estroboscópicas de Marilla y La-La, imagina que eso es el título de la canción: «Las chicas de color cantan du-du-du», etcétera. Cosa que no puede ser. De modo que contesta con un gesto brusco que Tom traduce fácilmente por un «No tengo ni idea».

– Lou Reed. Qué pronto olvida la gente.

– Claro -dice Dylan.

En la cabeza de Dylan, Lou Reed vive con Mott the Hoople y los New York Dolls en un brumoso Triángulo de las Bermudas entre el rock de los sesenta, la música disco y el punk, que supuestamente ha acabado con los otros dos. La sofisticación descarada de la música irrita a las categorías. La solución más simple, sobre todo desde el punto de vista de casa de Tom, es llamar a ese género fantasma música gay. Esto es música gay. Aunque bastante pegadiza.

– Tú y tu novia no estaréis pensando en puliros todo esto vosotros dos solos, espero.

– No.

Maine, la gata negra de Tom, ha trepado al regazo de Liza, que está encorvada alrededor del animal, cabizbaja, arrullándola. No está con ellos, está compartiendo cosas de felinas y féminas.

– Ay, mierda, no debería haber dicho novia. Soy un bocazas. Espera un minuto, voy a abrir.

Dylan quiere pedirle que no abra la puerta, pero no lo consigue.

La cadena de la puerta chasquea y Tom vuelve a trompicones al salón.

Son los dos de las gorras Kangol y el de la sudadera con capucha y entran rápidamente en el piso de Tom chillando:

– ¡Siéntate, gilipollas!

Tom cae en el sofá y aterriza entre Dylan y Liza, tocándolos a los dos con los muslos desnudos.

– Mierda, mierda, mierda -gime Tom.

– Cállate -dice uno de los Kangol.

Varias cosas llaman simultáneamente la atención acerca del chico-hombre de la capucha, el que se cruzaron al subir la escalinata de entrada:

Sostiene una pistola. La blande. La pistola es pequeña, oscura, mate, absolutamente convincente. Los tres del sofá la miran y también los tres adolescentes negros, incluso el que la sostiene. Hasta la gata. Por lo visto, la óptica de la sala se ha distorsionado hacia el objeto del tamaño de un puño como si chupara la luz.

Él es el líder.

Es alto y se mueve con una angulosidad rara.

No es un negro cualquiera con una nuez del tamaño de un codo, es uno en particular.

– ¿Robert? -pregunta Dylan, incrédulo.

– Puta mierda -dice por lo bajo uno de los Kangol.

Robert Woolfolk mira fijamente por debajo de la capucha, tan asombrado como Dylan. No existe ningún plan, está claro. Eso es la estúpida idea de una broma que tiene un universo sin dios.

– ¿Le conoces? -pregunta Tom.

– ¿Quién es el blanco este, negro? -se pregunta un Kangol.

Liza se ha hecho un ovillo alrededor de la bola de pelos, tiembla.

Robert Woolfolk solo cabecea. Ha procesado la sorpresa al instante. Solo queda decepción al morderse los labios, mezclada con pura ira.

– Menuda suerte tienes, cabrón -dice, tranquilo.

– Largo de mi casa, todos vosotros.

– Cállate, maricón, no estoy hablando contigo. Acércate, Dylan, ¿qué tienes para mí, tío?

Robert explora los vaqueros de Dylan con antigua y tierna familiaridad; para él no es nada especial encontrar el fajo de billetes de veinte, diez y cinco, es lo que le corresponde. Esos bolsillos y los dedos de Robert han viajado por caminos paralelos desde Brooklyn para encontrarse en esta cita inverosímil: ¿por qué no iba a sacar algún provecho extraordinario de algo así?

Entonces, ahorrándole a Dylan todo tipo de violencia e incluso la más mínima pulla sobre Rachel, Robert Woolfolk se guarda la pistola en la cintura, tapada por una sudadera que le llega casi a las rodillas, y conduce a sus compinches hacia la puerta, después salen al pasillo. Quizá Robert ha olvidado el origen de la prohibición de herir a Dylan. Quizá, como en Recuerdos del futuro , sigue obedeciendo a una deidad que ya no recuerda y cuyo nombre ha olvidado.

Al final solo se escucha:

– ¿Quién es el blanco, Robert?

– Que te calles, negro.

Se han marchado.

Dylan mira fijamente a Tom, en desconcertado silencio.

– Fuera de mi casa.

– Pero…

– Vosotros los habéis traído. Largo.

Dylan toca a Liza en el hombro y ella lo aparta de un tortazo que echa también a la gata de su regazo. ¿Es posible que una gata se mee de miedo al ver una pistola? Porque la peste a amoníaco ahora parece estar en otros sitios aparte del baño y Liza tiene una mancha de humedad en los OshKosh B’Gosh.

Oh.

En el portal aparece el miedo a que Robert Woolfolk siga por los alrededores, a que el episodio no haya acabado. La puerta exterior se cierra con un chasquido detrás de ellos, Dylan vibra, es un cable tensado. Pero no, allí está Linus, que se acerca mordisqueando la punta de la porción envuelta en papel de parafina y saludando:

– Hola, ¿qué ocurre?

Dylan quiere hablar con Liza y rogarle que no lo cuente, pero la chica pasa de largo junto a Linus llorando y tapándose con las manos la mancha de orina de los pantalones en busca del consuelo de su pandilla: nunca debería haberse separado de ellas, nunca debería haberse sumado a la expedición, probablemente nunca debería haberse graduado en Dalton y dejarse convencer por sus padres para presentarse al examen de Stuyvesant, los muy agarrados. Dylan busca con la mirada, casi esperanzado, pero Robert Woolfolk se ha ido, no queda rastro de él, ninguna prueba, solo la historia que teme contar, la confesión inverosímil, improbable, inviable.

Brooklyn ha varado a treinta punks en un apartamento sin alucinógenos y querrán una explicación.

Brooklyn te ha perseguido hasta allí y nadie va a comprender nada más allá del hecho de que estás marcado, maldito, de que eres una mala compañía.

Brooklyn se ha meado en tu destino rubio.

Escurrirías el pis de las medias de redecilla con los dientes para ganarte la improbable confianza de Liza.

Quizá Liza Gawcet y Linus Millberg se sumen a la causa de explicárselo a los otros en términos de dinámica Beatles: que esta noche el George Harrison de la calle Dean le ha perdonado la vida al Paul McCartney de la calle Dean. Si lo contaras todo -Mingus Rude, Arthur, Robert, Aeroman- podría bastar, sería una historia magnífica, que compensaría doscientos dólares y un viaje de ácido. Pero eso es contar mucho y abre las puertas de mundos que tú mismo te has esforzado en olvidar. Sé realista: no va a pasar.

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